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De Cali a Bogotá en compañía de papá gobierno y mamá pandemia

Realismo trágico

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

La soledad se apodera de toda la carretera. Bueno, lo cierto es que no se ven muchos vehículos particulares, aunque las mulas avanzan con su temerario y costoso tendido de 22 llantas. A $1´400.000 cada una, éste cuesta lo que vale un buen carro de segunda o un pichirilo chino nuevo: 30 millones larguitos. No pueden darse el lujo de parar, ni el gobierno de detener el abastecimiento del país y los negocios de los dueños de la nación. Uno podría pensar que los tractomuleros estuvieron de plácemes sin pagar peajes, que les cuestan en promedio a $35. 000, aunque hay algunos como el de Mondoñedo que vale lo mismo que una tanqueada de un carro gama media $80.000. Pero con este papayazo se quedaron las empresas, que antes de la pandemia pagaban el flete a $135.000 por tonelada y ahora la pagan a $105.000. Es el precio de la modernidad y del atraso, porque una mole de estas se bebe 130 galones de diésel entre Buenaventura y Bogotá, que cuestan $1.105.000 y los $365.000 que pagaban en peajes fueron un alivio para el dueño de la carga y no para el ser humano que está al volante de una máquina demoledora.

Todos sabemos -incluidos los gobernantes claro- que en medio de esta situación el que paga es el último de la cadena o de la fila, el consumidor; o la base de la pirámide social, Juan Pueblo, aunque un par de lectores fachos me digan mamerto. La especulación está de fiesta y lo que se percibe en la vía es que la economía fluye sin problema alguno. Los furgones con frigorífico ruedan con toda la comida procesada que viaja kilómetros para llegar hasta su mesa. Se ven uno tras otro con sus refrigeradores encendidos para llevar congelados a su destino. Vale más llevar un yogurt desde la planta de producción hasta su nevera, que la bebida misma. Envase, publicidad, transporte, etc. E igual pasa con la cerveza y con la leche. ¡Qué desventura! Eso sin mencionar que se toma más leche con formol que cerveza con repollo, aunque los dos monopolios digan lo contrario. El ejemplo aplica para el queso, la mantequilla y en general todos los derivados. Pero debo pasar a otro párrafo.

Los camiones con ganado vacuno y porcino recorren más kilómetros que todos los lácteos juntos. Un poco menos los caribajitos que los de la cornamenta. Casi todas las ciudades tienen granjas porcícolas relativamente cerca, pero la carne de bovinos en pie en su mayoría llega desde la Colombia profunda. Es decir, cualquier zona rural que diste un par de horas de las carreteras principales. Los tráileres con pollos enjaulados y gallinas ponedoras que ya cumplieron su ciclo van rumbo a degüello dejando ese aroma a pluma cagada por toda la carretera. En suma, la comida viva se mueve como siempre y acaso más. Los camiones con huevos de todas las marcas y colores se ven más que venezolanos a la vera del camino. Camiones con plátano, yuca, cebollas y papas de todas las variedades, ruedan por la Panamericana junto con todo el mercado de plaza. Este lunes los campesinos estuvieron de fiesta celebrando su día y el de la leche, mientras se reanudó el ordeño de los peajes que volvieron a cobrarse y la cuarentena con 43 excepciones se madura como los aguacates, a punta de periódico.

Salir de Cali con las primeras luces del día es un asombroso deleite. En el Paso del Comercio las humeantes ventas ambulantes de tinto invitan un mañanero y las naranjas se exprimen casi como a los trabajadores formales: hasta el bagazo y para escupir sus pepas. Los tapabocas de todos los colores y formas cubren boca, nariz, frente, garganta y hasta muñecas, mientras el ciclista recreativo sopla el café hirviendo que lo convertirá en escarabajo planeador en la recta Cali-Palmira. La gente trota y también los panaderos. Eso dejan ver las vitrinas abastecidas de pandebono y buñuelos. El vendedor de frutas pela bananos, papayas y piñas con la misma destreza con la que las alcaldías cobran a sus usuarios los servicios incrementados por la fuerza del confinamiento o con la que la Dian despluma personas naturales. Y las empresas que venden Internet y telefonía llenándose y evadiendo las quejas porque cada vez se caen más que la imagen de este gobierno.

Los restaurantes y balnearios en Rozo están como el Coloso de Palmaseca: vacíos. Los trenes cañeros asustan más que de costumbre y los corteros bajados de un solo pacorazo de su trabajo, así como el partido de gobierno bajó a Frank Pearl de la presidencia de Asocaña, para no tener luego que bajarle la caña al gremio con las ayudas. Es torsión o extorción. No hay cámaras móviles en la vía, ni controles de velocidad, ni Policía de Carreteras, hasta Buga. Allí emerge como El Milagroso para detener al maléfico. El Parador Rojo cerrado y el de la gelatina más blanco que su producto insigne. Uno que otro necesitado arriesgándose a ganarse la vida. A la altura de Tuluá, Quebrada Nueva o Corozal los peajes y puentes son el espacio de los caminantes. De venezolanos e incluso nacionales que retozan y piden algo para comer. Algunos cuentan con triciclos o coches para bebés convertidos en vehículos de carga. Es mejor empujar que cargar y eso también lo saben los que mandan.

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En La Tebaida no brincan al acecho los muchachitos que indican el cruce al Parque del café o Panaca, lugares emblemáticos que fieles a los principios del capitalismo están compartiéndoles las penurias a sus trabajadores y dejando sus billeteras arrasadas. Las empresas pueden llevar años engordando sus cuentas, pero salen con sus totumas famélicas a pedir la misericordia de papá gobierno y mamá pandemia. Las masitas de choclo se asoman en vitrinas adornadas con potes de gel antibacterial y uno prefiere dejar las monedas de los vueltos, so pena de que le disparen con más alcohol. Los racimos de plátano penden como una espada de Damocles para compradores y vendedores temerosos del contagio. En Calarcá la sensación de 1 de enero impregna. Un letrero digital informa que se debe tomar la vía Alto de Letras. No hay un alma para preguntarle.

Comienza el ascenso al Alto de La Línea y como siempre la incertidumbre acompaña a los viajeros como la vieja y admirable reflexión de que por estas pendientes son lo que son los ciclistas colombianos. Se nota el avance en los trabajos sobre la vía y después de 70 años de propuesto pareciera que se verá la luz al final del túnel. La realidad nos frena. Tres horas quietos por el accidente de una tractomula en una curva del sector de Cansa perros. Nada nuevo. Motos van y vienen con tintos y mecato. Nadie habla con el vecino de la fila, pero todos compran y consumen. En el descenso a Cajamarca las recuas de mulas se cargan con arracacha y zanahoria. Es la despensa agrícola del país y sus sembrados rotan más que los funcionarios que vigilan los trabajos de la doble calzada. La tradicional tienda La Paloma está como la de la paz: sola. Y el pueblo está como el billar: vivo de carambola. Los lavaderos de mulas en acción y una que otra meretriz del camino de rebusque.

En la variante de Ibagué los venezolanos multiplicados. En el puente de los suicidios los muertos de hambre aprovechan los reductores de velocidad para pedir. El gesto con la mano derecha hacia la boca es la constante. En Gualanday ya se habilitó el nuevo puente y el pueblo de los quesillos se derretirá en breve. Se ve abajo, hundido, perdido, enterrado. En Melgar no hay rolos sofocados y el río Sumapaz parece más bravío y turbio que los escándalos del Ejército Nacional. El túnel de Boquerón medio vació y la Nariz del diablo sin tapabocas. Es que el putas en Colombia siempre hace lo que le da la puta gana. Chinauta sin hoteles y restaurantes al servicio. Sin veraneantes. Las entradas a Fusagasugá cerradas. En Silvania ni un silbido. Y el Alto de Rosas parece marchito. La vaca no ríe y no hay ilusión de unas aromatizadas fresas con crema. La putrefacción de la represa del Muña si es más intensa que de costumbre y Soacha nos recibe con un cielo más oscuro que el futuro de la economía. Son las cinco de la tarde y los transeúntes pululan como las bicicletas. Son los trabajadores de Bogotá y se mueven o se mueven. Zumba una ambulancia. Son las únicas autorizadas para superar los 50 kilómetros por hora. Es sábado y la capital parece en lunes festivo. Se desgrana un aguacero y la soledad lo llena todo.

Ya en mi destino confirmo por qué vale menos traer un container desde Tokio que llevarlo desde Buenaventura a la capital de la república. Y también ratifico que los medios desvían la atención sobre lo fundamental con cualquier cosa. Las noticias esa noche se concentraban en la misión espacial del Falcon9 y la cápsula Crew Dragon, de la empresa privada SpaceX. Con lo que cuesta este embeleco científico se dotarían todos los hospitales de este lado del mundo y se calmaría el hambre de todos los pobres de la tierra un año. Sin duda alguna la inteligencia del ser humano es increíble y su estupidez -como el universo- infinita. El señor canoso y despelucado siempre tiene la razón: la verdadera crisis es la crisis de la incompetencia. Si Albert Einstein viviera y fuera colombiano podría salir tres días a la semana a lo básico, menos que un perro, que puede hacerlo dos veces al día. Salir digo, porque lo básico puede hacerlo muchas más veces. ¡Guau!

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