Fedesarrollo: orígenes contados por Rodrigo Botero Montoya – Sectores – Economía


Con gratitud, a la memoria de:

Carmen Londoño de Botero, maestra de Escuela en Sonsón, Antioquia, y
Ruth Day Lacour, profesora de Primaria del Staff School, Tropical Oil Company

El Centro, Santander

En los últimos meses de la administración Lleras Restrepo, (1966-1970), en la cual desempeñé la Secretaría Económica de la Presidencia, me encontraba abocado a enfrentar el desempleo abierto a corto plazo. Por fuerza de los hechos, debía tomar decisiones acerca del rumbo de mi vida profesional a partir del mes de agosto. Estaba entonces en lo que Dante Allighieri denominaba ‘Nel mezzo del cammin di nostra vita’.

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Como expliqué en Invocación a la Modestia (2006), reduje la lista de alternativas de empleo a tres opciones que merecían ser evaluadas: la Embajada de Colombia en Londres, ofrecida por el presidente Lleras y el canciller López; la Dirección para América Latina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, con sede en Nueva York; y la dirección de una entidad similar al FES de Cali, cuyo objeto social era recaudar fondos para las universidades, promovida por Manuel Carvajal.

Le expliqué a Manuel que yo no servía para ese oficio, pero que si él me apoyaba para crear un centro de investigación económica y social me le medía al proyecto. Manuel, hombre visionario a la vez que realista, me dijo que no consideraba que el sector empresarial del país apoyaría a una entidad de esa naturaleza. Pero que si yo me creía capaz de lograr su financiamiento, él apoyaría el cambio de razón social sugerido. Acepté el reto que eso implicaba.

En oficinas prestadas en el antiguo edificio de la Compañía Colombiana de Seguros en Bogotá, Fedesarrollo inició labores en condiciones precarias, enfrentando las suspicacias y reticencias que describo en Reflexiones Acerca del Origen y Primeras Actividades de Fedesarrollo, 1995.

Hace cincuenta años, tuve que sobreponerme a un aspecto de mi personalidad, la aversión al riesgo, para tomar un riesgo mayúsculo que me exponía al peligro de un fracaso personal y profesional estrepitoso. Lo hice porque no consideraba que estaba a la mitad de mi vida sino al final de la misma, a causa de un cálculo actuarial defectuoso. Con base en las edades de defunción de mi abuelo paterno y de mi padre, había concluido que las probabilidades eran altas de que no llegaría a la edad de cuarenta años.

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Comparando los textos de mi obituario, cuya publicación parecía próxima en cada una de las tres alternativas, decidí que se vería mejor jugarme el todo por el todo para crear un centro de investigación en Colombia que disfrutar de unos años plácidos en Londres o Nueva York. El estimativo de mi expectativa de vida resultó ser equivocado. En cambio, la apuesta arriesgada acerca de las probabilidades de éxito de la meta que me había propuesto salió bien.

Ahora, cuando celebramos el aniversario número 50 de Fedesarrollo, la publicación de mi obituario ha dejado de ser una perspectiva distante. Más aún, un querido amigo ha ofrecido redactarlo por anticipado, con el fin de tenerlo listo para cuando se necesite. No conozco el texto respectivo pero es previsible que incluya tres palabras: Fedesarrollo, tecnocracia y modernización.

Se me ha preguntado cómo se me ocurrió emprender la tarea de fundar a Fedesarrollo. También se me ha preguntado la causa de mi interés por el tema de la tecnocracia. Este es el momento de dar respuesta a esos interrogantes mientras creo estar Compos Mentis, por varias razones. Esta despedida de Fedesarrollo puede suministrarles elementos de juicio a las nuevas generaciones de investigadores. Y en caso de que tuviera algún fundamento la afirmación de Ralph Waldo Emerson de que toda institución es la sombra alargada de una persona, esas respuestas pueden ser de utilidad para algún historiador futuro. También puede ayudarles a mis amistades y conocidos a entender mis excentricidades.

Pero para responder a los interrogantes mencionados, debo sobreponerme a mi timidez, al valor que le asigno a mi privacidad y a mi pudor instintivo. Me incomoda sobremanera tener que acudir a la primea persona del singular. Protejo celosamente mi vida familiar; y evito hablar de mi niñez. Contrariando esas preferencias, me propongo revelar aspectos de mi biografía que tienen relación con la tecnocracia y con la creación de Fedesarrollo. Así pues, comienzo por presentarme.



Mi nombre es Rodrigo Botero Montoya. Soy un montañero antioqueno, educado, progresista y laico. Mis raíces se encuentran en la región montañosa del Suroeste de Antioquia, sede de la familia Botero, de donde salieron los protagonistas de la colonización del Antiguo Caldas. Lo de educado constituye un aspecto central de mi personalidad. Por ese motivo, este texto está dedicado a dos educadoras extraordinarias, con las cuales tengo una enorme deuda de gratitud: mi abuela paterna y mi profesora de primaria.

Carmen Londoño de Botero, mi abuela paterna, enviudó joven en Sonsón en la primera década del siglo pasado. Trabajando como maestra de escuela, se hizo cargo de una hija y dos hijos, el mayor de los cuales, Jaime Botero Londoño, es mi padre. Gracias a su esfuerzo y dedicación, mi padre se graduó de ingeniero civil de la Escuela de Minas de Medellín y adelantó estudios de posgrado en The Colorado School of Mines, en Golden, Colorado, donde se graduó como Ingeniero de Petróleos, uno de los primeros profesionales colombianos con esa especialización. Mamá Carmen hizo posible la educación superior de mi padre, e indirectamente la de su nieto favorito.

Mi relación con Ruth Day Lacour es la siguiente. Unos años después de su regreso a Colombia como ingeniero de petróleos, mi padre se encontró con uno de sus antiguos profesores en Golden, Mr. Phillip Shannon, quien había sido nombrado gerente de la Tropical Oil Company, Troco, empresa que operaba los campos petroleros de El Centro, Santander y la refinería de Barrancabermeja. Mr. Shannon invitó a mi padre a vincularse a la Troco con sede en El Centro. Eso condujo a que pasara varios años de mi niñez en un énclave estadounidense en el Valle del Magdalena, donde inicié mi educación primaria, en inglés, en el Staff School de la Troco, regentado por Mrs. Lacour. Mrs. Lacour, una pedagoga sobresaliente, tuvo una influencia decisiva sobre mi formación académica. Me inculcó disciplina, el placer de aprender, curiosidad intelectual y el valor del fair play. A ella le debo el amor por las matemáticas, la lectura y la música. Aprendí más de ella que de muchos de los eminentes profesores de mi educación superior.

Al ir a inscribirme en el Staff School, mi padre, patriarca antioqueno patriótico, me recomendó ser el mejor estudiante de mi clase y no permitir que nadie hablara mal de Colombia. Él había ido como voluntario a construir carreteras militares en el Trapecio Amazónico durante el conflicto con el Perú al comienzo de los años treinta. Luego de aprender inglés sobre la marcha y tomar el ritmo de las clases, logré sacar mejores calificaciones que las de mis compañeros, algo que fortaleció mi confianza en mí mismo. Al final del año escolar, Mr. Shannon me dio un premio consistente en un lapicero Parker y una copa de plata con la inscripción al mérito académico. La influencia de estas dos maestras de primaria, y el hecho de que el Staff School fuera coeducacional, dieron origen a mi feminismo.

Un evento europeo originó la importancia que le concedo a los temas internacionales. El 14 de junio de 1940 al final de la tarde, mi padre llegó a casa al borde de las lágrimas. Al preguntarle la causa de su angustia me respondió: Cayó París. El ejército alemán había entrado a la Ciudad Luz. Mi padre era francófilo. Seguía los acontecimientos de la guerra en Europa escuchando por la noche las emisiones radiales de la BBC. Su primer idioma extranjero era el francés. Me decía que todo hombre tenía dos patrias, la suya y Francia. Como colombiano de su generación, le reprochaba a Estados Unidos la pérdida de Panamá. Me recitaba trozos de Cyrano de Bergerac. Para él, la derrota de Francia era una catástrofe. A los seis años de edad, yo no entendía cómo caía una ciudad, ni cuál era la relación de ese hecho con nosotros. Pero concluí que si era algo que afectaba a mi padre de esa manera, entonces lo que sucedía lejos de Colombia tenía que ser importante.

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El Centro tenía el diseño arquitectónico y el equipamiento urbanístico de una pequeña ciudad de Estados Unidos.
A cada ingeniero se le suministraba una casa completamente amoblada, protegida con anjeo, con ventiladores de aspas en el techo, nevera, estufa de gas y radio, además de un pick-up como vehículo de transporte individual. El Centro estaba dotado de un hospital moderno con personal médico extranjero dirigido por Dr. Galloway, un especialista en medicina tropical; un centro comunal que servía como sede de eventos y sala de cine, a la cual llegaban las películas de Hollywood, donde recuerdo haber visto Fantasía de Walt Disney y El Mago de Oz, con Judy Garland; un supermercado surtido con leche en polvo, alimentos procesados y cereales traídos de Estados Unidos; y una cancha de golf donde acompañaba a mi padre a jugar y le cargaba los palos de golf. Lo que no había era piscina. Para practicar natación era necesario ir al énclave de la Troco en Barrancabermeja. La ida a Barrancabermeja, a disfrutar de la piscina donde aprendí a nadar, tendría consecuencias inesperadas.

En oficinas prestadas en el antiguo edificio de la Compañía Colombiana de Seguros en Bogotá, Fedesarrollo inició labores en condiciones precarias, enfrentando las suspicacias y reticencias

La comunicación entre El Centro y Barrancabermeja era por una vía férrea de la Troco, por la cual transitaban autoferros que movilizaban el personal de la empresa entre los dos énclaves, el del campo petrolero y el de la refinería de Barrancabermeja.

El énclave de la refinería estaba separado del resto de la ciudad por una malla. El Centro no requería malla porque estaba rodeado de selva tropical. La vía férrea de la Troco no llegaba hasta la refinería. El terminal estaba en las afueras de la ciudad. El autoferro que nos llevaba a la piscina nos depositaba en el terminal, donde un bus de la empresa nos conducía por las calles de la ciudad hasta el énclave de la refinería, donde estaba la piscina del hotel que albergaba a los técnicos extranjeros que manejaban la refinería. El trayecto en bus por las calles de Barrancabermeja la primera vez, me permitió formarme una idea de la Colombia real, cuyo buen nombre estaba obligado a defender frente a mis compañeros del Staff School. Lo que percibí fue desorden, desaseo, desgreño, calles sin pavimentar y cantinas de mala muerte de donde entraban y salían mujeres de dudosa ortografía con indumentarias vistosas. Si este era mi país, entonces mi país estaba atrasado. Y en comparación con las condiciones en que vivía en El Centro, estaba muy atrasado. Adquirí pues, a temprana edad la impresión del atraso relativo del país, pero lo hice al contrario de lo que les sucede a los niños latinoamericanos cuando sus padres los llevan por primera vez a París o a Disneylandia.

Este hallazgo tuvo un impacto aun mayor por algo que me marcó por el resto de la vida. En la acera del frente de una carpintería, que hacía las veces de funeraria, observé unos tres ataúdes para adultos, de un metro con ochenta de altos, hechos con tablones toscos. Así uno no esté familiarizado con ataúdes en la niñez, se imagina cuál es su uso. Lo que me intrigó fue ver que al lado de los ataúdes había una fila de cajitas pintadas de blanco, hechas con madera pulida, de unos sesenta centímetros de altura y unos veinte centímetros de ancho. Al preguntarles a mis padres el significado de esas cajitas, me explicaron que ese era el resultado de las defunciones de recién nacidos a causa de las enfermedades gastrointestinales.

El índice de mortalidad infantil en esa época era del orden de cien defunciones por cada mil nacidos vivos, unas diez veces mayor que el actual. Como marcada por un hierro candente se gravó en mi mente la asociación entre el atraso relativo y las condiciones de salud ambiental. En lo que respecta a mi agenda personal frente al atraso, si quería encender una luz en vez de maldecir la oscuridad, debía contribuir a reducirlo cuando fuera adulto. De allí mi insistencia casi obsesiva en la necesidad de dinamizar el crecimiento como medio eficaz para reducir las tasas de mortalidad materno-infantil en el país. Detrás de mi empeño por impulsar el crecimiento económico se esconde la imagen de las cajitas blancas.

El Nobel de Economía Robert Lucas se planteaba esa asociación de la siguiente manera: Se preguntaba si habría medidas al alcance del gobierno de la India que le permitiera lograr un crecimiento mayor. Y agregaba, ‘Las consecuencias para el bienestar humano en interrogantes como estos son sencillamente asombrosas. Cuando uno empieza a plantearse esta clase de interrogantes, es difícil volver a pensar sobre cualquier otro tema.’

Una faceta de mi personalidad originada en El Centro, es el concepto de ser outsider, de no hacer parte del grupo mayoritario. Por definición, era un outsider en el Staff School. Al continuar estudios secundarios en San Bartolomé, era un outsider en calidad de antioqueño en Bogotá, y además un antioqueño angloparlante. Luego, fui outsider como estudiante extranjero en Estados Unidos. Lejos de incomodarme, acepto la condición de outsider, la valoro y la cultivo. Me permite establecer un tratado de límites con mi entorno y me da libertad para disentir de los dogmas religiosos y políticos cuando no pasan la prueba de la racionalidad.

Descubrí que dos de mis personajes favoritos eran outsiders: Albert Camus, nacido en Argelia, a quien Hannah Arendt llamó ‘el mejor hombre de Francia’; y Jean Monnet, vendedor de licores de la región de Coñac, angloparlante y cosmopolita, considerado el padre de la unificación europea. También fueron outsiders, por provenir de regiones periféricas de sus respectivos países, Robert Schuman de Francia, Konrad Adenauer de Alemania y Alcide De Gasperi de Italia, los tres estadistas que crearon la Comunidad Económica Europea.

Cuando estudié los ejemplos exitosos de modernización económica y social, encontré que, por lo general, habían sido impulsados por un grupo compacto y reducido de reformadores, trabajando en equipo, con un propósito común. Ese es el origen de mi interés por el tema de la tecnocracia y de su asociación con Fedesarrollo.

Tres acontecimientos reforzaron mi convicción acerca del poder de las ideas:
Las investigaciones de un grupo de profesores del Center for International Studies de MIT resultaron plasmadas en La Alianza para el Progreso de la administración Kennedy;
Mi propuesta sobre integración subregional, La Comunidad Económica Caribe-Andina, (1967), fue acogida por el presidente Lleras, quien en asocio del presidente Eduardo Frei, de Chile y el presidente Raúl Leoni, de Venezuela, impulsó la conformación del Grupo Andino; y Las recomendaciones de la Asociación Colombiana de Facultades de Medicina sobre salud sexual y reproductiva condujeron a la decisión de prestar servicios modernos de planificación familiar en los hospitales públicos durante la administración Lleras Restrepo.

Cuando Manuel Carvajal y yo acordamos la modificación del objetivo de la nueva entidad, confluyeron impulsos, circunstancias y enseñanzas acumuladas de tiempo atrás: el propósito de superar el atraso; los primeros pasos de la incipiente tecnocracia que describo en Una Nota Sobre la Tecnocracia Colombiana, (2005); haber pasado la prueba de fuego de las negociaciones con los organismos internacionales de crédito durante la crisis cambiaria de 1966; el concepto de outsider; el poder de las ideas; y la necesidad de mejorar la calidad de las políticas públicas y fortalecer los cuadros técnicos del Estado.

Por mi parte, tenía los conocimientos, la experiencia gubernamental, los contactos internacionales, la energía y la confianza en mí mismo para asumir el riesgo calculado de demostrar la viabilidad de un centro de investigación económica y social independiente. En cierta forma, estaban alineados los astros para permitir que naciera en Colombia una institución nueva. Pero si tengo que identificar cuál es el factor que considero el Primum Mobile de la creación de Fedesarrollo, fue la impresión que me causó de niño constatar el atraso de mi país y hacer la conexión entre ese atraso y la proliferación de cajitas blancas en una carpintería de Barrancabermeja.

Hoy, tanto la tecnocracia, como Fedesarrollo, su cuna, refugio y sede, son reconocidas como partes del ordenamiento institucional colombiano. Dejo a otros la tarea de evaluar la contribución que han hecho a la modernización del país. Pero tengo la certeza de que la Barrancabermeja contemporánea no tiene semejanza alguna con la ciudad que conocí en mi niñez; y que las cajitas blancas se han convertido en una reliquia del pasado.

Con respecto al futuro, me limito a repetir lo que afirmé aquí hace catorce años, que sigue siendo relevante, no obstante su excesivo optimismo:

‘Concluyo con una fantasía que no me da pena confesar. Mi sueño es que cuando Fedesarrollo celebre su 50o aniversario en el año 2020, seguirá siendo un centro de excelencia con prestigio internacional. Pero a diferencia de hoy, cuando es un énclave de modernidad en un país subdesarrollado, yo aspiraría a que en esa fecha hiciera parte de la infraestructura intelectual de un país desarrollado y una sociedad moderna. Por sociedad moderna entiendo una sociedad democrática, próspera, igualitaria, pluralista y laica. Si ese sueño se hace realidad, me quedará la satisfacción de saber que los años dedicados a la aventura de construcción institucional en Fedesarrollo hicieron un modesto aporte al bienestar de mis compatriotas.’

Muchas gracias.

Referencias

Invocación a la Modestia, El Bejuco de Tarzán, páginas 281-289.

Una Nota sobre la Tecnocracia Colombiana, El Bejuco de Tarzán, páginas 309-321.

Reflexiones Acerca del Origen y Primeras Actividades de Fedesarrollo, Economía y Opinión, Hernando Gómez Buendía, Editor, 1995, páginas 3-13.

La Comunidad Económica Caribe-Andina, 1967, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá.

RODRIGO BOTERO MONTOYA
Para EL TIEMPO

Fuente de la Noticia

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