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De tecnología, salud pública y ciudad del futuro

De tecnología, salud pública y ciudad del futuro

Cuando en 1956 el urbanista y arquitecto Lucio Costa y el arquitecto Óscar Niemeyer comenzaron a crear Brasilia, buscaban materializar una utopía, levantar una ciudad perfecta y modélica, en la que las zonas de trabajo, las de ocio, las residenciales y la circulación estuviesen ordenadas y bien planificadas. Sería la plasmación real de la Carta de Atenas o Carta de Planificación de la Ciudad redactada muchos años antes, en 1933, en el IV Congreso Internacional de Arquitectura.

Es solo un ejemplo para subrayar que la preocupación por la organización de las ciudades es algo inherente al ser humano, que, consciente o inconscientemente, las ha ido adaptando a sus necesidades en las diferentes épocas históricas (es fácil comprobarlo caminando desde la zona más antigua de una ciudad hasta las más modernas) y generación tras generación ha ido dejando su impronta en ellas. ¿Cuál será la aportación de nuestra época? Sin ninguna duda, la ciudad inteligente o smart city. Un concepto que se refiere, básicamente, al uso de la tecnología para hacer más eficientes los servicios que tradicionalmente proporciona la ciudad y mejorar y hacer más fácil la vida de los ciudadanos.

En los últimos tiempos, una de las mayores inquietudes de quienes gestionan las grandes urbes ha sido la contaminación y sus actuaciones se han centrado en la toma de medidas para reducirla. Por ello ha cobrado mucha importancia la búsqueda de, por ejemplo, medios de transporte más sostenibles. No obstante, la pandemia del COVID-19 ha elevado la preocupación por la salud pública por encima de la que existe por el medio ambiente. Cualquier transformación o nuevo proyecto que se emprenda a partir de ahora tendrá en cuenta en primer lugar la protección de la misma. Así, la ciudad del futuro usará la tecnología para, en primer lugar, proteger la salud pública, sin dejar de lado la sostenibilidad. Ambas serán el principal objetivo de cualquier actuación y, especialmente, de todas las relacionadas con la movilidad.

En estos momentos, es difícil volver a los habituales transportes públicos atestados de viajeros en hora punta. Si en metrópolis como Madrid antes de la llegada del COVID-19 el uso del transporte público era de un 35%, porcentaje similar al del privado, ya hay estudios que prevén que, tras la pandemia, aumentará un 10% el uso del transporte privado en detrimento del público. En ciudades en las que a diario se mueven millones de habitantes será fundamental disponer de sistemas de información que permitan analizar los hábitos de la población y adaptar la planificación del transporte público a las necesidades que se detecten tras ese análisis.

Es preciso que esos sistemas recopilen muchos datos fiables para ayudar a tomar decisiones a los gestores. La tecnología para hacerlo ya existe, solo hay que utilizarla. De lo que se trata es de que las personas se puedan mover de un sitio a otro con el transporte más adecuado en cada momento, que no tiene por qué ser solo tren, metro o autobús. A partir de ahora se producirá una cohabitación entre vehículos y cobrará importancia el concepto de la intermodalidad, utilizar el medio de transporte que mejor se adapte a cada situación. Ya hace tiempo que existen diversos prototipos en pruebas de vehículos autónomos y eléctricos. Incluso algunos proyectos contemplan la posibilidad de ser compartidos bajo demanda, a través de una aplicación telefónica, por personas que tengan rutas afines. Dadas las lecciones aprendidas de la actual pandemia, lo único que tendrán que modificar son los diseños interiores para garantizar la distancia y seguridad personal de los viajeros. También para buscar estas soluciones se podrá contar con la tecnología.

El reto de la nueva movilidad, por tanto, es generar confianza, planificar y reducir los tiempos de desplazamiento. Se va a necesitar un cambio de paradigma en el que tendrán mucho que decir tanto las administraciones públicas como la sociedad, especialmente las nuevas generaciones, a través de sus nuevos valores, y la propia industria, que deberá adaptar sus estrategias al nuevo mercado. Por ejemplo, en las ciudades actuales, el 85% del espacio está destinado a los vehículos y el resto a los peatones, una filosofía que desde las propias administraciones se está cambiando con el objetivo de dar preferencia a los segundos frente a los primeros.

Pero, además, en las ciudades inteligentes todo estará conectado. Cada vez está más presente en nuestras vidas el IoT, el internet de las cosas, máquinas conectadas a máquinas a través de internet y sin intervención humana. Todo este frenético intercambio de datos exigirá unas redes de comunicaciones sólidas y con gran capacidad, en las que no haya peligro de saturación, que permitan el funcionamiento seguro tanto de los coches autónomos como de la industria. En este punto tiene mucho que decir la tecnología 5G. Una tecnología que está en pleno desarrollo e implementación y que permite multiplicar las velocidades de conexión, elimina la latencia (el retardo en las conexiones) y posibilita que haya millones de dispositivos conectados.

Si se produce ese buen entendimiento entre administraciones públicas y entidades privadas, no hay duda de que, con ayuda de la tecnología, en las ciudades inteligentes de un futuro no tan lejano se podrá conseguir una mejor calidad de vida para los ciudadanos. Probablemente, no serán tan perfectas y modélicas como a las que aspiran las utopías, pero se les acercarán.

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