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El olvido que seremos

por Redacción BL
Delirium tremens

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Como Jean-Baptiste Grenouille -el enigmático y asqueroso personaje de El perfume (1984) la novela magistral de Patrick Süskind- todas las personas en algún momento de la vida nos hemos sumergido en el mundo de los olores. Ese universo muchas veces no nombrado, sin bautizo, donde todo se correlaciona, donde todo huele a tal cosa o persona, que se nos mete hasta los tuétanos y las entrañas para recordarnos siempre que la memoria olfativa es más que infalible. Y en esa turbulencia de los aromas emerge en medio de los duelos la búsqueda de la esencia del ser ido o perdido que se extraña con la desesperación de lo imposible, con el anhelo propio de la desesperanza de lo que no podrá ser y hasta con la conmiseración de aceptarlo todo. Nada duele más que un huele inoloro.

En El olvido que seremos (2005) la conmovedora novela testimonial de Héctor Abad Faciolince -que como filme acaba de alzarse con el Goya a Mejor Película Iberoamericana, el más importante logro del cine nacional-, hay una escena que eriza la piel y arruga el alma, que lo resume todo cuando la violencia le arranca a un hombre su padre. Y esa es la descripción que hace el escritor sobre cómo clavaba su cabeza, su cara, en la almohada de su papá, para tratar de arañar con la nariz ese recuerdo del ser amado asesinado. Cómo entre lágrimas desbordadas y profundas inspiraciones, con un abrazo incompleto que la aferraba al pecho con rabia y dolor, con desilusión y simpatía, intentaba retener el olor de su cuerpo, de su vitalidad ida, de ese recuerdo que uno cree que es el alma. Esa mezcla de loción con sudor, de efluvio natural con cualquier otra cosa, no importa si es un jabón, una colonia para después de la afeitada o solo esa química de cada quien. ¡Huele a papá!

Es difícil ser hombre, dice la mítica periodista italiana Oriana Fallaci en Carta a un niño que unca nació (1975). En ese diálogo provocador y controversial con el ser que se gesta en su vientre y del que no sabe nada, ni su sexo, ni su género, ni siquiera si debe renunciar a su libertad para darle la vida, habla con certeza.  Se reirán si lloras porque tienes barba y hasta te tildarán de frágil si demuestras ternura. Así no te ofrezcas el degradante espectáculo de la sangre cada mes -por supuesto, se refiere a la menstruación-, le temerás al dolor y a la muerte, a la sangre y a las lágrimas. Tú niño, tú ser, tú hombre -como todos los seres- hecho de fluidos, vivirás condenado al valor, a ser fuerte e indestructible con tus sentimientos. ¡Cuánta razón tenía esta escritora valiente y capaz, audaz y temeraria que denigró cada que pudo de la maldita objetividad!

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No es fácil ser hombre y resulta más difícil cuando te desgarran el cordón umbilical que te ata a tu padre. Es invisible, pero mucho más fuerte que aquel cortado para llegar a la vida. Incluso muchas veces inexistente en términos naturales, pues se ama más a quien cría que a quien engendra. Que me perdonen todos, pero con aquello de que hijos de tus hijas nietos serán, pero hijos de tus hijos Dios lo sabrá, se revalida más esa unión indestructible con el padre, sea biológico o no. Más allá de relaciones freudianas, de complejos de Edipo o Electra, para el niño el papá es el héroe perfecto, el modelo a seguir y la proyección del reflejo de sí mismo. En un país de huérfanos, la historia de Héctor Abad Gómez relatada por su hijo Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos es un acto de amor de la más profusa y entrañable ternura.

Debí parar la lectura muchas veces para llorar. Cerrar el libro y recordar. Reconstruir en la memoria eso que otro hombre relataba y se parecía tanto a mi vida. A eso que me quedaba de vida sin papá. Sin el hombre que me forjó el espíritu. Que me enseñó el valor de todo sin hablar de precio. Que me amó sin límites y me defendió como nadie. Que me educó con estoicismo, aunque muchos creyeran que le sobraba el dinero. A otro muchacho también le habían matado a su papá a balazos los paramilitares, esa plaga que ha hecho metástasis en una Colombia cáncer. Y ese joven de 29 años que se encontró en uno de los bolsillos del sobretodo de su papá, yerto sobre el piso, un poema de Borges, escribió a los 47 años con el mismo nombre (El olvido que seremos) el libro colombiano más exitoso de todos los tiempos después de María (1867) y Cien años de soledad (1967), de Jorge Isaacs y Gabriel García Márquez, respectivamente. 300.000 copias en todo el mundo y traducido a más de doce lenguas y vendido en más de 20 países.

Ahora esa historia escrita vuelta película de la mano de Dago García Producciones y del español Fernando Trueba y de la que ya Daniela Abad había hecho un documental Carta a una sombra (2015), recoge la esencia de la vida de un hombre que como pocos luchó por los derechos humanos y la salud pública y la educación como pilares fundamentales de los mismos. A uno puede no gustarle esa mezcla de español con acento paisa del protagonista, que viene a ser como paella con arepa o frijoles con jamón serrano, pero el parecido físico y la actuación son excepcionales. La película relata la vida de un hombre bueno. Así, sin más arandelas y verborrea. Un ser humano que no pretendió nunca hacerle daño a nadie. Que procuró el bien para todos. Que trabajó para que la calidad de vida de todos fuera mejor. Una recopilación de sus textos: Manual de tolerancia (1987) hecha por su único hijo varón, debería ser lectura obligada por Mineducación. El relato íntimo de un hombre íntegro.

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La cinta que hizo parte de la selección oficial del Festival de Cine de Cannes 2020, que en el Festival de Cine de San Sebastián 2020 fue película de clausura y que representará a Colombia en los Premios Óscar 2021, huele tanto a clásico como su libro a best seller. Alfaguara acaba de anunciar nueva edición y eso en Colombia es una proeza, casi un prodigio. Un fenómeno tan extraño como la imposibilidad de mi mamá de leerse El olvido que seremos. Nunca pudo. Jamás la dejaron las lágrimas. No pudo conjurar esa figura del hombre acribillado. Del padre de sus hijas. Del padre de su hijo con otro hombre. Un libro escrito con afecto, pero también con sangre. Y la sangre huele, como a metal, como a óxido, como huelen también las armas.

Friedrich Nietzsche consideraba que su genio residía en su nariz y que ningún filósofo había hablado en su momento con veneración y gratitud, sobre el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición. No escasea la nariz es mi familia, que parece descendiente del libertino Cyrano de Bergerac, pero si esa sensibilidad por los olores, por los aromas de la vida, que mi mamá enaltece con una colección tan extraña como la tristeza seca, sin lágrimas, pero con fragancia: guarda desde hace muchos años todos los frascos de las lociones. Y allí están las de mi papá. Fueron pocas, pero todas inconfundibles. Todas con algo de su esencia, de ese bálsamo invisible que remonta el tiempo y 30 años después vuelve con más ahínco a recordar al hombre que sólo olía a él. Ahora que de vez en cuando se escapa una lágrima tranquila, una brizna de rencor y otro madrazo para los asesinos.

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