De la realidad virtual y otros sortilegios

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Desconocer que los avances científicos nos han mejorado la vida sería como volver a la compresión en el cuello hasta que el paciente pierda el conocimiento como la más eficaz forma de anestesia. Un repaso breve por la familia y las condiciones de los abuelos y los padres de ellos e incluso sus abuelos comprueba que la humanidad se ha desarrollado más en el último siglo que en toda la historia.

(Aunque el progreso efectivo sea un privilegio económico de pocos). Y este logro se debe en buena medida a la computación. A los sistemas informáticos que lo han permeado todo. Y todo es absolutamente todo. No hay nada en este mundo moderno que no esté mediado por un ordenador, una aplicación, un programa o alguna red. Ni un viaje al espacio o una receta en la cocina. Y si bien un reducido grupo de inactuales ha hecho la advertencia sobre algunos de sus negativos impactos, la posmodernidad ansiosa persigue su señuelo implacable con una asombrosa pasividad.

De las muchas consecuencias que traerá esta cuarentena emerge, tal vez como la más trascendente, la presión inminente de virtualizarlo todo. Y todos sabemos que dicha virtualización aupada desde los países más desarrollados tiene ventajas innegables, pero también un sinnúmero de quebrantos, algunos de ellos ocultados de manera intencional para que no se ponga en evidencia su lado negativo, que incluye efectos físicos sobre el cuerpo y manifestaciones psíquicas sobre la mente, sobre el inconsciente, esa caja de sorpresas de la que puede brotar un payaso terrorífico o un suicida, un líder político o un dictador, un buen hijo o un malcriado social. Eso lo saben muy bien los dueños del Silicon Valley que han desconectado a sus hijos, acaso para que la inteligencia migre de nuevo a sus cerebros y no resida solo en los aparatos. El mundo se lamenta que en medio de la pandemia la conectividad 5G apenas este despegando, mientras los científicos médicos señalan los efectos del exceso de tecnología sobre el sistema nervioso central, al estar sometidos por largos periodos a tantos campos electromagnéticos.

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Progreso

En menos de un cuatro de siglo la educación formal dejó de ejercer sobre el aprendizaje su reinado omnisciente, porque ahora se aprende no solo en otros espacios sino en otros escenarios, la mayoría de ellos virtuales. Si antes del
Covid19 era difícil hacer que los estudiantes levantaran la cabeza de sus celulares en una clase real -magistral sería el término más indicado-, después de esta peste mediática e informática será casi imposible que a través de la pantalla dividida de Zoom abran su mente para entender que siempre será más importante el indio que la flecha y que nada debe estar por fuera del dominio de la reflexión y el análisis, así el conocimiento venga empaquetado informáticamente. Ya es un logro que dispongan de una buena actitud, unas condiciones mínimas de formalidad al frente de su portátil y un ejercicio particular de proactividad en la clase virtual. Sus competencias tecnológicas son las propias de un nativo digital. Nacieron al frente de una pantalla y crecieron al frente de varias. De ahí que la conexión y la batería sean más trascendentales para ellos que la vejez o la muerte. Desprecian las cadenas que los atan a una empresa, a una vivienda, a un vehículo, pero no son conscientes del grillete tecnológico del que pende su vida toda.

Todo para esta generación es efímero y está a un clic: la diversión, el saber o la excitación. La paranoia nos puede llevar a los extremos de la soledad y el distanciamiento social y afectivo. Claro que es maravilloso comprar en línea y evitar las filas de un banco que tiene seis cajas y solo un cajero humano. Por supuesto que hoy los pagos que antes requerían dos medios días de vueltas se hacen en quince minutos sin ver o tocar una sola moneda, un solo recibo, un solo sello o una sola persona mirada a las manos para no perder de vista los billetes, pero con la cuenta vaciada de a poco. La efectividad de los reclamos sigue siendo cara a cara. Y eso claro, si no se da con algún caradura que se cree ungido por el mismísimo Sarmiento Angulo. Si a cada generación le ha correspondido un rasgo característico: la austeridad a los niños de la postguerra, la ambición de los babys boom; la obsesión por el éxito de la generación X; la frustración de los millennials o generación Y; y la irreverencia de los centennials o generación Z, que coincide con
la expansión masiva de Internet; me atrevería a sugerir que el rasgo de la generación postcovid19 será la destreza física y la pereza mental.

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Realismo trágico

Son vegetarianos amantes de la hamburguesa hecha con lentejas y de la leche de almendras o de coco. Aborrecen las vacas, como si estas fueran las culpables. Y veganos primíparos que podrían terminar emplumados por alguna mutación genética resultante de tanto comer huevo. ¡Pobres gallinas! Son personas con una conciencia suprema del cuidado del cuerpo. Son fitness y el mercado publicitario les ha impuesto una identidad por momentos obsesiva con el ejercicio. Nadie niega que el buen estado físico depende de una movilidad que se equilibre con el sano consumo. No de otra forma se explica que la obesidad esté asociada con ese desbalance producto del sedentarismo urbano y la cantidad de comida procesada. Pero algo similar le ocurre a la mente y al pensamiento. Ideas chatarra que circulan
como verdades absolutas y se viralizan como las viejas fake news, hoy revitalizadas a través de las redes y la virtualidad, porque cuesta pensar y es más cómodo reenviar o retuitear. La presencia cede a la suplantación y la totalidad al perfil. Una legión de seres editados, mutilados para dejar ver solo una parte de lo que los
conforma y remedos alejados del ser auténtico que deberían ser.

Es muy probable que el ser humano que le espera a una sociedad digitalizada sea deshumanizado y en tal estado de alienación que su pensamiento se limite a esa relación solitaria con la pantalla. O bien, se reduzca a la enajenación propia de esa otra realidad virtual que construye en las redes, la mayoría de las veces alejada de su propio ser, de ese otro yo o de esos otros varios seres electrónicos que crea según la necesidad y sus intereses. Hay cuentas institucionales y personales. Grupos de familia y de trabajo. Líneas para hablar con los amigos y para atender a los conocidos. Pareciera que todos clasifican a los otros, que el mundo se subdivide una y otra vez para no estar siempre disponible, aunque sí conectado. Una red para hacer pública su vida y otra para salvaguardar su intimidad. Así como el político en campaña comparte su número de teléfono con todos y una vez es elegido se va a buzón siempre, el mundo digital siempre tiene una disculpa perfecta, una coartada, porque en su escenario virtual todo es posible. El simulacro se impone como realidad y existencia. Y en otro más de los sortilegios de la modernidad y de los embrujos en estos tiempos extraños que vivimos, la máscara virtual ahora es más importante que el rostro y el algoritmo más determinante que el libre albedrío.

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