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ADOLFO PACHECO | Un Rey Midas.

por Redacción BL
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ADOLFO PACHECO | Un Rey Midas.


El Carnaval es mucho más antiguo que Barranquilla. Gran parte de sus expresiones provienen del viejo Bolívar Grande y de los Montes de María. Adolfo Pacheco Anillo fue un cantor de la razón más que de la picaresca de la fiesta carnestolendas, pero su paso glorioso por la música fue marcado por esta gran ciudad, donde pidió ser enterrado. Me puse a indagar cómo fue el último Carnaval sin la presencia del hijo del viejo Miguel.

Este Carnaval último transcurrido simétricamente, como sus harinosas canciones, entre su muerte y resurrección mediática, fue el primero en medio siglo, sin la presencia vital del juglar Pacheco Anillo, un distinguido profesor, que nos dio contundentes lecciones de gozo y sencillez, sin proponérselo.

Fue una especie de rey Momo, de rey Midas, que en medio de la violencia que azotó a Los Montes de María, se inventó una fiesta de colonias, el domingo de Carnaval, para llevarse una parte de su terruño a la tierra que les dio refugio, paz y tranquilidad.

Precisamente, por esa manía de poner siempre a Barranquilla en su agenda personal, murió en la carretera – como Eduardo Lora y Andrés Landero – cuando transitaba por ese tramo fatal. Iba a buscar unos gallos finos a Galapa y llevaba una tonelada de maíz en su camioneta gris para no presentarse con las manos vacías ante sus múltiples amigos.

Este último mes, que va entre el día del accidente, 19 de enero y el miércoles de ceniza, ya sin su presencia física, ha transcurrido lento, cumpliéndose al pie de la letra la profecía del viejo Miguel, en el que anunció el desplazamiento masivo, cincuenta años antes.

Los provincianos sabaneros montañeros prefiriendo siempre a Barranquilla, con la que tuvieron en el bus de Quito Jaspe, parqueado al lado del caño de la Ahuyama por muchos lustros, una embajada permanente en Curramba, que manejó la encomienda y la razón de boca, como el email de antaño. También fue un incansable buscador de una mujer. Si no la hallo en Cartagena de pronto la encuentro en Barranquilla.

Adolfo Pacheco, había estudiado en Cartagena de Indias y después intentó con Bogotá, pero ante la quiebra económica de su padre, regresa para quedarse en San Jacinto e intenta derribar las estatuas del conquistador español para hincar la de sus ídolos del folclore. Se le pega, literalmente a los músicos de su época, como Toño Fernández, de quien toma la picardía, Andrés Landero, quien adapta su obra y Luis Ramón Vargas, quien le pule los borradores musicales y es quien pasa la canción del “El Viejo Miguel” de paseo a Merengue.

La felicidad le dura poco en San Jacinto, que se ha convertido en un laboratorio de canciones, porque el viejo Miguel se va con dos de sus siete mujeres y diez hijos para Barranquilla, el 15 de abril de 1964.  Una quiebra económica en San Jacinto es una tragedia moral, entonces resuelve no sólo hacerle un himno a ese desplazamiento (El Viejo Miguel), sino que termina siguiendo sus pasos, porque al desplazamiento económico siguió el desplazamiento político (se vuelve pastelero), que lo llevó a pedir una tutela por la paz.

Una gélida madrugada, en San Jacinto, un par de hombres desconocidos se dieron trompadas frente a la iglesia, discutiendo por la canción, que ya era cantada en todas las parrandas , entonces Adolfo convida a Ramón Vargas para presentarla a su padre en Barranquilla, quien después de escucharla bien varias veces le la aprobación diciendo que era un poema. Adolfo, había salvado su pellejo.

Todos confluyen en Barranquilla, entre ellos, Luis Betancur Arrieta, quien se había instalado a sus 20 años en los alrededores del parque José Martí, en la calle 74, donde se hicieron las primeras parrandas el domingo de Carnaval. Lo mismo había hecho Alberto Lora Diago, el padre de Eduardo y Juan Carlos Lora, y muchos más. Barranquilla se iba a convertir en el refugio de todos.  Empezaron a romper el mito. A perder el miedo.

La situación de orden público se agravó en Los Montes de María comenzando los años ochenta, cuando Adolfo Pacheco vende sus tierras en San Jacinto y también le sigue los pasos al viejo Miguel.

Fueron unos quince mil los muertos, tres millones de desplazados, quince mil desaparecidos y miles de desarraigados, que terminaron conformando una zona de distensión en el Carnaval de Barranquilla. Allí confluían todos sin distingo de clase, colores o credos.

El baile de colonias, el domingo de Carnaval, comenzó simple. Inicialmente se iban a desayunar chicharrones con yuca donde Lucho Betancourt, después buscaron a Landero – que era bueno para esas cosas- y a los gaiteros y se prendió la fiesta. “La vaina se formó”.

Allí no sólo llegaban San Jacinteros, sino todos los pueblos sabaneros. A la par que se incrementa la violencia la necesidad de unirse era mayor, llegaban figuras públicas que ya no podían exponerse al aire libre, entonces se les ocurrió organizar un cerramiento, que casi hace colapsar la idea. Adolfo le había puesto un sello, prelación para los músicos de la sabana.

Adolfo Pacheco era el más feliz. La fiesta de colonias, espontánea, se convierte en uno de los eventos más originales del Carnaval. Pacheco, hasta se llevó sus gallos, colgó su hamaca grande, cocinó el mote de queso y sonaron las gaitas y los acordeones.

Inevitablemente, con el crecimiento, la fiesta se dividió y Luis Betancur murió, pero quedó el movimiento, liderado más tarde por los hermanos Lora.

Los hermanos Juan Carlos y Eduardo Lora, fieles seguidores del legado.

Sin ser un canta autor de la picaresca, pues su mensaje era una pintura a la razón de los vencidos, paso a paso Adolfo fue consolidando su amor a Barranquilla. El Festival Distrital de Música de Acordeón, que organiza Balmer Sajona, comenzando el siglo XXI, en el 2004  y después en 2018 se hace en homenaje a Adolfo Rafael Pacheco Anillo fortaleciendo la vida y la obra del trovador, que empieza a dictar cátedra con sus versos pulidos, convirtiéndose en un rey Midas.

Fue  durante un homenaje que el Ministerio de Cultura y la Alcaldía de San Jacinto, Bolívar, le hacen a cuarenta gestores culturales en 2019, donde a Adolfo lo traiciona la conciencia y habla de lo importante que fue Barranquilla en su vida. Al recibir el galardón, Adolfo cree que lo recibe en Barranquilla y se va en elogios con la capital del Atlántico, pero se da cuenta y al saber que no puede dar para atrás, reafirma ese amor. Allí ya estaba pidiendo que a su muerte lo sepultaran en Barranquilla, donde reposan el viejo Miguel y Mercedes Anillo, sus padres. Mercedes, que murió cuando el trovador tenía ocho años, en San Jacinto, fue sepultada en la tierra de la hamaca, pero después sus restos fueron llevados a la capital de Atlántico.

Adolfo siempre fue híper activo. Siempre estaba inventando cosas. Murió cuando preparaba sus gallos para llevarlos a la feria de Sincelejo y la Universidad Simón Bolívar iba a presentar su libro autobiográfico, “Adolfo Pacheco, por los caminos de la hamaca grande”.

Un viaje a Sincelejo y las crónicas del recuerdo.

Viery Hamburger no cambia a Barranquilla ni por un imperio, aunque nació en San Jacinto, Bolívar. Ella, que vive aquí desde sus estudios, dice que en Curramba hay de todo, que allí venden hasta lo inmaginable.

Afianzada en esa premisa, Ladis Matilde Anillo, dignísima esposa de Adolfo Pacheco Anillo, fue la primera en protestar cuando su marido le informó que al siguiente día viajaría a Sincelejo, Sucre, ubicado a cinco horas de Barranquilla, a comprarle la culata a un trajinado campero Truper Chevrolet  blanco, que ya estaba sacando la mano y que le había quedado en medio de las cosas que le hizo vender la guerra.

Ladis, acostumbrada a las perrerías de Adolfo, puso en duda las verdaderas intenciones de su esposo, cuando le confesó que además iba aprovechar el viaje para llevarle un paquete de los CD que acababa de grabar con el rey vallenato Julio Rojas al periodista Pocho Hamburger.

– No tienes nada que ir a buscar a ese pueblo tan lejos y lleno de motos, aquí en Barranquilla se consigue de todo, le dijo Ladis, para disuadirlo el viaje.

Pero Adolfo ya tenía su plan bien concebido. Invitó para que lo acompañara a Luis Anillo Villalba, su querido primo, que también estaba refugiado en Barranquilla.

La idea era salir bien madrugados de Barranquilla para desayunar una chicharronada, café con leche  y yuca blanca mona en San Jacinto donde Pachin y convidar a José Luis Pulgar para que condujera hasta Sincelejo. Pulgar, quien goza de un saludo en el tema “el hombre del espejo”, era yerno de Luis Anillo Villalba, así que irían en familia.

Adolfo Pacheco no usaba Bermudas de marca. Le gustaba que Ladis le cortara los pantalones viejos para estar en casa. Le gustaba vestir sencillo y en pantuflas, más poncho y desde algún tiempo boinas volcheviquianas. Cuando se accidentó el pasado 19 de enero, llevaba puesto un pantalón recortado.

Aquella vez Adolfo fue impuntual con sus amigos, porque se los cogió el día, lo que fue motivo de chanzas durante todo el trayecto. Que se estaba poniendo viejo, que ya no era el mismo de antes, que lo uno, que lo otro. Adolfo Pacheco iba muy callado y por alguna razón pensaba que podría quedarse impotente.

Llegaron a San Jacinto cuando ya los chicharrones, la yuca blanca mona y el café con leche estaban fríos. Comieron en silencio, recogieron a José Luis Pulgar Barone y emprendieron viaje para Sincelejo, donde yo los estaba esperando, para la época  era el presidente de la colonia de San Jacinto en esa ciudad.

A las once de la mañana los recogí en la calle de Las comunicaciones, donde quedan todas las ventas de auto partes, pero no hallaron lo que buscaban. Ya era casi la hora de almuerzo. Ladis, tenía razón. Conociendo que dos de las cosas que más le gustaban al maestro Adolfo Pacheco eran hablar y comer, me los llevé a la llanera la 21, de don Lucho Jaraba, en la  calle La Pajuela.

Apenas estaba jaboneando el mote de queso cuando llegamos a la llanera, se sentaron y pidieron cerveza fría pa la caló. Adolfo, sin sentarse, salió presuroso al baño, pero demoró más de lo esperado, mientras sus amigos seguían comentando su retraso de la mañana.

Al rato Adolfo Pacheco salió del baño con una sonrisa de felicidad y enseguida confesó que estaba sanita, mirándose abajo. ¿Qué era la que estaba sanita? Nada más que la pendejera, mostró su bragueta y señaló. Se sentó, le metió el dedo gordo al pico de la botella de cerveza, la hizo sonar y brindó por la salud de todos.

– Ahora si les voy a decir la verdad de mi retraso esta mañana, dijo. Y relató que al levantarse fue al baño y cuando quiso cerrar la corredera de su pantalón la cremallera le pellizcó la punta del pene. Aquello era un dolor muy macho. Empezó a forcejear con la cosa. Se sentó en el inodoro. Era una labor muy dolorosa, porque los dientes de la corredera estaban hinchados en su propia carne, en una parte muy sensible, como si se estuviera haciendo la circuncisión a la brava y sin anestesia. A esa hora no se atrevía a llamar a Ladis porque le daba pena y porque decía que ella era muy recatada, “casi santa”.

Después de forcejear solitario en aquella íntima maniobra, logró desenganchar al hombre aquél que le había salido tan bueno, pero estaba sangrando. Adolfo Pacheco temía lo peor, por eso no le reveló el motivo de su retraso a sus compañeros, en todo el viaje.

Por eso, al revisarla en Sincelejo y comprobar que estaba sanita, levantó la cerveza, brindó por todos los mochuelos cantores de los Montes de María y se dispuso a recibir el almuerzo. Hablar y comer, eran dos de las cosas que más le gustaban.

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