El último juicio de Gaitán – Política



Jorge Eliécer Gaitán era un hombre madrugador. Siempre estaba a primera hora frente a la puerta del Edificio Agustín Nieto, en la carrera 12 con séptima, donde quedaba su oficina.

Aquella mañana de viernes había llegado con su traje azul oscuro a rayas blancas, su pelo perfectamente peinado con el gel que usaba sagradamente y el sombrero con el que lo reconocían en el sector.

A pesar de haberse desvelado la noche anterior en un caso, de esos en los que, como de costumbre, salió en los hombros del público y con gritos de celebración, estuvo temprano en la oficina. La victoria de la madrugada anterior lo había convertido en héroe.

Esa madrugada, a las 2:05 de la madrugada, Gaitán logró la libertad del teniente Jesús Cortés, quién había asesinado al periodista Eudoro Galarza Ossa, director del periódico de Manizales, La voz de Caldas, por “ultrajes al honor militar”, como él mismo lo decía.

El 10 de octubre de 1938, dos días antes de su asesinato, el director y su equipo cumplían con su labor: informar una serie de denuncias que la tropa de Cortés había presentado. 

El editor permitió la publicación de un artículo, escrito por el jefe de la redacción, Gonzalo Jaramillo Jaramillo, en el que se denunciaban los malos tratos del teniente a sus suboficiales. Entre ellas, los golpes propiciados a dos hombres a mando del teniente. Cortés exigió una rectificación pero Galarza defendió a su reportero.

El 12 de octubre, cuando Cortés increpó a Galarza, este repasó uno a uno los párrafos escritos, le preguntó que si era verdad la información que estaba consignada y aunque el Teniente lo aceptó aún quería que la Voz de Caldas se retractara.

Discutieron y Galarza -fundador del diario manizalita en 1926- le ofreció la posibilidad de escribir una carta aclarando la situación. Pero el Teniente quería resolver el problema en ese mismo lugar.

“Esto lo vamos arregla ya”, le dijo mientras el periodista le estiraba la mano para despedirse. Su gesto se quedó en el aire y en medio de la oficina de Jaramillo, Cortés empuñó su arma y disparó tres veces. Dos de esos tiros atravesaron a Galarza.

Según la Fundación para la Liberta de Prensa (Flip) entre 1977 y 2019 fueron asesinados 159 periodistas. Sin embargo, 39 años atrás los reporteros ya eran blanco por su trabajo y Galarza se consignó -en los archivos de esa institución- como el primer periodista asesinado en Colombia a causa de su trabajo.

Cortés fue capturado y la investigación fue abierta en Manizales. La familia del director, en medio del dolor, tuvo que pedir el traslado del caso a Bogotá, preocupados por los contactos y amistades que el teniente tenía en la ciudad.

Meses después cuando la investigación comenzó en la capital, la defensa fue tomada por Jorge Eliécer Gaitán (exministro de Educación y Trabajo, exalcalde de Bogotá, senador y luego, candidato presidencial).

Pasaron 10 años para que hubiera un juicio final. Se programó el 8 de abril en los salones del Palacio de Justicia. Un discurso entonado al ritmo de su prodigiosa voz, adornado por el movimiento de manos que tanto lo caracterizaba y celebrado por todos en el recinto.

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Otras palabras inmaculadas para la historia y una victoria más en su lista. Para algunos ese día supuso más oratoria que argumentos jurídicos para Gaitán pero eso no importó, el juez del caso, Pedro Pérez Sotomayor -amigo del candidato, le dio la absolución al teniente Cortés.

«Es una afrenta al honor militar», fue la conclusión del abogado. Caminaba de lado a lado y acentuaba algunas palabras subiendo la voz. Para Gaitán la agresión del Teniente fue proporcional a la ofensa cometida por Galarza.

«Teniente Cortés, no sé cual será la respuesta del jurado, pero la multitud la espera y la siente… Su doliente vida me puede tender la mano, ¡que yo estrecho con la mía por saber que le estrecho la mano a un hombre de honor, de honradez y de bondad«. El recinto estalló con los aplausos de la multitud.

Atrapados por el frío de Bogotá, el liberal se dejó convencer por los asistentes del juicio y fueron a celebrar a Grill Morocco, en la calle 23. Los tragos y las risas fueron el ambiente de las dos horas que duró en el lugar. Sobre las 4 de la mañana regresó a su casa.

Una vez en su oficina, quería celebrar con sus mejores amigos: Jorge Padilla, Alejandro Vallejo, Pedro Eliseo Cruz y, claro, Plinio Mendoza Neira, uno de los más cercanos.

Era recurrente que la luz se fuera en el Agustín Nieto pero ese día estaba funcionando con normalidad por lo que decidieron bajar por el ascensor. Se dirigían almorzar al Hotel Continental, el mismo que reposa en la calle 16 con carrera 4.

Mendoza los había invitado pero antes tenía algo que hablar con Gaitán, por lo que lo tomó del brazo y se adelantó con él. Fue la última persona en tocar a ese Jorge Eliécer Gaitán. El que sería palpado, sacudido y levantado con prisas minutos después, sería un cuerpo agonizante.

Mientras caminaba con el caudillo, Mendoza vio como este retrocedía unos pasos. De nuevo hacia su oficina, llevando sus manos a la cara para protegerse. Cuatro disparos le atravesaron los oídos a Padilla que quedó estático frente al cuerpo de su amigo.

Mendoza intentó abalanzarse sobre el asesino, Juan Roa Sierra, que salió a correr tembloroso.

Al otro lado de la calle reposaba un cartel del Teatro Faenza, en su aviso se leía ‘Roma: ciudad abierta’, un clásico de Rossellini, como si la capital italiana que le abrió las puertas para estudiar, hubiese llegado a suelo bogotano a despedirse.

En la acera de la Jiménez un policía, entre la impactante imagen del político liberal tendido en el piso y la confusión de Roa, sacó su arma para dispararle pero en medio de la duda, le dio la oportunidad de huir.

Lo que pasó después es confuso, los testigos dan más de una explicación y lo cierto es que la muchedumbre se le tiró encima para cogerlo. Mientras las personas hallaban qué hacer con el hombre que había matado a Gaitán, los amigos del caudillo intentaban ayudarlo. El hilo de sangre rojo intenso que le bajaba desde la boca hasta la barbilla los estaba desesperando.

Sosteniéndole la cabeza trataron de que tomara un vaso con agua que una de las meseras de Gato Negro -el café de la planta baja del edificio- o quizá de Pasaje, les brindó. Los quejidos empezaron a salir del cuerpo del ‘hombre del pueblo’.

Cruz, que también era médico, lo revisó pero su cara lo decía todo, sabía que no quedaba mucho por hacer. Lo subieron en un taxi negro que se había parqueado al frente de ellos y se dirigieron a la clínica Central.

El cabo Jiménez -que compartía nombre con la calle donde había capturado a Roa- desarmó al asesino y lo tomó como si estuviera esposado para llevarlo a su estación. En el camino alguien golpeó al dragoneante en la cabeza e hizo que lo soltara.

Roa Sierra se estrelló contra una de las vitrinas de la tienda Faux y empezó a sangrar por la nariz, entonces los lustrabotas, tenderos y habitantes del sector empezaron a seguirlo. Rompiendo las ventanas, empujando la puerta y haciendo toda la fuerza necesaria para entrar, terminaron sacando a Roa del edificio.

Antes de arrastrar el cuerpo por la calle, en el sentido en que el ferrocarril rodaba, una persona “tomó una zorra, ¿sabe?, uno de esos carritos de hierro que sirven para cargar cajas” y se lo dejó caer encima, relató Francisco Herrera, profesor de Oratoria de la Universidad Rosario, en el libro ‘La forma de las ruinas’ de Juan Gabriel Vásquez.

“Me acuerdo mucho que la gente subía, por donde yo vivía y escondía cosas en el río, que quedaba donde es la doble vía hoy. Yo tenía 7 años pero me acuerdo que mi papá tenía un taller y los trabajadores empezaron a subir cosas para esconderlas en la casa”, cuenta María, una de las dueñas del Almacén el Cedro, llegando a la calle octava con carrera 2, cerca a las canchas de tejo donde el caudillo iba.

Tomó una zorra, ¿sabe?, uno de esos carritos de hierro que sirven para cargar cajas y se lo dejó caer encima

Tal vez para ese momento Roa ya estaba inconsciente o quizá fue el camino de piedra y asfalto el que terminó noqueándolo. Lo cierto es que ahí empezó todo lo que pasó el 9 de abril y los días que le siguieron.

Aquello que se conoce en la historia como el ‘Bogotazo’ y que para algunos es sólo un mito, tuvo todo de realidad y de ficción, de imaginación y recuerdo. Fue un día cubierto completamente por la ira que, acabando o no con la ciudad, supuso un antes y después en la historia capitalina.

El diez de abril, luego del asesinato, la ciudad despertó siendo otra. Aquella Bogotá era ahora una tierra inundada del recuerdo de Gaitán, de la nostalgia de los aplausos que se llevó en su último juicio.

Desde ese día ese nombre se volvió un recuerdo y el de Eudoro Galarza quedó atrás, como su periódico, la Voz de Caldas, que inmóvil por su ausencia tuvo que cerrar las puerta unos meses después de su muerte. 



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