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El ‘Sunday Blues’ y la insoportable realidad de un domingo por la tarde

El 'Sunday Blues' y la insoportable realidad de un domingo por la tarde

Las opiniones expresadas por los colaboradores de Entrepreneur son personales.


Sucedía todos los domingos. Después de la hora de la comida una espesa niebla cubría su corazón. Lo que seguía solía ser una visita a casa de su abuela para comer galletas, tomar Sidral Mundet y tratar de ahuyentar a las sombras mientras veía DeporTV en la pequeña pantalla de un televisor en la cocina. Nadie decía nada. Él y sus hermanos miraban las imágenes en silencio, como hipnotizados y el tiempo transcurría más rápido de lo acostumbrado. En su mente comenzaban a revelarse las trágicas escenas de un lunes que llegaba sin piedad.

No importaba si había sobrevivido a los siete días anteriores de manera heroica, el inicio de una nueva semana le parecía imposible de soportar. Sufría. Maldecía. Sentía que moría porque el descanso se acababa y tenía que volver a la escuela.

Los peores no eran los lunes de exámenes; esos solía librarlos con la idea de que aprobaría de alguna manera. Los verdaderamente trágicos eran aquellos inicios de semana en los que sabía que recibiría calificaciones. Su fatalismo, ese monstruo imposible de domar que lo acompañaba desde la cuna, se inflamaba y orgulloso le murmuraba al oído palabras de desgracia. Y mientras sus ojos miraban imágenes de Hugo Sánchez metiendo goles de chilena, en su cerebro se dibujaban las escenas de la tragedia: él reprobaba y su miedo de tener que repetir el año se hacía realidad. Su habitual fatalismo era amplificado todos los domingos por la tarde.

Con el paso del tiempo algunas cosas fueron cambiando: los exámenes escolares se transformaron paulatinamente en reportes, proyectos de investigación y trabajos en equipo. Después de las graduaciones, los títulos de licenciatura y de maestría, las evaluaciones fueron erosionándose hasta mutar en juntas de trabajo, presentaciones con clientes e interminables listas de pendientes laborales. A esto le siguieron los proyectos propios, la idea de emprender y la independencia laboral. La vida profesional en todo su esplendor.

Pero cada domingo por la tarde, sin importar lo que hiciera ni dónde estuviera, volvía a sentirse como ese pequeño niño desamparado, sentado ante el televisor en casa de su abuela, esperando al lunes con su promesa de inevitable tragedia.

Su reacción era patológica y lo sabía.

Cansado de sufrir cada siete días, se dispuso a investigar qué había detrás de su síndrome de tristeza dominical. Lo primero que encontró es que era mucho más común de lo que creía: según un estudio realizado por Monster.com en el año 2015, el 76% de las personas que trabajaban en Estados Unidos lo padecía, mientras que el 45% de la gente que habitaba en otros países era víctima de él.  

Alentado por las cifras, se atrevió a hablar de su mal y las reacciones de empatía no se hicieron esperar. Saber que no estaba solo lo tranquilizaba, aunque no era suficiente para que pudiera hacerle frente al miedo que se engendraba en la tarde del séptimo día. Al indagar más se encontró con pequeñas fórmulas para aprender a domarlo.

Comenzó a preparar sus lunes con anticipación. Los viernes, antes de salir de la oficina, escribía una pequeña lista con las tareas que el inicio de la nueva semana traería. El simple hecho de poder visualizarlas en el papel les restaba estatura. En lugar de aparecer ante sus ojos como enormes amenazas, se convertían simplemente en lo que eran: pendientes por resolver. Al verlos ahí plasmados, entendía que siempre estarían ahí. No solo los lunes, sino que cualquier día de la semana. Y su trabajo, simplemente, consistía en resolverlos.

Luego decidió erradicar de sus tardes de domingo los programas de televisión. Las series, resúmenes deportivos y espacios noticiosos podían esperar. Canjeó el estar sentado viendo una pequeña pantalla por paseos en el parque con su perro, increíbles partidos de baseball llanero y lecturas en voz alta de libros y poemas que lo hacían sentir bien. Trató de llegar a casa ya que hubiera anochecido con el único objetivo de que la espera de lunes se hiciera pequeña, casi imperceptible.

También eliminó de sus tardes dominicales cualquier medio electrónico que pudiera recordarle que al día siguiente habría trabajo. Sus pendientes reales lo esperarían hasta la mañana siguiente sobre su escritorio. Todo lo demás no eran más que espectros que pretendían robarle horas de luz, no solo a su día, sino que a su vida.

Lo más difícil fue dejar de pensar en todo lo negativo que la marejada del lunes podía traer consigo. Intentó recordar cómo se había sentido semana tras semana antes de que llegara el mediodía de aquel (supuestamente) fatídico primer día. Hasta ahora siempre había salido vivo y con fuerza suficiente para hacerle frente al martes y a todo lo que el resto de la semana pudiera arrojarle. Este simple ejercicio comenzó a revelarle una verdad absoluta: lo peor del lunes era solo la idea del mismo. El día per se no era bueno ni malo, solo un reflejo de lo que decidiera proyectar en él.

Si al llegar el final del domingo decidía proyectar dragones, fracasos y malas calificaciones en su imaginario del lunes, estos se materializarían durante la noche para espantarlo y asegurarle un trágico inicio de semana. Si en cambio imaginaba días productivos, retos que superar y caídas, sí, pero llenas de aprendizajes adquiridos, llegaba al primer día de la semana sabiendo que esta era efímera y que antes de que se diera cuenta, llegaría a su fin.

Con un poco de práctica, poco a poco logró dejar atrás la tristeza dominical y sin darse cuenta abandonó también las cuestas de enero, los meses y semanas malos, y los años de vacas flacas. Porque descubrió que, en algún lugar de su interior, alojada quizás al lado de su fatalismo, existía también una fuerza creativa para transformar sus lunes en días extraordinarios y sus pequeñas oscuridades en luz.

 

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