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El gobierno del Cambio y el mundo agrario: un camino largo por recorrer

por Redacción BL
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La historia del campesinado en Colombia ha estado marcada por la exclusión, la pobreza, la guerra y el abandono estatal. Nuestros campesinos han sido víctimas de las tropelías de los violentos, han sido carne de cañón en el conflicto armado y espectadores mudos de los intereses políticos que convirtieron el agro en un simple coto de caza de votos para las elecciones. En este periodo de gobierno, parece que este sector social empieza a ser tratado de manera diferente y que se avanza, aunque con muchas dificultades, en la reivindicación de sus derechos. Tres aristas, debería tener esta reivindicación del mundo campesino. En primer lugar, el acceso a la tierra y perspectivas económicas que permitan la dignificación de la vida campesina; en segundo lugar, una institucionalidad agraria que garantice derechos, que tramite conflictos y defina líneas de política pública; y, finalmente, un reconocimiento real del campesinado como sujeto político, como artífice de sus propios horizontes de representación y participación en la administración del Estado. Es probable que las iniciativas de política desarrolladas por este gobierno y por el Congreso estén apuntando a desarrollar estas aristas.

El acceso a la tierra es fundamental. Colombia es uno de los países donde la concentración inequitativa de la propiedad rural raya en la indolencia. Con un coeficiente de Ginni cercano a 60, es claro que hay mucha tierra en pocas manos, y que esas tierras acaparadas, incluso con violencia, son las más fértiles y productivas. El pequeño campesino en Colombia no tiene propiedad rural formalizada, habita terrenos en la ilegalidad, no puede desarrollar proyectos productivos rentables, no accede a crédito ni asistencia técnica, y la inequidad económica lo lleva a desplazarse a las grandes ciudades. En la Gran Violencia de los años cincuenta en el país, que más que un conflicto partidista fue una lucha por la tierra, se pudo evidenciar como el problema fundamental del conflicto armado ha estado siempre relacionado con el acceso real a la propiedad rural. Y la historia política nacional muestra como se ha soslayado la solución a esta situación mediante una dinámica pendular, que oscila entre el reformismo económico y la violencia armada para mantener los privilegios. Así las cosas, el país demanda mecanismos ciertos en el acceso a la propiedad rural para el campesinado, sin que ello sea un simple ejercicio de formalización de la propiedad sino un avance real en su democratización. Todo ello acompañado de un horizonte de intervención económica que haga rentable la actividad productiva del campesinado. Este gobierno ha intentado, en los limites de la legalidad, desarrollar una política eficiente de compra de tierras para distribuir entre familias campesinas que no tienen propiedad rural; pero la resistencia de un sector de los terratenientes, las presiones de los armados y la incapacidad de consolidar su presencia en el territorio ha dado al traste con un proyecto de reforma agraria que apenas emite sus primeros balbuceos.

Sin embargo, el acceso a la tierra es una medida insuficiente si no se construye una institucionalidad que organice las acciones del Estado y sus relaciones con el mundo agrario. El desmantelamiento de la institucionalidad agraria fue una constante en el país durante todo el siglo XX. A cada iniciativa reformista que trataba de construir mecanismos de intervención y atención para el agro, le sucedían una serie de políticas retardatarias que privilegiaban los intereses privados de los terratenientes en contra de las reivindicaciones campesinas. A las reformas de la Revolución en Marcha, le siguieron las medidas retardatarias del gobierno de Lleras Camargo. Las políticas e instituciones creadas durante la administración de Lleras Restrepo fueron arrasadas luego en el Pacto de Chicoral del Gobierno Pastrana. Y luego, desde los ochenta hasta la entronización de las reformas de principios del siglo XXI, la institucionalidad agraria se eliminó para dejar al arbitrio del mercado y la violencia la organización del campo colombiano. Se precisa, entonces, que al acceso a la propiedad se le complemente con instituciones, organismos y agencias fuertes que puedan consolidar el desarrollo económico de los habitantes rurales y la provisión de derechos, en las mismas o semejantes condiciones que se ofertan para el mundo urbano. El gobierno Petro ha avanzado en la creación de la Jurisdicción Agraria, ha prometido revivir y fortalecer antiguas entidades del agro, y ha presentado iniciativas para favorecer la economía campesina; pero aún está muy lejos de construir una institucionalidad que dé cuenta de las necesidades de regulación e intervención del mundo agrario.

Finalmente, se le debe reconocer al campesinado su protagonismo político, su capacidad de ser titular de derechos y libertades, su cultura, sus formas organizativas de la vida social, sus apuestas económicas y ecológicas; en fin, su carácter de sujeto político. La historia reciente del campesinado en Colombia nos muestra la victimización sucesiva de las organizaciones campesinas, su persecución injusta en el marco de la lucha contra las guerrillas. El caso concreto de la ANUC es solo uno de los ejemplos que puede citarse para señalar la manera en la que los violentos se han ensañado contra las organizaciones campesinas en total ausencia de la protección del Estado, o con su complicidad. Sumado a ello, está el desprecio y la tendencia a invisibilizar su cultura, sus saberes, sus técnicas de producción. El campesinado ha sido menospreciado, se le ha ignorado como actor, y se le ha citado simplemente como un elemento del paisaje rural. El campesinado debe ser tratado como un sujeto, como un actor relevante y particular del desarrollo rural. En este aspecto, el gobierno – en cabeza de la cartera de Agricultura- ha sido algo tímido y ha avanzado poco en aquello que prometió cumplir. Probablemente, la aprobación del Acto Legislativo que modifica el artículo 64 de nuestra Carta Política le dé los dientes necesarios al Gobierno Nacional para garantizar los derechos del campesinado como sujeto político.

Una vieja frase señalaba que para sembrar la paz se tenía que aflojar la tierra. Este gobierno sabe que no hay paz total sin la construcción de un modelo de desarrollo rural integral; en eso, este se ha mostrado comprometido. Es muy temprano para juzgar si alcanzará a cumplir sus promesas, pero como dirían los campesinos: “según el desayuno, se espera que sea el almuerzo”. Tal vez aún debamos dar un compás de espera mayor.

Por: Diana Morales R
Politóloga, Especialista en Políticas Públicas, Especialista en Economía, Especialista en Derecho Constitucional y Magíster en Estudios sobre Desarrollo, con énfasis en Seguridad, paz y desarrollo. Autora del libro titulado “Del reformismo económico a la redistribución social: una mirada al problema de la tierra en Colombia”.

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