Daniel Quintero, el misterioso alcalde de Medellín – ENTREVISTA BOCAS – Cultura


Es la historia de un hombre que vive dentro de sí mismo, pero preocupado por que los demás puedan vivir bien. Un oxímoron: tímido triunfador de la plaza pública.

El misterioso esposo de Diana Marcela. El misterioso padre de Aleia y de Maia, de uno y tres años. El misterioso señor Q. Aquel que para no barrer en casa compró una máquina que lo hace automáticamente: “¡Porque amo los robots y soy bueno resolviendo problemas!”. Y que no está dispuesto a que barran debajo de la alfombra los pecados de Hidroituango.

Daniel Quintero, a quien los columnistas han llamado “el indescifrable”, “el tirano alternativo” y “el equilibrista”. Con catalejo, se le observa desde varias esquinas. Algunos quisieran hacerle la disección visual usando microscopio, pero él parece orbitar a distancias astronómicas.

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El hombre que le aguó el ojo a Yamid Amat. El vendedor de postres que, a la postre, y con nutrida votación, se convirtió en el alcalde más joven de Medellín. “Atentó” contra Uribe, consiguió esposa mientras combatía con cólicos, presintió la muerte de su mamá y habla con un Dios que le contesta.

Comencemos por el principio de las cosas. De las cosas y de los seres humanos: los ensambladores de robots y las mamás.

La mía me enseñó a soñar, a imaginar, a pensar que se podía llegar a mundos diferentes. A los seis años quería estudiar cibernética en Harvard, y he logrado cosas de ese estilo porque ella nunca me dijo que no.

Fue por una serie, La pequeña maravilla (en la que un científico desarrollaba un robot con forma de niña de diez años, Vicky). Quise aprender a hacer robots y mi mamá se puso a buscar dónde. Harvard era el sitio clave. Terminé estudiando electrónica y haciendo robots, y a Harvard llegué, pero por asuntos de política.

Hice todo lo que había que hacer para no ser alcalde: apoyé la paz y lideré el ‘sí’ en la ciudad, estuve en el gobierno de Santos, voté por Petro y enfrenté los asuntos de Hidroituango

Un submarino que se movía en función de tomar decisiones frente a obstáculos y otros robots que eran capaces de superar laberintos y encontrar la salida. Todo partió de lo que animaba mi mamá: tener algo en la cabeza, ejecutarlo y verlo funcionar. De ahí me nació el gusto por la programación, que es como pensar en robots desde el plano digital. A los doce años ya estaba programando, resolviendo problemas.

Si la primera revolución industrial suponía reemplazar la fuerza física de animales y personas por máquinas, hoy la inteligencia artificial pretende sustituir ciertas capacidades cognitivas humanas y, más que automatizarlas, volverlas digitales. Estando en el Viceministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones creé el Viceministerio de Economía Digital, para que Colombia empezara a enfrentar esos retos. Muchos empleos van a estar en riesgo. Un puesto se puede perder en Colombia porque se desarrolló una nueva máquina en China. De ahí, de no quedarnos atrás, viene la idea de pensar en Medellín como el Valle del Software.

Terminé muy joven el colegio, a los catorce años, pero no pudo verme ni graduado; murió meses antes de que me entregaran el cartón en el Instituto Metropolitano de Educación (IME). A los doce me había aburrido del colegio, que sentía como generador de un efecto congelador: en lugar de estar disparándome las ideas, me las enfriaba. No eran años sencillos en Medellín. Estudiaba en un colegio público y a un compañero intentaron matarlo en el salón; varias veces nos tuvimos que quedar encerrados en clase, porque alguien rondaba para hacerle daño a un niño. Lo que se vivía en la ciudad, se vivía en los colegios. Le pedí a mi mamá que me dejara retirarme y ponerme a leer libros. Llegamos a un acuerdo: retiro, pero con validación del bachillerato. Así lo hice en el IME. Fue duro. Casi no me aceptan, porque todos mis compañeros eran de veintitantos años.

Bueno para concentrarme y resolver problemas. Recuerdo que en primero de primaria nos pidieron el resumen de un fascículo de historia de Colombia que venía en la prensa. No sabía qué significaba resumen, así que pasé al frente y empecé a recitar el fascículo de memoria.

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Estuve un año colándome en la universidad y tomando clases sin pagar. Lo hice porque mi mamá decía que nunca renunciara a estudiar

A los 39 años tuvo un inesperado ataque cardiorrespiratorio. Me levanté un día con una sensación extraña de que algo no iba bien. Fui a su habitación y, como digo, por alguna razón sabía que ella ya no estaba con nosotros. Lo primero que hice fue tocarla, para saber si seguía caliente. Estaba fría. Desperté a Juan David y a Miguel, mis hermanos, y a la prima Ana María, que vivía con nosotros, y les di la noticia.

Mi mamá se casó a escondidas con él. Ella venía de una familia tradicional de Medellín, hija de un empresario que cotizaba en bolsa, y terminó junto a un hombre muy humilde, y todavía lo es, que vivía en una zona al lado de la carrilera de un municipio cercano, La Estrella.

Nunca tuve muy clara esa parte. No sé si se conocieron haciendo un curso o en una fiesta. Lo cierto es que el matrimonio no funcionó: un año después de que nació mi hermano menor se separaron y tuvimos vidas aparte. Él compra y vende carros. Se casó de nuevo y tiene un hijo, Diego Alejandro, que es mi hermanito menor. Viven aquí, en Medellín. Mi papá es un tipo humilde y de gran corazón.

Sí, pero ha vivido las duras y las maduras, porque hice todo lo que había que hacer para no ser alcalde: apoyé la paz y lideré el “sí” en la ciudad, estuve en el gobierno de Santos, voté por Petro y enfrenté los asuntos de Hidroituango. Esas tensiones enormes las ha resentido él y toda mi familia.

Sí, ¡todo el tiempo! Mi tío Mauricio, que me dice: “Hombre, Daniel, ¿cómo vas a votar por Petro?, ¿cómo vas a hacer esto?, ¿cómo tal cosa y la otra?”. Pero mi familia ha aprendido a tenerme confianza, así como quienes me rodean. Un amigo era muy receloso y se unió a mi equipo con este argumento: “No he conocido a alguien que, como usted, haya dado tantas vueltas para siempre caer parado”.

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Quintero creció en el barrio Tricentenario,un barrio popular de Medellín, y se graduó de la Universidad de Antioquia.

Foto:

Sebastián Quintero

Estuve un año colándome en la universidad y tomando clases sin pagar. Lo hice porque mi mamá decía que nunca renunciara a estudiar

Los padres hacen de todo para que uno no se entere lo dura que es la vida, lo complicado que es tener para el mercado y los servicios. Después de la muerte de mi mamá, las cosas se pusieron difíciles. Mi hermano tuvo que dejar los estudios y vender, primero libros y luego unos productos de multinivel. Había hambre, vivíamos una Medellín con pocas posibilidades de trabajo. Estudiaba ingeniería química, porque en ese tiempo no había electrónica en la Universidad Nacional, y terminé dejándola. Decidí presentarme a la Universidad de Antioquia, gracias a que en el último minuto conseguí la plata del formulario. Pasé el examen, pero cuando llegó el valor de la matrícula simplemente no tenía con qué pagarlo.

No, aún no. Estuve un año colándome en la universidad y tomando clases sin pagar. Lo hice porque mi mamá decía que nunca renunciara a estudiar.

Jamás un compañero me dijo que no podía estar en el grupo, nunca un profesor me dijo “¡sálgase!”. Por el contrario: en el último renglón de la lista de asistencia ponían, a mano, mi

nombre. Me llevaban notas y todo. Descubrí la razón real por la que un niño no puede estudiar: insolidaridad. El reto es impregnar de solidaridad a las instituciones y a la sociedad. Con esa idea de la solidaridad es que nace mi rollo político.

Pasa un año, incluso con una especie de periodo de paro de por medio en la universidad, e intento presentarme. Voy a una ventanita gris con la idea de pedir algún tipo de ayuda o rebaja en la matrícula. La señora que atiende me reconoce y dice “¡ah!, vas para el nuevo semestre”. Le digo que no, le cuento mi historia. Y me paga la matrícula de su propio bolsillo.

Me hizo prometer que no revelaría su nombre. Siempre ha querido el anonimato. Ahí es cuando me pongo a trabajar y gracias a ese trabajo, y a mis notas, me becaron y pude graduarme en ingeniería electrónica.

Postres. Una señora me regaló el plante para comprar ingredientes y me enseñó a hacerlos. Me iba por El Hueco, una especie de San Victorino en Medellín, en el centro, y también vendía en las universidades.

El más rico era el de piña con coco y crema de leche. Todavía lo hago en casa.

Fui mensajero de una empresa bananera. Me mandaban a hacer las vueltas con plata para los pasajes, pero me iba caminando para ahorrar.

Berraquera. A no rendirme. A saber y entender cómo vive la mayoría de la gente. Era tímido, incluso medio autista, poco sociable, y la calle me ayudó a superar esas cosas. Hoy, a mí me muestran que saqué 305.000 votos y me resulta increíble. ¡Y aprendí a vender! Venderle a alguien la idea de que un postre es delicioso y hay que comprarlo es aprender a venderle ideas a la gente. Me gustan los buses, me gustan los barrios, me gusta la calle.

Todos tenemos que aprenderle a él la capacidad de afrontar dificultades con una tranquilidad y una tolerancia increíbles. Si hubiera ido a la consulta, hoy sería presidente.

Si le contesto, con esta entrevista me abren investigación.

¡Usted estuvo hablando con mi esposa!

Cierto.

En el Tricentenario, el barrio donde crecí. Ella visitaba a una prima y, cuando la vi, me prometí que iba a ser la mujer de mi vida. Con dificultades fuimos novios, en esos noviazgos simbólicos, de cogida de mano. Luego, amigos mucho tiempo. Diez años después me la encontré, alrededor de la actividad de una empresa que tenía y otra de ella, que siempre ha sido una emprendedora. No pasó mayor cosa. Me fui a hacer un MBA en Boston University y cursos de finanzas públicas en Harvard. Me ennovié y casi me caso con una gringa, y ella se iba a casar con un canadiense. Pero, en el fondo, seguía pensando que Diana debía ser mi esposa. Al volver, había desaparecido el canadiense y volvimos a salir. Ella quería irse a estudiar al exterior y es cuando la invito a Perú.

Sí, le compré anillo y todo. Lo llevaba en el bolsillo y me dio un ataque de estrés. Cada dos minutos metía la mano a ver si todavía estaba, si no se había perdido. Eso, sumado a pensar que me dijera que no, me dañó hasta el estómago.

Claro. Me inventé un ritual en el que uno, en cada sitio que visitaba, debía guardar una piedra. Empezamos en Machu Picchu, luego en el lado peruano del lago Titicaca y así hasta llegar a la cima de una montaña sagrada. Le dije que había que sacar las piedritas y, por cada una, pedir un deseo. Por la familia, por los estudios, por la salud… y saqué, como si fuera una piedra, el anillo y le dije que mi deseo era casarme con ella. Apenas me lo recibió, y dijo que sí, me alivié de inmediato.

Era tan evidente que iban a matarme, que me tocó parar la campaña. No me iban a dejar llegar. La campaña más oscura y sucia que se haya hecho en este país se hizo en Medellín contra mí

He tenido momentos de incertidumbre. La última vez que pasé por una crisis, se me vino a la cabeza la imagen de un niño de origen popular parado frente a una ventanita gris, tratando de salir adelante. Entendí que dejar la política sería algo inmoral. Si pudiendo no hago nada, soy el que estaría dejando a ese niño sin oportunidades. Y me lancé a la Alcaldía.

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Guardo tremenda admiración por él. No voté por Santos en la primera elección (lo hice por Mockus), pero reconozco que Santos no dejó pasar la oportunidad de salvar vidas, de cambiarnos el rumbo. Mi abuelo me decía de chiquito: “Cuando no tengamos guerrillas y no resolvamos los problemas a la brava, a Colombia no la para nadie”. Santos lo entendió. No había un camino real que permitiera acabar con la guerrilla antes de veinte años, a menos que se diera un proceso de negociación. Santos eligió esa senda, a sabiendas de que tendría un costo enorme. Cuando alguien inicia un proceso de negociación, su popularidad queda al mismo nivel de aquellos con quienes negocia. Santos aún paga ese precio y eso es lo que hacen los líderes: creer en algo y avanzar, sin importar el precio. Si ese alto costo es personal, es barato en la medida de lo que representa para una sociedad. Solo es líder quien toma decisiones impopulares.

Ahí, y en otros escenarios, he tomado decisiones nada populares, pero sabiendo que son las correctas. De hecho, con eso en mente, pensaba que no podría ser alcalde. No creí que fuera a ganar.

No. Siempre he dicho lo que voy a hacer y he hecho lo que digo que iba a hacer. Me sorprende que cierta parte de ese empresariado creyera que hacer lo correcto implicaba una ruptura con ellos. O estaríamos construyendo una sociedad sobre valores errados: el ocultamiento, el tapen-tapen, la arrogancia y la mentira. Muchos contradictores me habrían acompañado si desde el principio hubieran visto los documentos que estaban ocultos.

En campaña recibimos amenazas, lo que lamentablemente es medio normal en Colombia. Nunca las denuncié, para que no pensara la gente que era una estrategia electoral. Desde chiquito me enseñaron a no victimizarme. En la última semana, estaba cansado, caminaba veinte kilómetros diarios, y tenía una reunión arriba de La Milagrosa. Llegué en el carro, diez minutos antes, y parqueamos cerca del sitio para descansar. Entonces, la Policía me sacó a las carreras de la zona. Dijeron que unos tipos en moto habían llegado preguntando por mí. El siguiente evento era en La Floresta. Cogimos para allá cambiando la ruta. Antes de llegar, nos advirtieron que, de nuevo, había personas en moto buscándome. Más tarde me confirmaron que en una de las comunas habían estado contratando gente para asesinarme.

No sé. Evidentemente era un tema político, pero había tal apoyo popular, que no lograban conseguir sicario. Algunas de las personas a las que les ofrecieron dinero para asesinarme no solo dijeron que no, avisaron. Era tan evidente que iban a matarme que me tocó parar la campaña. No me iban a dejar llegar. La campaña más oscura y sucia que se haya hecho en este país se hizo en Medellín contra mí.

De chiquito hacía taekwondo, con el profesor Nelson en la Liga de Antioquia, pero no con la idea de ganar medallas. Meditábamos mucho, que es una herramienta que quiero implementar en los colegios. Concentración, respiración, entendimiento de las emociones. Se aprende que quien combate, si lo hace con rabia, ya perdió. Cuando terminábamos el enfrentamiento, nos sentábamos amablemente a tomar gaseosa. No sé odiar.

Una vez me subí a un avión y me tocó al lado Uribe. Me dijo: ‘Oiga, como que lo reconozco, ¿usted quién es?’. Le respondí: ‘Yo a usted le hice un atentado’

No tendría ningún problema. Me gustaría saber por qué lo hicieron, entender su motivación. Enseñar y aprender.

Fue cuando Uribe y Petro trataron de meterse en la campaña. Había muchos retos, muchos candidatos con voz. No podíamos dejar que nos politizaran la campaña. Los bloqueé y me comprometí a desbloquearlos cuando acabara la campaña. Cumplí mi palabra.

Ni del uno, ni del otro.

No tengo ni el número de teléfono de Petro. No me he encontrado con él desde los días de la campaña. Amigos no somos, pero tampoco enemigos.

De ninguna manera. Me opongo a las armas y por eso creamos la Secretaría de la No Violencia. Creo en las acciones simbólicas, como Gandhi. En ese sentido he hecho atentados, pero de paz.

Una vez me subí a un avión y me tocó al lado Uribe. Me dijo: “Oiga, como que lo reconozco, ¿usted quién es?”. Le respondí: “Yo a usted le hice un atentado”. ¡Casi que el esquema de seguridad entra en acción! Le expliqué que con Juan Carlos Upegui, nuestro actual secretario de la No Violencia, teníamos el célebre Partido del Tomate y hacíamos atentados de paz. Una vez cogimos docenas de banderitas blancas que decían “paz sin peros” y las plantamos en la sede del Centro Democrático.

Hablamos durante todo el viaje y, al llegar a nuestro destino, me dijo: “Este es el vuelo más largo que he tenido en toda mi vida”.

Con frecuencia. En cierta ocasión, teniendo mi empresa de software, me salió un contrato con uno de los clientes más grandes del país. Debía darle la capacidad de enviar miles de mensajes de texto. Calculé que tenía que multiplicar mi compañía para hacerlo. Me endeudé. Lo primero que me tocó hacer fue enviar en un día 400.000 mensajes. No pude. Un amigo que me había abierto las puertas de esa empresa me dijo que a él lo iban a echar y que a mí me demandarían. Me fui a una iglesia y le dije a Dios: “Hermano, ¡nos quebramos!”. Le estaba explicando a Dios lo de las deudas y mi situación, cuando sonó el teléfono. Era mi amigo diciéndome que milagrosamente me iban a dar otra oportunidad.

Cuando la cosa iba mal, cuando todo estaba perdido, sentí el mensaje de Dios que me decía: “Tranquilo, todo va a salir bien”.

Hubo un momento en que los médicos estimaban que mi hija no alcanzaba a llegar a la cirugía. No podían operar, porque tenía un virus en ese momento y debían completar los antibióticos. Finalmente, la cirugía fracasó y tomaron la decisión de volver a cortar y reconectar el hígado. Tampoco funcionó. Me dijeron que iban a cerrar, pues no había más alternativa. Mi esposa, que recién estaba despertando, me preguntó cómo había salido todo. Le dije que perfecto. Y lo hice porque, frente a todo pronóstico, sabía que iba a salir bien. Quince minutos después, nos confirmaron que las cosas mejoraban. Estoy convencido de que Dios salvó a mi hija.

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A nueve muchachos que estaban jugando fútbol en mi barrio los asesinaron. Como era muy chiquito, solo me sabía un camino de regreso a casa del colegio y, literalmente, pasaba por encima del lugar donde los mataron. No he podido olvidar el llanto de las mamás y de los papás. Cuántas vidas se habrían salvado si hubiéramos aprendido a contar hasta diez y respirar, si controláramos las emociones, si abandonáramos los estereotipos del más bravo y del más macho.

Hace treinta años nadie pensaba que la violencia era un asunto de política pública. Hoy, nadie lo discute. En Medellín tenemos una reducción del cuarenta por ciento en homicidios, pero somos los únicos en el país. En Colombia se acaba la violencia el día en que los papás y las mamás se levanten en sus barrios y digan, “aquí no se mata más”.

Cualquiera que envenene y acabe generaciones enteras, aprovechándose de sus necesidades, no puede haber sido un benefactor. Pienso, eso sí, que la sociedad suele evitar plantearse preguntas fundamentales. ¿Por qué, por ejemplo, Medellín fue la ciudad más violenta del mundo, con efectos aún no superados? Eso no es normal.

Porque Medellín fue, a su vez, la ciudad más desigual del mundo en ese tiempo. Niños y jóvenes que habían visto la desesperanza de sus padres, y que creían que ellos tampoco lograrían progresar, tener algo, se encontraron con un Pablo Escobar que les ofrecía cambiar su no futuro por 500.000 pesos. ¿Puede alguien así ser recordado como una persona buena?.

Somos independientes. No solo de la clase política, sino también de carteles empresariales. Sin embargo, todos los días nos inventan un jefe nuevo: Vargas, Pérez, Petro… y contando. Mi gobierno es mayoritariamente joven, la mitad conformado por mujeres; muchos llevan años acompañándome y otros se han ganado su espacio por mérito. La independencia no es una camisa de fuerza que te deje aislado, sino una mano abierta para escuchar a todos los sectores y buscar consensos fundados en principios. Luis Pérez ha sido alcalde y gobernador de Antioquia, y ha dado la misma batalla que yo por Hidroituango. Seguro por eso nos conectan.

Para nada. Me gustaría hacerle algunas preguntas, porque creo que se aceleró, que se equivocó. ¡Cómo puedo hablar de acabar con la violencia si no puedo encontrarme con alguien y superar diferencias!

Qué más, pues, hombre. ¿Cómo vas?.

Terminemos primero la Alcaldía. ¡A ver si me dejan terminar!

No me dejé comprar y por eso quieren revocarme. Nos tocará enfrentar nuevamente a políticos y contratistas asociados a lo que pasó en Hidroituango. Políticos y empresarios derrotados en las urnas, que quieren recuperar el poder a toda costa, van a mover cielo y tierra para intentarlo. Estaría más preocupado si me hubiera rendido ante ellos.

A mí me gusta el fútbol y me gusta Nacional, pero también me gusta el empresariado, y mucho. Los que no me gustan son los empresarios que mandan por encima de todo el mundo y por encima de las decisiones de la ciudadanía. Esa ciudadanía que me eligió para saber la verdad de lo que pasó en Hidroituango. Y la vamos a saber.

Gracias por leernos.
Nos gustaría recomendarle otra de nuestras entrevistas: Trump, Bolsonaro y Duque en la mira de Gallego y Rey)

POR: GUSTAVO GÓMEZ
FOTOS: SEBASTIÁN QUINTERO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 99. OCTUBRE – NOVIEMBRE 2020

Fuente de la Noticia

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