60 años del primer partido de la Copa Libertadores – Fútbol Internacional – Deportes

“El saque inicial tuvo lugar a las 16 horas y 11 minutos, el boliviano Ausberto García movió para Máximo Alcócer, éste a José Rocabado, quien cedió la pelota a César Sánchez, siendo interceptado por el brasileño Salvador”. Así describió El Diario, de Montevideo, el arranque del partido inaugural de la Copa Libertadores, el 19 de abril de 1960, hace justo 60 años. El primero de los 5.745 disputados a la fecha.

El matutino le dio espacio al nuevo torneo, aunque no la trascendencia que hoy tiene; nadie imaginaría que con ese Peñarol 7 – Wilstermann 1 estaba naciendo la saga de la Copa Libertadores, una honda tradición sudamericana de la que se han derramado ríos de tinta y se han hablado millones de horas de radio y TV.

Era un fútbol eminentemente radial, sin televisión en directo ni en diferido; para saber cómo se jugaba había que ir al estadio y el público no asistente escuchaba la transmisión o esperaba el periódico del día siguiente (al que otorgaba mayor credibilidad). Los más ansiosos compraban la 6ª. Edición del mismo día, que traía las incidencias del lance y se vendía en el centro una hora después del pitazo final.

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¿Cómo hacían tan rápido…? Los viejos periodistas eran prácticos, tenían fragmentos ya armados que servían para cualquier partido. Un veterano compañero nuestro, en Crónica, arrancaba su nota generalmente así: “Los primeros minutos fueron como en el boxeo, de estudio…” Tenía varios párrafos en el cajón, luego les agregaba las incidencias fundamentales de esa tarde y al horno… Los hinchas, felices, se devoraban los mismos indigeribles escritos domingo tras domingo y el diario vendía 200.000 ejemplares.



En la camilla, Renán López, autor del gol de Jorge Wilstermann; parado, Ausberto García, el jugador que tocó por primera vez el balón en un partido de Libertadores.

Canchas peladas, camisetas de piqué sin publicidad, limpitas, juego más lento, con muchos espacios, sin presión de marca; tiempos en que con el equipo solían posar para la foto el masajista y el aguatero. Todo más sencillo, el fútbol ya estaba en su adultez, pero seguía haciéndose. Aún estaba lejos del desarrollo actual.

La Copa se había aprobado el 2 de agosto del año anterior en Caracas, por 8 votos a favor, uno en contra -el de Uruguay- y una abstención (Venezuela). Curiosamente, le tocó a Uruguay dar el puntapié inicial y consagrar al primer campeón, Peñarol. Más que eso: uno de los delegados uruguayos presentes en el congreso, quien le había bajado el pulgar al torneo, fue Washington Cataldi, histórico dirigente mirasol.

Hacia 1960, el fútbol mundial se circunscribía casi en exclusividad a Europa y Sudamérica. Por ello, en una visita de Joao Havelange, entonces presidente de la confederación brasileña, a la UEFA en octubre de 1958, los dirigentes europeos le ofrecieron una disputa anual entre el campeón europeo y su par sudamericano. Ellos tenían su Copa de Europa, aquí no había competencia internacional de clubes. Había que crear una. Entonces se tomó una iniciativa del dirigente chileno Antonio Losada y nació la querida Libertadores, cuyo nombre honra la memoria de San Martín, Bolívar, O’Higgins, Artigas, los héroes de la emancipación sudcontinental.

Tampoco había sorpresas; en los papeles, Peñarol debía golear a Wilstermann. Y lo goleaba. Uruguay era un fútbol potente. Había sido campeón mundial en 1950 y cuarto en Suiza ’54. Venía de coronarse campeón sudamericano en Guayaquil 1959 tres meses antes. Y además tenía una moneda moderamente sólida que le permitía retener a sus figuras (igual no había muchos pases al exterior, salvo a Argentina o a Colombia), y fichar a buenos elementos extranjeros. De modo que Peñarol y Nacional presentaban siempre formaciones respetables, con opciones de título. Era el último año de Hohberg, llegado de Rosario Central en 1947, y el primero de Spencer, arribado del Everest de Ecuador. Y empezaban dos grandes que serían ídolos: Luis Cubilla y Tito Goncálvez. Aún lo capitaneaba William Martínez, un gigante con un corpachón que asustaba. “Cuando William saltaba a cabecear desparramaba a un pueblo”, contaba Spencer entre sonrisas. Porque también tenía eso el balompié oriental: una dureza casi cruel que el reglamento y los jueces de antaño potenciaban.



La línea media del campeón: Santiago Pino, Néstor Goncálvez y Walter Aguerre

La gente no tenía idea de qué sería esa nueva competencia, pero Peñarol aprovechó el feriado nacional del 19 de abril para programar el choque y le salió redondo, vendió 28.768 entradas. Guay con esta, se dijeron los dirigentes. La taquilla y el resultado (7 a 1) les dio la idea de que podía ser un torneo provechoso. Y la propina era maravillosa: jugar a fin de año, si lograban el título, contra el campeón de Europa. Que podía ser de nuevo el Real Madrid de Di Stéfano.

Wilstermann era de lejos el mejor equipo boliviano de la época (fue tricampeón nacional 58-59 y 60) y base de la selección de su país. Llegó ocho días antes “para aclimatarse al llano”. Arribó desde Buenos Aires en un hidroavión. Ya comenzaban las peripecias de los viajes. Renán López, el número 10 del conjunto aviador, nos recordó en una charla un suceso increíble. “En los días previos Peñarol nos invitó a visitar su campo deportivo de Los Aromos. Nunca olvidaré la confraternidad que allí reinaba con todos los jugadores. Los futbolistas uruguayos nos convidaron con un asado. Sí, ellos mismos lo prepararon, cocinaron y nos sirvieron, un gesto simpático, de gran camaradería”. En la cancha no fueron tan atentos…

La Copa traía una novedad: los cambios en torneos de clubes. Se podía sustituir al arquero “por impedimento físico” en cualquier momento del partido y a otro jugador durante o antes del primer tiempo. A los 13 minutos de aquella otoñal tarde en el estadio Centenario, se gritó el primero de los 15.217 goles marcados en la competición. Remató Cubilla, pegó en el travesaño y, del rebote, Carlos Borges anotó.



La foto de la época preserva la imagen que describe el recuerdo de Borges, con su definición tras varios rebotes.  Por primera vez se estremecieron las redes del continente.

También convertiría el segundo. El mismo Borges que le había marcado tres goles a Escocia en el Mundial ’54. Luego pasó a Racing y en 1963 vivió un capítulo trágico: viajando hacia Buenos Aires de noche, en el Vapor de la Carrera, el buque chocó contra el casco de otro barco hundido y se incendió; los pasajeros cayeron al agua helada, en pleno invierno. Fue un accidente en el que murieron decenas de pasajeros. Borges, que no sabía nadar, logró aferrarse a una caja de madera y tras varias horas a la deriva, al amanecer del otro día fue rescatado cerca del puerto de La Plata, a punto de morir congelado. Consiguió salvar con él a un niño de siete años. Los médicos que lo asistieron le aconsejaron reposo absoluto, pero él insistió en ir a Racing ese mismo día. Llegó al club a la tarde, el equipo estaba entrenando y participó de la práctica, pero en la mitad cayó desmayado y tardó varios días en despertar. No pudo superar el trance y se hundió en el pánico; debían ayudarlo hasta para cruzar la calle. Más tarde volvió a jugar, pero ya nunca fue igual.

En aquel choque bautismal presentó credenciales un goleador de época: Alberto Spencer, una pantera, hijo de jamaiquino y criolla. Cabeza Mágica marcó 4 goles y sería el primer artillero de la Copa. Por si las moscas, después hizo cincuenta más. Le sacó diez vueltas de ventaja al segundo. Alberto había arribado a Peñarol 57 días antes. Llegó en el momento perfecto al equipo que dominaría la década: tres veces campeón y tres subcampeón entre 1960 y 1970.

Enseguida la fiebre de la Copa se propagó en todo el continente. Pero fue un virus alegre, vivificante, que no requiere mascarillas.

Jorge Barraza
Para EL TIEMPO
@JorgeBarrazaOK

Fuente de la Noticia

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