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Del poder y la gramática

Adicta al dolor

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Escribió un amigo entrañable que las palabras son como las camisas: se ensucian, se lavan, se destiñen, se descosen, se rompen, se agrandan, se encogen. Raúl Salguero parió un poema tan beligerante como su mente, como su actitud frente a la vida. Las palabras -subrayó con frases más elaboradas- también protegen del ambiente, abren las cicatrices, permiten a veces que emanen malos olores y hacen aparentar un pecho más grande del que realmente tiene uno. Porque las palabras Raulito, no solo representan la realidad sino que la construyen. Y es probable que en ocasiones la destruyan, acaben con cualquier cosa. No importa si es una ilusión o un amor, un problema o una calamidad. Las palabras pueden con todo y con el tiempo a veces llegan a ser nada. No recuerdo a quién se lo leí, pero alguien dijo de Neruda que las dejaba inservibles después de un poema. Como si avergonzara utilizar una palabra que el chileno hubiese ubicado como se acierta en una diana con un disparo. Pues bien, nada es igual después de la palabra precisa en el momento indicado. Pero las estamos prostituyendo.

Libertad, paz, amor, lealtad y otras tantas muchas -muchísimas- son palabras que han perdido su valor. Como la palabra misma, que ya nadie empeña porque no vale nada. Es una rareza, casi una aberración, ser consecuente. Pensar, decir y hacer las cosas de manera concordante. Respetar la palabra y cumplirla. Comprometerla. Sentenciarla. Lanzarla como ceniza al viento, para que cada quien arme su propio Fénix. Bien escribió Gustavo Adolfo Bécquer y recogió Willie Colón en Gitana con sutiles variaciones: Las palabras son del aire y van al aire. En realidad el poeta español se refería al suspiro, ese aire que sobra cuando alguien hace falta. ¡Los suspiros son aire y van al aire! ¡Las lágrimas son agua y van al mar! Dime, mujer, cuando el amor se olvida ¿sabes tú adónde va? Es cierto que quien tiene imaginación puede sacar de la nada un mundo, pero no lo es menos que la conciencia plena de la palabra es el mayor de los compromisos y retos. Los gobiernos, demos por caso, las manosean como el que más. Y el periodismo, ni se diga. Todos sin excepción dibujamos en algún momento un panorama con ellas que dista de lo que en realidad es.

Pedí prestado el título Del poder y la gramática para esta reflexión a Malcolm Deas, un inglés que sabe más de Colombia que la abrumadora mayoría de nacionales. En él se hace esta pregunta: ¿Cómo pudo ocurrir que cuatro personas, conectadas por una sola librería (Americana), se convirtieran en presidentes de la nación en un lapso de treinta años? No eran grandes negociantes o ricos cabales. De hecho algunos padecieron la estrechez económica y la física pobreza. Solo eran lectores consumados que hicieron de la palabra su mejor arma. Gramáticos, lexicógrafos, filólogos y entusiastas letrados que inseguros de su nueva cultura anhelaban reafirmarse a través de la palabra escrita de manera culta, para demostrar que eran más correctos que los habitantes de la madre patria. Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Marco Fidel Suárez y Miguel Abadía Méndez vendieron libros que estaban al lado del aguardiente y la panela, las telas y los paños. Las ganancias eran pocas, pero había más en juego: el dominio de las palabras y las leyes.

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Decirle asesinato colectivo a una masacre o falso positivo al asesinato de inocentes para ser mostrados como enemigos caídos en combate, no es solo la peor de las canalladas, sino la demostración de cómo las palabras se ensucian, hacen metástasis en esta Colombia cáncer que no lee, que no escribe, avasallada por el analfabetismo técnico de seres que en teoría saben leer y escribir, pero a quienes se les dificulta una frase, un párrafo, una carta (¿aún se escriben cartas?) y cuya ortografía no es un error constante sino un horror espantoso. Ahora bien, más que buena ortografía se necesitan buenas personas. Una tilde lo cambia todo en el texto, pero no se nota su ausencia al hablar, al decir, al expresar una idea o un sentimiento. Así como las comas son la puerta giratoria del pensamiento -según Cortázar-, las tildes son el símbolo de la diferencia. Si te parecen un disparate, dispárate con el revólver sin revolver los hábitos. Entre clave y clavé, entre te gusto y te gustó, entre bebés y mamás y bebes y mamas, entre amen y amén, entre ingles e inglés, entre pérdida y perdida, entre habito, hábito y habitó, enamorarse es grave. Y no lo digo yo, sino la ortografía. De modo que la buena condición humana está por encima de la ortografía, pero no solo escribimos mal sino que pensamos mal y actuamos mal.

La noticia sobre 6.402 falsos positivos debería tener a este país conmocionado. Indignado. Rebotado. Emputado. Pero no, para algunos no pasa de ser una exageración de la JEP, ese ‘embeleco’ del proceso de paz que han intentado socavar, por obvias razones. Según indagaciones de la Jurisdicción Especial para la Paz, esta sería la cifra real de víctimas de ese flagelo, sin contar con la totalidad de testimonios ya que el temor y las amenazas aun rondan. Podrían ser diez mil y no 2.248 como sostiene la Fiscalía. La hecatombe de la seguridad democrática. Entre 2002 y 2008, durante el gobierno Uribe, se registraron el 78% del total de los casos. Son datos y hay que darlos. Duélale a quién le duela mientras este país se desuribiza. No es una cuestión de desacreditación de un gobierno, sino de una terrible realidad que ha sido distorsionada a través del discurso, de la palabra, para lavar sangre y ocultar el asesinato de tantos inocentes.

Si se quiere conocer la verdad de nuestra historia, de este simulacro de democracia, de esta violencia casi endémica, va siendo hora de que las palabras se utilicen de manera correcta y que a las cosas se les llame por su nombre, no con eufemismos, ni máscaras gramaticales con las que nuestros ´lideres´ e instituciones ocultan su criminalidad. Por supuesto que no fue “El Gran Colombiano” quien se inventó los mal llamados “falsos positivos”, pero fue quien azuzó la entrega de resultados por parte de las Fuerzas Militares. Y sus ministros de Defensa, dentro de los que se cuentan la actual vicepresidenta Martha Lucía Ramírez y el ex presidente Juan Manuel Santos, tan responsables como él, como todo el gobierno, como todo el Estado.

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La persistencia de la violencia no es solo física, sino verbal. Sobre todo verbal. Y claro, textual. El que diga o escriba algo con lo que otro (poderoso en cualquiera de sus acepciones, legal o ilegal) no esté de acuerdo, debe desaparecer. Borrarse del mapa. Eliminarse. Ya ni siquiera es declarado objetivo militar. Hay tantas formas de matar como caretas tiene la censura. Cada vez, como decía el dramaturgo Samuel Beckett, fracasamos mejor. Matar jóvenes desempleados, engañarlos con supuestas oportunidades de trabajo; asesinar líderes sociales como calculada estrategia electorera, para hacerse con el poder o no soltarlo; liquidar ex combatientes porque la venganza letal es para muchos lo único que redime, saldar sangre con sangre; e insistir en el viejo remedio de la muerte que está comprobado no solucionada nada, pareciera ser la consigna de un país mal hablado, pero por sobre todas las cosas, mal escrito, porque la historia oficial no suele ser la verdadera.

Qué puede esperarse de una nación que exige bares abiertos y escuelas cerradas. Es un riesgo ir al colegio, pero no a la cantina. ¿Ignorancia, complacencia, doble moral, estupidez? Puede ser cualquier término, la cuestión es la palabra en contexto. Como el vergonzante plan de austeridad del gobierno: hacer menos impresiones y utilizar menos papel en las oficinas, el primero; reducir el uso del celular, el segundo. Las otras medidas son más estúpidas que el programa Prevención y Acción, que no tiene nada ni de lo uno ni de lo otro. Una payasada con cara de reality. Lleno de palabras sucias, desteñidas, encogidas y rotas para sembrar pánico y sacar réditos a la pandemia, para utilizar la muerte como trampolín. Para hacer aparecer que tienen corazón, cuando en realidad lo que tienen es un caparazón con costra, una camisa perfumada que solo encumbre la inmundicia.

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