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El virus nos ha recordado que Europa es (casi) irrelevante en tecnología

El virus nos ha recordado que Europa es (casi) irrelevante en tecnología

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El pasado 12 de abril, este periódico anunció que Google y Apple trabajaban en la elaboración de una herramienta conjunta que sirve para notificar a los usuarios de teléfonos móviles la posibilidad de que estén infectados por coronavirus. Dado que entre las dos empresas controlan los sistemas operativos de prácticamente todos ellos, la universalidad de la herramienta tiene ventajas evidentes. Si dos personas pasan juntas un breve periodo —por ejemplo, en un vagón de metro o en un supermercado, como contaba el periodista de Teknautas Michael McLoughlin— y al cabo de un tiempo una de ellas resulta estar infectada, el sistema de rastreo avisaría a la otra de un posible contagio, independientemente de su modelo de teléfono y sistema operativo.

Era una buena noticia. Más aún porque, a esas alturas, los diferentes intereses de los países europeos y sus distintas ideas de privacidad (que la privacidad haya sido el principal tema de discusión también es una buena noticia) habían frustrado el intento de crear una herramienta de rastreo estrictamente europea, que funcionara en toda Europa con tecnología propia. Cuando quedó claro que no habría un proyecto común, Reino Unido, Francia y Noruega decidieron desarrollar tecnologías propias para “dar a las autoridades sanitarias más datos y más control”, informaba el ‘Financial Times’ el fin de semana pasado. Al mismo tiempo, Alemania, Italia, Irlanda, Austria y Suiza decidieron apoyar el estándar creado por Apple y Google.

M. Mcloughlin

Ambas compañías están desarrollando una API que integrará sus sistemas operativos para ‘trackear’ contactos con infectados. Ahora publican una demostración de funcionamiento

La UE pretendía que todos los países asumieran un mismo modelo o, al menos, que los existentes tengan unas garantías semejantes —en parte para poder considerar los movimientos transfronterizos, en parte para garantizar los estándares de privacidad, pero también para no seguir transmitiendo la sensación de que la UE no es capaz de actuar unida ante el coronavirus—, aunque hasta el momento ha sido imposible. Cédric O, el secretario de Estado francés para el desarrollo digital, defendió que su país cuente con un proyecto propio y afirmó que “la soberanía sanitaria y tecnológica de Francia (…) es la libertad que debe tener nuestro país para escoger y no verse limitado por las elecciones de una gran empresa, por innovadora y eficaz que esta sea”. Fuentes del Gobierno español afirman que están esperando a conocer las características técnicas de la propuesta francesa antes de tomar ninguna decisión, pero que su único deseo es una “solución interoperable”.

La incapacidad de la Unión Europea para impulsar el desarrollo de una tecnología propia no es una novedad. En muchos sentidos, el poderío tecnológico actual de Estados Unidos se debe al fomento de la investigación tecnológica llevado a cabo por su Gobierno a partir de la Segunda Guerra Mundial. El mito de un Silicon Valley formado por emprendedores jugando con cables en los garajes es solo la parte más llamativa de lo que en realidad fue un impulso tecnológico financiado con dinero público, sin el cual probablemente no habrían existido gigantes como Hewlett Packard o Intel, ni genios como Steve Jobs o Bill Gates.

Por lo que respecta a China, afirmar que su asombroso desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha recibido apoyo del Estado sería infravalorar la medida en que la tecnología ha estado en el centro de la agenda del Gobierno chino. El desarrollo de la UE, sin embargo, ha tenido lugar en una época en la que la sola mención de la “política industrial” —es decir, el apoyo político y económico a determinados sectores y determinadas empresas— provocaba aspavientos: se consideraba que era “escoger a ganadores”, es decir, favorecer a unos frente a otros, algo que solo podía hacer el mercado y en ningún caso, al menos de manera explícita, el sector público.

Pero las alarmas saltaron poco antes de que Ursula von der Leyen asumiera la presidencia de la Comisión Europea, en 2019, momento en que parecía claro que esta ya no podía seguir rehuyendo las nuevas realidades geoestratégicas. Un informe interno de la Comisión señaló que la Unión Europea estaba arriesgando algunos de sus valores centrales, y su posible influencia estratégica, al depender por completo de ‘hardware’ y ‘software’ procedentes de otros países. Sin un cambio de dirección, decía el informe filtrado en su momento por Bloomberg, “los fundamentos y los valores de la sociedad europea sufrirán una tensión creciente, puesto que depender de terceros países significa depender de sus valores”. Europa, decía, “depende cada vez más de tecnologías extranjeras en partes clave de su economía, algunas de ellas esenciales para nuestra seguridad estratégica”. Eso ocurría seis meses antes de que el coronavirus pusiera en riesgo esa seguridad estratégica.

¿Significa esto que el virus contribuirá a que se produzca un retorno a la política industrial de toda la vida? Probablemente. Al menos, ya nadie se ruboriza al mencionarla y se habla de fondos europeos milmillonarios para el desarrollo de inteligencia artificial, computación cuántica, algoritmos y herramientas para compartir datos. Aun así, apelaciones como las del secretario de Estado francés a la “soberanía tecnológica” pueden sonar pomposamente vacuas. Hay muchas expectativas puestas en la herramienta francesa, pero creer que puede competir en eficiencia con un diseño de Google y Apple sigue pareciendo intuitivamente disparatado.

Pero se abre el tiempo para esta clase de paradojas. Durante el fin de semana pasado, un pequeño anuncio llamaba la atención en lo alto de la web de ‘politico.eu‘, un diario digital que informa de cuestiones europeas, sobre todo, a funcionarios, representantes políticos y lobistas de Bruselas. Aludía a Robert Schuman, el ministro de Exteriores francés que pronunció la llamada Declaración Schuman, de la que el pasado sábado se cumplieron 70 años y que proponía la alianza de Francia y Alemania Occidental para la producción concertada de carbón y acero, y se considera el acto fundacional de la Unión Europea.

El anuncio era un ‘contenido patrocinado’ explícito, es decir, un artículo pagado. Se titulaba “El espíritu de Schuman aún puede guiar a la Unión Europea” y exhortaba a los países europeos a dejar de lado sus discrepancias y avanzar unidos. “El egoísmo no debería tener lugar en el futuro”, decía. La gran ironía es que estaba pagado por Huawei, la gran empresa tecnológica china que pretende que los países europeos implanten su tecnología 5G, en vista de su incapacidad para implantar una europea.

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