Generación diversa: ¿Cuáles son los límites del género?

Pasada la primera década del siglo XX, ya era un hecho que el movimiento a favor del voto para las mujeres, que se había iniciado en el siglo XIX en Europa y Estados Unidos, iba por buen camino. Las que participaban en el ala más militante se conocía como las suffragettes y tuvieron que enfrentarse a un largo período de lucha y acciones colectivas antes de que sus demandas (junto con las de otros grupos de mujeres que hacían incidencia, las “sufragistas”) fueran reconocidas por sus gobiernos. 

Quienes se opusieron a esta movilización en Estados Unidos y Gran Bretaña alimentaron los terrores más profundos de la sociedad por medio de ilustraciones y caricaturas que se publicaron en periódicos, revistas y hojas sueltas en las que se representaba el horroroso panorama del futuro representado por las suffragettes: mujeres agresivas, con caras deformes, trabajando y golpeando a los hombres en la calle. Ellos, mientras tanto, doblegados por las tareas del hogar, cuidando los niños, lavando platos y barriendo la casa.

Para muchas personas era un escenario aterrador porque el reconocimiento del voto para las mujeres implicaba trastocar las normas, sobre todo aquellas que segregaban el lugar de los hombres y de las mujeres en la sociedad, y obligaba a preguntarse por los roles de cada género en la esfera pública y la privada.

Muchos de quienes se oponían argumentaban que la “naturaleza” de las mujeres era la sumisión, que se manifestaba en recibir protección del padre o el esposo, además de promover la feminidad y las bondades del bello sexo en la educación de los hijos. En 1911, el senador demócrata J. B. Sanford se manifestó en contra del voto para las mujeres en el estado de California así: “La mujer es mujer. Ella no puede deshacerse de su sexo o cambiar su esfera. Permítanle conformarse con su suerte y desempeñar los altos deberes que le asignó el Gran Creador, y logrará mucho más en los asuntos gubernamentales de lo que puede obtener al mezclarse en el juego sucio de la política”.

Esta confrontación se basaba en una búsqueda que aún no termina: la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres en lo doméstico, lo laboral, lo político, lo económico y lo social. Búsqueda que desafiaba un orden social en el que las mujeres estaban subordinadas a los hombres porque, se creía, era parte constitutiva de su género. La discusión se planteó en términos de obligaciones y capacidades, pero demostró también la preocupación que el voto de las mujeres representaba en la ruptura de las tradiciones y del control de lo socialmente aceptado para cada uno de los géneros. Algo más de cien años después, vemos que estas ansiedades sociales han cambiado poco, ahora representadas en el debate sobre qué significa el género más allá de la existencia de hombres y mujeres.

Desde los años 60 del siglo pasado ha entrado en la esfera pública la consideración de que hay otras formas de ser en el mundo, batalla que libraron inicialmente las mujeres trans y a quienes se les suman los hombres trans y las personas queer, no binarias o de género fluido (o personas que no se identifican como hombre ni como mujer y prefieren no etiquetarse).

En 2015, cuando se aprobó en Colombia el decreto que permite a las personas trans cambiar el componente sexo en su documento sin necesidad de un certificado psiquiátrico, eran muy pocas las directivas de empresas, organizaciones e instituciones educativas que se preguntaban si en sus instalaciones debían tener baños mixtos, de género neutro o, en últimas, espacios a los que pudiera entrar cualquier persona.

De unos años para acá, esto ha cambiado y ha pasado a ser una pregunta más frecuente. Por un lado, para garantizar que las personas trans, cada vez más visibles, puedan hacer lo que todo el mundo hace en el baño sin que su presencia sea percibida como una amenaza o como motivo para intentar sacarlas. Por otro, porque las personas de género fluido o no binarias no están dispuestas a seguir más en el clóset y requieren espacios y pronombres que las incluyan.

Esta confrontación se basaba en una búsqueda que aún no termina: la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres en lo doméstico, lo laboral, lo político, lo económico y lo social

Las preguntas actuales sobre cuáles son los límites del género (o si acaso tiene límites) también han llevado a que, progresivamente, algunos almacenes de ropa replanteen la división ya conocida de secciones para mujeres y para hombres porque encuentran que en las nuevas generaciones más personas tienen claro que el género es un amplio espectro en el que cada cual decide cómo construirse y dónde situarse.
Siguiendo los postulados de la teoría queer, a estas personas se suman quienes perciben categorías de identidad como “hombre”, “mujer”, “lesbiana”, “bisexual” o “heterosexual”, por solo nombrar algunas, como reguladoras y controladoras y, por lo tanto, poco liberadoras. Saben que las diferencias físicas entre hombres y mujeres no pueden traducirse en desigualdades en ámbitos como el laboral, el educativo o el doméstico, en la creencia de que las mujeres están hechas para unas actividades; los hombres, para otras, y las personas trans… ¿para cuáles?

De hecho, cada año es más evidente que las nuevas generaciones están superando la idea del azul para los niños y el rosado para las niñas o la premisa de que hay deportes, carreras y formas de vida para hombres y otras para mujeres. Sam Smith, Amandla Stenberg, Miley Cyrus, Rain Dove y Ruby Rose son algunas de las personas famosas que abiertamente se identifican como “no binarias”.

La filósofa norteamericana Judith Butler explica en su libro El género en disputa que aunque el género se ha entendido como una expresión natural del sexo, nadie nace con un género. Es decir que, más allá de las diferencias físicas evidentes entre hombres y mujeres, la feminidad (o la idea de que las mujeres nacen delicadas, hogareñas y femeninas) y la masculinidad (o la creencia de que los hombres nacen agresivos, proveedores e incapaces de demostrar sus sentimientos) son construcciones sociales aprendidas y no características naturales o biológicas.

Esta teoría se manifiesta en la vida cotidiana cada vez con mayor visibilidad. La incomodidad y resistencia que genera hablar de lenguaje incluyente (en el cual se cuenta la letra e para referirse a las personas y sus adjetivos) y las alternativas escolares para la educación de los hijos en esquemas más flexibles en torno a los roles de género muestran que se está dando un cambio y que este, tal como sucedió en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, obliga a replantear la rigidez de los esquemas sociales en los que hemos sido educados.

Cada vez más las nuevas generaciones se hacen conscientes de la importancia de la diversidad y de respetar la diferencia. Se adapta con mayor facilidad a la identidad de sus pares y a cómo estos prefieren ser llamados. También se visten y se peinan como prefieren, sin pensar si su elección es de “hombre” o de “mujer”. El problema sigue siendo el choque con los adultos y los sectores conservadores que rechazan esta realidad fundamentados en que las mujeres son “por naturaleza” de una manera y los hombres, de otra. Son quienes les siguen enseñando a esos menores, a través de señalamientos, chistes o manuales de convivencia, que determinados comportamientos son “poco femeninos” o “poco masculinos”, justificando así el matoneo y la violencia hacia quienes no se ajustan a la norma.

Cada vez más las nuevas generaciones se hacen conscientes de la importancia de la diversidad y de respetar la diferencia

El mismo hecho de que Brigitte Baptiste, una científica y mujer trans, haya sido nombrada rectora de una universidad de trayectoria demuestra lo visionario y enriquecedor que resulta combinar las diferentes experiencias de vida en una sociedad que está cambiando. Es una manera de acoger otras perspectivas sobre la ciencia, la educación, la formación de futuros profesionales y la idea de una sociedad más incluyente, diversa y respetuosa de la diferencia.

En un periodo de aproximadamente diez años, Colombia avanzó de manera significativa en leyes, normativas y políticas que favorecen la igualdad de derechos de quienes se salen de la heterosexualidad obligatoria y de las normas de género. El reto ahora, más que legal, es cultural: las nuevas generaciones están demostrando que cada quien construye el género a su medida porque no es estático. Por el contrario, es maleable, se puede desdibujar y no presenta normas rígidas, y esto no implica perder de vista el contrato social sobre el cual se acuerdan los principios básicos de convivencia, justicia y equidad.

En la próxima década el desafío estará en que la flexibilidad propia del género se materialice en cambios reales y supere las divisiones en temas como el servicio militar, los deportes, los baños, los colegios, las profesiones, entre otros asuntos. En este proceso la educación será un canal fundamental: la llegada de nuevas voces a viejas prácticas institucionales permitirá reestructurar la forma como se han enseñado y concebido los roles de género. Y no hay que olvidar que la crítica a estos modelos de género desiguales y limitantes implica cuestionar las formas de poder autoritarias que minimizan las capacidades de cada quien, y que en últimas fomentan las brechas salariales y promueven el acoso y la violencia sexual.

Esto implicará establecer un diálogo entre esas nuevas generaciones y quienes vivieron en estructuras más rígidas respecto al género. El reto estará en evitar que el choque entre estas nuevas voces y los sectores que se resisten a reconocer la diversidad impida avanzar hasta entender que las etiquetas impuestas para excluir o justificar desigualdades tienen sus días contados.

LINA CUÉLLAR y MARÍA MERCEDES ACOSTA*
Especial para EL TIEMPO}*Lina Cuéllar es historiadora, cofundadora y directora de Sentiido. María Mercedes Acosta es periodista, cofundadora y editora de Sentiido.

Fuente de la Noticia

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