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A una boca

Delirium tremens

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

1999. Un frío pertinaz. Una tarde gris. Plomiza. Como esas postales de invierno en las que todo parece yerto, pero uno sabe que alguien está muriéndose de avideces entre unos brazos. O unas piernas, que son los brazos de la pasión disoluta. La Feria Internacional del Libro de Bogotá a punto de terminar. Un evento que no prometía mucho, la última parada. Un descanso. Una exhalación. Graciela Montes, una escritora argentina, hablaría sobre la palabra y la formación docente. No era gran cosa, pero afuera Corferias era un congelador. Y la primera frase fue un candelazo. Un escupitajo ardiente y delicioso.

Una frase de esas que la memoria no puede resistir: “Húmeda, carnosa, rosada, erizada de pezones diminutos, a la vez recóndita y audaz, la lengua es una avanzada del cuerpo sobre el mundo”. Y cerró ese primer párrafo memorable con otro latigazo violento y apasionado: “Hecha para saborear, lamer y deglutir, intensamente ligada a la materia, parece recordarnos siempre nuestra animalidad y nuestros sentidos”.

No voy a referir la formación docente, ni más faltaba. Sería indecente no rendir un homenaje a semejantes definicionessobre la sin huesos y los profes que se lamban. Un sencillo cumplido a la condensación maravillosa que tiene todo lo que se dice con palabras escritas. Y se lee con la lengua y con la boca, con la voz y la cadencia. Mientras los auditorios embelesados imaginan sus propias representaciones o recuerdan obscenidades. Eso dice The Economist pasa después de los primeros quince minutos de cualquier conferencia. O texto. Decir algo más sobre la lengua es infame. Irrespetuoso. Pero ella hace parte de la boca y éstaes sublime y procaz. Besa y ofende. Lame y escupe. Muerde y acaricia. Es dientes y labios. Es carne y aliento. La boca es sonrisa y enojo, tanto como la lengua es pasión o veneno. Una boca hermosa invita al deleite y debe ser besada con la delicadeza de una caricia que solo procuran otros labios. No como esos besos de película mejicana que puede destrozar un bigote y acabar con una ortodoncia. No. Un beso es una cita con una de las más excitantes zonas erógenas cuya caprichosa florescencia es el comienzo y el final de todo.

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La boca entreabierta de una mujer dice más que sus ojos cerrados. Y su humedad, reseca más que un corazón afligido. De sus comisuras que no quede nada, que se extienda como las fauces de una constrictor en acción de otros menesteres. Porque en cada esquina de una boca hermosa, hay una curva más peligrosa que la anterior. Es increíble que una línea tan delgada pueda estrechar tanto un sentimiento y que una boca loca pueda enderezarlo todo. Todo. Más que una grotesca carcajada, una sonrisa insinuada es una boca llena de boquitas que se adelanta al acontecimiento excepcional y trágico de sabernos engullidos por ese sin nombre que obsesiona un hombre por una mujer. Sí, yo sé que es un bolero. Pero no quería decir amor. No quiero. La boca es homenaje y conmiseración. No hay piedad ni clemencia cuando el desenfreno llega para hacer de una boca un torbellino que termina en huracán. Esa ley de la compensación que vuelve uno todos los extremos. Que funde el arriba y el abajo y confunde los labios al besar. El antes y el después. El ayer y el ahora. Nada se toca más sutil que una boca y nada tampoco puede pervertir más que una loca.

Y la dueña de la que refiero es una flaca. Escuálida. Como invertebrada. Pareciera que nada en ella sobresale, pero toda ella es armonía. Es un atado de huesos que no necesita pulpa, porque toda ella es carne trémula. No necesita senos porque tiene pecho. Ni corazón, porque donde la punzan la hieren. Ni caderas porque tiene compás. Ni cintura porque un tatuaje al lado del ombligo la concentra. Y me desconcentra. Tiene el cabello desordenado, como su mente, como su vida, como su boca loca que en cada puchero es más bella. No tiene voluptuosidad, porque no la necesita. Es lo que es. Dice lo que dice. Hace lo que hace. Es sabrosa como esos majares que no requieren apariencia. Es toda sensualidad y erotismo. Chispea los ojos de cuando en cuando. De vez en cuando. Los enciende y los apaga en un instante. No es un tic, es un pícaro llamado. Un cambio de luces para advertir su peligro. Los regala apenas por momentos, para que su lindo mirar no opaque el protagonismo de sus labios. Y cuando lloran esos ojos, no hay un término que pueda describirlos. Tal vez solo lo sepan sus pestañas. Son pispas como ella. En varias noches el pájaro del sueño no ha podido dormir en el nido de sus pupilas. Ha llorado. Ha sufrido. Pero sobre todo ha gozado.

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De esa nariz algo extraña, sus derivaciones. Sus accidentes. La articulación con su sonrisa. Y la idea de que sus aromasson innatos. Nada que pueda superar perfume alguno. De esas orejas que lo han oído todo, acaso se salven dos o tres susurros. Y esa pulsión tan femenina de atrincherar ahí sus cabellos. De unos pómulos que apenas son antesala de los coquetos hoyuelos de sus mejillas, un pálido cadavérico que con una breve ruborizada se tornan rosados y sensitivos. De su barbilla partida, como un durazno tierno, una pequeña cicatriz que parece el guion que antecede un diálogo. Ríe mucho. Habla poco, en serio claro. Es su fachada. Su máscara. Tantos dichos como hechos. Tantas risas como juegos con sus cabellos que alborota y bambolea cuando se burla de la vida. Pero cuando decide ser trascendental es una delicada fiera. Y un par de lunares que solo son los puntos seguidos en el párrafo de su lindeza. Y varios puntos finales en un cuarto de siglo.

No puede pasar inadvertida. Su extroversión es una caja de resonancia de todos los silencios que guarda. Podría decir que habla más con las manos que con la boca. Son grandes y expresivas, quizá lo único rollizo que tiene, como si no le pertenecieran a sus brazos largos y huesudos, donde asoman unas venitas vanidosas por donde fluye un torrente no de sangre sino de ímpetu y fogosidad. La envidia también es flaca, porque muerde sin comer. Pero ella es un armatoste de clavículas prominentes que no esconde su apetito. Dueña de una cadera siempre expuesta que cual mariposa presume de su belleza y de su fragilidad. De sus crestas ilíacas y por supuesto de las memorables batallas en el monte de Venus. Es alta y no debió elevarse mucho para poner sus labios en mis cicatrices y volver invisibles mis recuerdos. Es bueno no agacharse tanto y menos arrodillarse. Suspendió el pasado para volverse presente y otra vez pasado. Rinde homenaje a la estatura moral. No es una boca y menos una lengua, es una mujer total, una loca, pero su piel también se eriza de pezones diminutos porque cuando toca toca.

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