Delirium tremens – Noticiero 90 Minutos

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Dios da bebida a esos borrachos que se despiertan al amanecer

farfullando sobre las rodillas de Belcebú, totalmente destrozados.

Cuando una vez más espían a través de las ventanas

acechando, el terrible puente cortado del día.

Oración para borrachos

Malcolm Lowry

 

Sería más fácil vacunar a los 7.700 millones de habitantes del mundo para erradicar el Covid-19 en un mes, que evitar que en diciembre en Colombia se tome trago y no se hagan fiestas. Digo, más que en el resto de los meses de pandemia de este año nefasto donde se ha consumido más licor que en cualquier otro año, en este país de borrachines. En nuestro país el chupe es un deporte nacional que acompaña todas nuestras manifestaciones y está embebido en la cultura popular y en nuestra idiosincrasia. “Chupa más que marica nuevo”, dice una loca que no puedo citar por purito respeto. No importa el embeleco del estrato o la posición socioeconómica. Beben el obrero y el ingeniero, el ayudante y el camionero, el ganadero y el carnicero, el dentista y el periodista, el político y, por supuesto, el alcohólico, el cantante y el amante, el escritor y el traidor, la astuta y la prostituta, y en general hombres y mujeres que beben con deleite o dolor. ¡Hip!

En un país donde las leyes se violan con la misma fruición con la que se ingiere pola o tellos de guaro, tal vez no haya dos más ignoradas que la que prohíbe el expendio de bebidas embriagantes a menores de edad (Ley 124 de 1994) y ninguna otra que no se tenga en cuenta como aquella de que el exceso de alcohol es perjudicial para la salud (Ley 30 de 1986). “Si nos vamos a morir vámonos enfermando”, dice un amigo que bebe como televisor viejo: sin control. Y remata con otra que merece un brindis: “bebamos que donde nos van a enterrar no hay agua”. Aquí se bebe por todo. Por la vida o la muerte. En un bautizo o en un entierro, sea la modalidad que sea. Ustedes entienden. La primera pelea de un matrimonio suele ser la borrachera de uno de los cónyuges en la fría noche de bodas. Y debo confesar que hablo desde la inexperiencia. Lo cierto sí, es que la inversión histórica de mi vida en alcohol es inconmensurable.

El rey del sapo

En el infinito reino de los líquidos junto al licor se hallan el sudor, la saliva y las lágrimas. No en vano se reconoce que todas las soluciones a los problemas de la humanidad son líquidas: el licor, las lágrimas y el mar. Y ni hablar de otras secreciones sublimes, gotas que gestan vida y detienen flujos. Líquidos que emanan de la teta o de la bragueta. Disculparán ustedes, pero entre un trago de guaro y uno de vino pretendo escribir algo que resulte fino. Porque les confieso que, si de algo siento pereza, es reconocer por miedo la preferencia de la cerveza. Si no es el magnífico elixir del aguardiente, todos los otros me destiemplan el consciente o el inconsciente o el subconsciente. Y debo reconocer con furia que, en mis recurrentes terminadas, bajo sus espirituosos vapores he roto mis valores y he cometido mis más grandes cagadas. Advertí que quería escribir fino, no que lo fuera a lograr. 

Tras incursión tan desastrosa al poema, volvamos a la prosa. Desde las lecturas de Condorito hasta los clásicos de la literatura universal y nacional, el licor está presente como los borrachos. No importa si es Garganta de Lata o el decrépito protagonista de Escritos de un viejo indecente, de Charles Bukowski. Todos sabemos que no caben en un solo libro las canciones y las obras que rinden tributo a las bebidas alcohólicas. La historia de la humanidad es la historia de toda la farmacopea producto de la fermentación y la destilación de todo aquello que sirva para comunicarse con los dioses. O para emborracharse. No hay ninguna civilización que escape de esta práctica y ninguna sociedad por desarrollada o progresista que no empine el codo. De modo que Colombia y sus 1.122 entidades administrativas locales no son la excepción. Hace unos días se volvió viral un video en Lloró-Chocó de gente tomando y bailando con el agua a la cintura, mientras el país pedía solidaridad en medio de sus inundaciones. En San Andrés se rebajaron impuestos a la comida y la bebida para fomentar el regreso de los turistas. Y en Cali, aunque se habló de Feria Virtual, la ronda de polémica está servida porque se han autorizado casetas y conciertos. Es un hecho que diciembre cada vez arranca más temprano y que el pandémico desespero se ahogará con licor.

Mal perdedor

Ahora comprendo la extraña letra del villancico aquel: “Pero mira cómo beben los peces en el río, beben y beben y vuelven a beber…” Esa idea de beber un poco para estar alegre termina siendo una borrachera que confirma que nos mentimos y no confiamos ni en nosotros mismos. Y diciembre es la tapa. Al 6 de enero le dicen 37 de diciembre. Muchas veces vaciar copas es llenarse de vacíos. Y puede ser porque beber encierra muchas de las ideas de libertad que tenemos. De la vida como ese bar donde podemos hablar con nosotros mismos y pensar hasta que se intoxique el dolor o la tristeza. O se geste esa gran idea que lo solucionará todo. La resaca, que es lo más parecido a la agonía, nos recuerda que el mayor riesgo de la fuga es la recaptura. Volver a la sobriedad. El bello espejismo se estrella de frente con la realidad. La boca es un desierto y el alma un tiradero de botellas vacías. La ebriedad es como comprar la lotería, una ilusión momentánea por la que se paga, aun sabiendo que las posibilidades de ganar son ínfimas. No son las penas sino la desesperanza la que se embriaga melancólica e impetuosamente.

Si hasta en la santa misa se bebe, no veo por qué yo no pueda tomar la vida eterna, me dijo alguien que profesa la creencia tan generalizada como equívoca de que Dios cuida a sus borrachitos. Un amigo del barrio que es Guarda de Tránsito, me contó con asombro el temerario argumento de un conductor perdido de la beodez: “El borracho siempre lleva la vía”. Hay una especie de justificación absoluta para la persona bebedora. No hay nada que disipe la nube negra desde la que llueve trago a raudales para quienes se disuelven en el alcohol. La botella se ha idealizado como amante fiel, siempre está allí para escuchar sin reclamos, para dilucidar las batallas con el amor que el borracho confiesa y la azorada revela en silencio, acaso con un par de canciones. El desamor -como el enlagunado- se sostiene con una mano, mientras con la otra, bebe y escribe mensajes. Y como sin excepción todo el mundo ama y desama, vale evocar una línea del Poema del aguardiente, de Manuel Donato Navarro: “…es impensable este pueblo sin licor, sería un fuego sin calor…” ¡Salud por eso Titi!


Adicta al dolor

Fuente de la Noticia

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