in

Diario de un Asesino | Anders Behring Breivik

Diario de un Asesino | Anders Behring Breivik

Anders Behring Breivik

"Ya terminé", le dijo Anders Breivik el 22 de julio pasado al escuadrón de Policía Antiterrorista que se tomó la isla de Utoya en Noruega. Con las manos en alto y su fusil en el suelo, Breivik acababa de convertirse en uno de los peores asesinos en masa de la historia. Con un plan meticuloso, silencioso, obsesivo y demente que maquinó durante casi toda su vida adulta, en menos de tres horas el depredador noruego de 32 años se llevó la vida de 77 personas.

Había poca gente esa tarde de viernes de vacaciones en la plaza Regjeringskvartalet de Oslo. A la sombra del moderno despacho del primer ministro, un complejo que también alberga los ministerios de Finanzas y Energía, un hombre rubio, alto, estacionó su camioneta Volkswagen Crafter, justo frente a la entrada principal. Aunque estaba apresurado, su uniforme de policía tranquilizó a los guardias de seguridad. El conductor, Anders Breivik, enfiló rápidamente por una calle lateral, donde un Fiat Doblo lo esperaba. Dos minutos después, la plaza era un infierno. En la camioneta acababa de estallar una poderosa bomba de anfo, una mezcla artesanal de fertilizantes y combustible.

El caos era total. En esos minutos que siguieron a la explosión, la gente corría sin rumbo, ensangrentada, pisoteando los cristales triturados en el piso. En el aire, cargado de polvo, humo y papeles que salían de las ventanas destrozadas, resonaban el llanto y los gritos de desesperación. El edificio gubernamental se incendió y los funcionarios salieron en masa, presas del pánico. En la radio NRK, el periodista Ingunn Andersen narraba en directo: "El pánico es total, hay gente tirada en la calle, vidrios por todos lados".

Entre tanto, Breivik, manejando el Fiat a toda velocidad, tomó la carretera E 16 al norte de Oslo. Ya sabía que la primera parte de su plan, que dejó ocho personas muertas, había sido un éxito. Ahora le faltaba completar la segunda fase, mucho más sangrienta.

En la pequeña isla de Utoya, a 38 kilómetros de Oslo, la funesta noticia ya estaba en boca de los 570 militantes de las juventudes del Partido Laborista. Se trataba de la cita anual del movimiento que gobierna a Noruega, donde jóvenes de 15 a 25 años se zambullen en el lago Tyrifjorden, se enamoran y practican deporte mientras hablan de política. Los que lograron llamar a sus padres, entendieron que la capital era un caos. Por eso se sorprendieron cuando llegó un policía. "Lo saludamos apenas se bajó del ferry, nos pareció increíble la veloz respuesta de las autoridades. Eran como las cinco de la tarde, estábamos preocupados por lo de Oslo, muchos teníamos familiares allá", dijo a los medios noruegos Adrian Pracon, uno de los responsables del campo.

El policía les pidió que se reunieran en una de las sedes de la isla. Tan pronto tuvo a suficientes jóvenes cerca, agarró su fusil semiautomático y apretó el gatillo sin contemplación. El policía rubio era Breivik e iniciaba la segunda fase de su 'misión'. 

El pánico fue total. Saltando por encima de los cadáveres, cientos de jóvenes se desparramaron en la pequeña isla, en busca de refugio en sus tiendas y cabañas, detrás de las rocas o en el bosque de pinos. Breivik no cedió al nerviosismo y a la histeria del ambiente. Concentrado, metódico, fue de carpa en carpa buscando a sus presas. Les decía "no sean tímidos, vengan a jugar conmigo", y les volaba la cabeza. "Tenía una ametralladora, pero no la puso en modo automático. Disparaba de a un solo tiro, no como un loco, o para que la gente entrara en pánico. Con una sola bala mataba", recuerda Pracon. 

A los que encontró heridos, los remató. A los que estaban agazapados, haciéndose los muertos, los baleó sin pestañear. Olía a sangre. Vegard Slan, uno de los sobrevivientes, le contó al diario noruego VG: "Era terrible, estaba matando a mis amigos, pero no podía hacer nada, solo rezaba para que no viniera".

Horrorizados, algunos trataron de nadar hasta el continente, a 500 metros de Utoya. Breivik ajustó su mira, apuntó y los abatió a plomo. Otros, que lograron alejarse, se hundieron en el fondo del lago por el peso de sus botas y su ropa empapada.

Por cerca de hora y media la cacería humana estuvo abierta en Utoya. La policía no desembarcó en la isla sino hasta las seis y media de la tarde. El único helicóptero disponible estaba demasiado lejos, en una base lejos de Oslo. El bote del escuadrón antiterrorista se hundió frente a la isla por el peso de sus equipos. Cuando por fin llegaron, 68 cadáveres yacían en la isla y en el lago. Breivik, eufórico, se rindió de inmediato.

Tres días después, cuando salía de la Corte, fue imposible borrarle su sonrisa de satisfacción. Sabía que lo iban a tratar como un demente, como un animal, como un monstruo. Pero había cumplido su misión, a la que le había dedicado nueve años de un plan meticuloso y obsesivo. No había dejado nada al azar. Apenas dos horas antes de sumergirse en su orgía de sangre, puso en línea un tortuoso y escalofriante manifiesto, 2083. Declaración de independencia europea. Una mezcla de diario, manual terrorista y propaganda política de 1.518 páginas en el que el noruego se presenta como el 'comandante de los Caballeros Justicieros'.

Una vida para matar 

Su primer consejo: "Hay que parecerse a un europeo educado y conservador, como un jubilado". Bien vestido, con un corte de pelo impecable, sin piercings o tatuajes, representaba a la perfección la imagen de un noruego cualquiera. Ese fue el Breivik que conocieron sus amigos, sus vecinos, sus familiares. Esa era la apariencia del monstruo.

Amante de la música electrónica, de los juegos de video, de Kafka y de Orwell. Anders Behring Breivik nació en Londres en 1979, hijo de un padre diplomático y una madre enfermera. Cuando tenía un año de edad ellos se separaron y su madre se lo llevó a Oslo. "Tuve una educación privilegiada, con gente responsable e inteligente", cuenta Breivik. 

De adolescente le gustaba el hip hop, y en medio de cervezas, grafitis y conciertos, se hizo amigo de jóvenes pakistaníes. Pero en su documento aclara que "a menos que tuvieras amigos musulmanes, te exponías a las golpizas, a los robos, al acoso", y a los 16 años, después de una pelea con un joven árabe, dejó de ver a sus amigos. "Teníamos que ir armados a las fiestas, por si una pandilla de musulmanes también venía", señala.

Sin embargo, insiste en el texto que, antes de irse a los puños, siempre trataba de hablar. Empujado por ese odio contra los extranjeros, a los 18 años se unió a las Juventudes del Partido del Progreso, de derecha populista, con un discurso xenófobo. Pero su actividad política fue muy limitada y nunca se distinguió en el movimiento. Fue en 2002, después de un viaje a Londres, cuando encontró su causa: la guerra santa contra el "multiculturalismo en Europa y la islamización de la etnia europea". En los nueve años que siguieron no tuvo otro motivo para vivir, "la Segunda Guerra Mundial parecerá un picnic comparada con la matanza que se aproxima", sentencia. 

Breivik, obsesionado por mostrar que no era un "perdedor nazi, enfermo, sanguinario y pedófilo", se lanzó primero en una empresa de programación informática. Logró ganancias importantes, pero perdió una parte especulando en la bolsa. No obstante, indicó que para 2008 ya tenía más de dos millones de coronas (260.000 euros) acumuladas para "proceder a su plan de asalto".

En otoño de 2009 decidió activar su delirio. "Estoy creando dos proyectos de apariencia profesional. Una empresa minera y una pequeña granja". La intención de Breivik era clara, tener una fachada para comprar fertilizantes y productos químicos para fabricar bombas. Alquiló una pequeña explotación agrícola cerca al pueblo de Asta, a 140 kilómetros al norte de Oslo.

En ese momento Breivik se volvió obsesivo con el dinero. Para lanzar su cruzada, contaba cada centavo. Se pasó a vivir donde su madre en Oslo, vendió su pluma Montblanc y su reloj Breitling. "No lo hubiera hecho en mi antigua vida, cuando era un egoísta cínico, eso hubiera destruido mi imagen social. Sin embargo, a los Caballeros Justicieros poco les importa la imagen. Lo único que importa es la misión", escribió Breivik.

El joven noruego también obtuvo nueve tarjetas de crédito de varios bancos, con las que le dieron un préstamo inmediato de 26.000 euros. Según sus cuentas, necesitaba 30.000 euros para armas, 100.000 para insumos, 20.000 para logística y 140.000 para su laboratorio de explosivos.

Para no despertar sospechas, Breivik explica en el texto que hay que ser un "caballero encubierto", sirviéndose de las costumbres sociales. Les decía a sus amigos que era adicto a World of Warcaft, un juego de video en línea, para justificar su aislamiento. "Es simple, solo hay que decir que estaba completamente absorbido por el juego. Nadie preguntará mucho más". 

También explica que había que evitar toda relación sentimental, pues "complicaría mis planes y puede poner en peligro mi operación". Por eso sus amigos pensaban que era homosexual, lo que le parece "bastante chistoso, pues soy ciento por ciento hetero". Sin embargo, Breivik advierte que reservó 2.000 euros de presupuesto para contratar, poco antes de los ataques, los favores de una prostituta de lujo, que "contribuirá a aliviar mi mente, pues estaré tenso y nervioso. Es más fácil enfrentarse a la muerte si se está biológica, mental y espiritualmente a gusto".

A partir de julio de 2010, aceleró su plan y comenzó a adquirir armas. Viajó a Praga, tanteó en el mercado negro, pero fracasó ya que "la gente se puso muy nerviosa y pensó que era policía o que estaba loco, je, je, je…". Pero logró comprar legalmente, en Noruega, un rifle Ruger Mini semiautomático y una pistola Glock. Después consiguió un silenciador, municiones y 50 mililitros de nicotina pura, con la que pensaba "inyectar tres o cuatro gotas en cada bala, para convertirlas en unas armas químicas letales".

También compró seis toneladas de productos químicos, fertilizantes y combustible para aviones, los ingredientes del explosivo anfo. En su granja de madera montó su laboratorio y experimentó varias fórmulas, hasta que escribe, exultante, en junio pasado, en su manifiesto: "¡Boom! ¡La detonación fue un éxito!". 

Sus actividades se volvieron cada vez más febriles y aceleradas. Pasó tiempo con su madre, sus amigos e invitó a sus vecinos a tomar café, pero por dentro la ansiedad lo carcomía. Siguió un programa estricto de esteroides y pesas. Su objetivo, llegar a los 100 kilogramos. También consignó que si deja la de tomar testosterona, su agresividad crecería y anotó: "Espero poder manipular este efecto a mi favor cuando sea necesario".

Faltando pocos días para el ataque, Breivik terminó sus bombas, desmanteló el laboratorio y recorrió obsesivamente la carretera entre Oslo y Utoya. El 22 de julio, a pocas horas de la masacre, Breivik escribió que "el próximo Halloween me voy a disfrazar de policía. Voy a llegar con insignias, va a ser increíble, la gente se va a sorprender mucho" y cerró su manifiesto con "creo que es mi última entrada. Es el viernes 22 de julio, 12h51. Atentamente: Anders Breivik ". A las 3:26 de la tarde una bomba volaba el centro de Oslo. A las 4:57 caían los primeros cadáveres en Utoya. Hoy Noruega llora a sus muertos, y solo se pregunta si existe un castigo suficiente para que Breivik alguna vez pague por sus crímenes.

Semana.com

Deja una respuesta

Colombia goleó 4-1 a Francia

Un joven murió a causa de los videojuegos