Amigos y familia después del Coronavirus: recomendaciones para retomar las relaciones sociales – Vida

Saludar con un beso, con un apretón de manos, un abrazo. Sentarse a cenar en un restaurante con amigos, los brazos rozándose sobre la mesa sin problema. La cercanía inevitable en un bus, en una sala de espera, en la fila del supermercado. Todo eso hoy suena lejano. A pasado. ¿Por cuánto tiempo seguirá así? ¿Cómo serán los días cuando todos volvamos a las calles y debamos mantener con los demás los dos metros de distancia que recomiendan los expertos? Hace poco el médico Sergio Romagnani, reconocido inmunólogo italiano, dijo en una entrevista con el diario El Confidencial que “en definitiva, la vida a partir de ahora será mucho más complicada y mucho menos bella”.

Mucho menos bella. Esas tres palabras –lo que representan– quedan sonando, desesperanzadoras. Y puede que sean ciertas. O no. Pero sí será una vida diferente. Entre las pocas certezas que hasta ahora los científicos tienen sobre el tema, está la siguiente: el nuevo virus llegó y va a quedarse con nosotros. No se trata de algo que, luego de pasar como un huracán creando caos, vaya a desaparecer. Tendremos que convivir con él. Así que incluso cuando el mundo llegue a una suerte de normalidad –que en todo caso no será como la de antes–, muchos gestos cotidianos habrán adquirido un significado diferente.

La forma como hacíamos muchas cosas cambiará a corto plazo. La manera de relacionarnos con los demás, con el entorno. “Como individuos, cada persona jugará a la ruleta rusa cada minuto de cada día: ¿Me subo a este autobús lleno de gente para ir a trabajar o no? ¿Qué pasa si tomo el metro y la persona que está a mi lado no está usando guantes y mascarilla? ¿Y si estornudan? ¿Entro en el ascensor de la oficina si hay otra persona? ¿Me detengo para tomar una copa en este bar donde las sillas están separadas, o en ese otro atiborrado que eligieron mis amigos? ¿Dejo entrar al fontanero? ¿Voy al médico a revisar ese bulto extraño o no?”, planteaba el escritor Thomas Friedman en su columna del New York Times´´.

Preguntas, dudas, sospechas. Miedo. Desconfianza frente al otro, sea el mensajero que trae un correo o el que está sentado al lado durante un viaje en el bus. Esa será una reacción frecuente en los días que vienen. Hasta hace muy poco –y hablamos de solo dos meses atrás– dejar a alguien con la mano extendida era entendido como una señal de descortesía. Ahora será visto diferente. Según una investigación de Sheryl Hamilton, de la Universidad de Carleton, en Ottawa, realizada con el antropólogo Neil Gerlach, estamos entrando en lo que llama una “cultura pandémica”, que va a modificar la forma como interactuamos con los demás y con el mundo exterior.

La conciencia de enfermedad –más presente hoy en general– va a provocar cambios acelerados en los rituales sociales y en la manera como percibimos y manejamos la “burbuja de nuestro espacio corporal”. Para Hamilton, es posible que varios de estos cambios permanezcan incluso cuando lo peor de la pandemia haya pasado. Algo que podría traer riesgos, dijo en una entrevista con Wired: «Es peligroso cuando no se tienen rituales de contacto social mediante los cuales la gente se mezcla, las familias entran en contacto, los grupos se reúnen. Una cultura pierde mucho cuando pierde ese tipo de cosas y no las reemplaza por otras».

Es peligroso cuando no se tienen rituales de contacto social mediante los cuales la gente se mezcla, las familias entran en contacto, los grupos se reúnen

Estas modificaciones no serán sencillas, sobre todo en una sociedad como la nuestra, habituada al contacto. Algo menos traumático pueden vivir culturas en las que un saludo de beso o los abrazos no sean tan frecuentes. “Necesariamente, las señales de contacto y reconocimiento van a ser otras –dice el psiquiatra y psicoanalista Fabio Eslava–. La distancia, el no tocarse serán medidas de protección y después serán de cortesía. En las culturas, todas las costumbres de protección tuvieron primero un valor de supervivencia. Pero no va a ser fácil abandonar prácticas de otros siglos. Me parece que será algo lento”.

Y que además puede dejar huella. La ausencia de este contacto, dice Eslava, puede llevar a muchos a sentirse en duelo. Cada quien lo afrontará según su propia capacidad de tolerar la frustración, aunque en ninguno será indiferente.

“Es una cosa trágica. Los humanos somos seres necesitados de afecto. De contacto físico, por supuesto. Y que eso que hemos necesitado siempre se vuelva nuestro enemigo es muy complejo de pensar –dice la psicoanalista Lucía Restrepo–. La salud se convierte en el único bien que se tiene. Pero, al mismo tiempo, si no trabajas te puedes morir de hambre. Estas complejidades psíquicas hacen que uno esté todo el tiempo exigido. En permanente ansiedad”.

Una ansiedad cuyo caldo de cultivo está también en el hecho de que en este momento todo es pregunta. Incertidumbre. ¿Cuánto tiempo más estaremos confinados? ¿Cuánto tardaremos en poder volver a reunirnos y abrazar a nuestra familia, a nuestros amigos? ¿Cuándo encontrarán el tratamiento preciso? ¿Mantendremos nuestros trabajos? ¿Cuándo vendrá la vacuna que detenga el virus? Las preguntas pueden seguir, infinitas. En una entrevista reciente con el diario alemán Kölner Stadt-Anzeiger, el filósofo Jürgen Habermas describió así este momento:

Una cosa se puede decir: nunca habíamos tenido tanto conocimiento sobre nuestra ignorancia, ni sobre la presión de actuar en medio de la inseguridad

Aunque sea parte natural de la vida, la incertidumbre es difícil de cargar. No es sencillo vivir día a día sin certezas. De hecho, la psicoanalista Restrepo afirma que tolerar la incertidumbre es una de las grandes adquisiciones psíquicas en un ser humano. Ahora la tenemos que ver de frente. Constante. Y eso puede desencadenar todo tipo de reacciones. No se trata solo de sentir temor por lo que está afuera, por el extraño “que puede contaminar”. Sino de cómo vivimos las relaciones familiares.

“La variación es enorme respecto a lo que va a suceder, a lo que está sucediendo –agrega Restrepo–. Una relación familiar en espacios reducidos, con un estrés muy alto, puede empeorar enormemente. En otros casos quizás puede llevar a que las personas hablen, a que los padres pasen más tiempo con sus hijos, a que los que están solos tengan más introspección y se pregunten cosas sobre ellos mismos que en otros momentos no se preguntarían”. Todo este abanico es posible, y con seguridad estos tiempos se están asumiendo de diferentes maneras. Muchas de ellas positivas. Se ha despertado la solidaridad y el tenernos más en cuenta unos a otros. Pero también hay cifras que alarman: una investigación de Michelle Alvarado y Daniel Mejía, de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, publicada por EL TIEMPO, mostró que las llamadas a la Línea Púrpura Distrital para reportar presuntos casos de violencia intrafamiliar han aumentado en cerca de 211 por ciento durante la cuarentena.

“Es claro que una situación como esta muestra las fisuras emocionales con más claridad –explica la psicoanalista–. Estamos viviendo algo para lo cual la humanidad no estaba preparada. Nadie lo estaba. Ni los jóvenes ni los viejos. Esto nos llegó y nos zarandeó a todos. Esa es la realidad”. Y no sabemos hasta cuándo lo sea. Por eso resulta tan importante estar preparados para aceptar los cambios y adaptarse al hecho de tener que vivir de forma diferente. Vendrán momentos en que podamos salir a las calles, volverán otros en los que regresaremos al confinamiento. Así –con la estrategia de acordeón, como la llaman los expertos epidemiólogos– parece que estaremos un buen tiempo y tendremos que acomodarnos.

Es posible que durante ese periodo –con dos metros de distancia frente a lo desconocido– no sea sencillo crear relaciones nuevas profundas, pero sí permanecer presentes en las cercanas. También puede ser el momento para recuperar una relación que por cuenta de la vida acelerada muchas veces está refundida: la relación con uno mismo.

“Las crisis siempre dejan ver dos lados de una moneda: muestra las complicaciones en personas muy vulnerables, pero también permiten que haya espacio para otros pensamientos, para hacerse cuestionamientos sobre sí mismo, sobre el trabajo, la vida, las relaciones afectivas”, dice Restrepo. Puede ser la ocasión, ahora que la vida parece haber reducido un poco su velocidad. El físico y escritor Alan Lightman, autor de Los sueños de Einstein, decía en un texto para The Atlantic: “En algún momento el coronavirus pasará, o al menos se alejará entre la bruma de otros virus y dolencias. (…) Durante años intentaremos reconstruir el mundo roto. Pero quizás el estilo de vida más lento en estos meses pueda ayudar a reconstruir las piezas. Y quizás una forma más contemplativa y deliberada de vivir pueda llegar a ser permanente”. Deliberada, explica Lightman en su texto, usando el lenguaje de Henry David Thoreau, “y esto requiere un cambio duradero de estilo de vida y de hábitos”.

En un mundo que se había acostumbrado a buscar certidumbres, hoy existen muchas más preguntas que respuestas. Y eso no tiene por qué estar mal. “Hay otro duelo por hacerse: el de reconocer que se nos acabó la omnipotencia –dice Eslava–. Que no somos tan poderosos como nos imaginábamos”. Vendrán cosas diferentes. En nuestras relaciones cotidianas tendremos que buscar –por lo menos por un tiempo, que de nuevo nadie sabe cuánto será– gestos que reemplacen los que nos han acompañado durante siglos. Con una frase que recordaba a Charles Dickens, la escritora Margaret Atwood terminó un artículo en la pasada edición de la revista Time: “Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos. La forma como lo experimentes dependerá, en parte, de ti”. No parece haber mejor manera de condensar este momento.

MARÍA PAULINA ORTIZ
Editora de Lecturas

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