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Las gentes de San Andrés y Providencia

Las gentes de San Andrés y Providencia

Por Álvaro Cepeda Samudio (El Nacional, noviembre de 1953)

Por: Álvaro Cepeda Samudio . Especial para El Espectador

Como un homenaje a los raizales que trabajan en la reconstrucción de las islas del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, luego del huracán Iota, publicamos este texto del escritor barranquillero del que hoy se celebra su natalicio número 95. Es parte del libro “Providencia y otros textos”, editado por la Universidad del Norte en 2019.

Las gentes

Las gentes de la isla son alegres. En el Bar Tropical, siempre hay un bar en cualquier pueblo, que también tiene el patio abierto sobre el mar, se han reunido los isleños a celebrar este domingo que no estaba en los almanaques. Estos hombres lanzan al aire sus brazos largos como mástiles y se abrazan a gritos. Si uno no está acostumbrado a esta tremenda efusividad isleña, podría creerse que están al borde de una trifulca cuando en realidad sólo están para tanta alegría y los isleños tienen que salirse a la calle, con anchos gritos y la música de sus maracas primitivas. A lado y lado de la única calle se levanta la isla en amplias casas de madera, siempre de dos pisos que recuerdan los pueblos norteamericanos. Porque hay sectores de San Andrés que parecen trasplantados de alguna parte del sur de los Estados Unidos.

En una de estas casas vive Millicent Archibold con su nombre para un cuento y sus anchas pantuflas de palma. Y en su tienda se reúne por las noches un grupo de isleños a bailar calipsos y a tomar lentos tragos de ron picante. Los músicos, que son tres, van llegando los primeros con sus guitarras y una trajinada dulzaina. Cuando la monotonía del calipso comienza a colarse por las grietas de la casa de Millicent Archibold ya estamos apretados contra las paredes esperando que Joe Rodríguez termine de bailar para entregarle su sombrero y su botella y que él nos entregue su pareja. Porque aquí no invitan a nadie.

Los músicos tocan entre sí, y cuando alguno se cansa, otro ocupa su silla y la música nunca para de sonar. Usted entra también porque sí, baila y puede irse o quedarse sentado sobre las mesas para que haya más espacio para las parejas, todo el tiempo que quiere. Aquí, en casa de Millicent Archibold, mejor que en cualquier otra parte, puede verse cómo son de sanas y amigas las gentes de la isla. Los hombres entregan sin reservas sus sonrisas de colombianos alegres y hermanos y las muchachas cuentan que una vez estuvieron en el continente, es decir, en Cartagena. (Le puede interesar Cepeda Samudio y “La casa grande”).

Pero la isla, que había sido olvidada por todos, fue recordada por la violencia. Aquí donde el odio era desconocido tuvieron que traerlo de fuera.

—¿Ustedes son también del continente?

—Sí, es decir, de Colombia.

—Otros continentales vinieron antes y están todavía aquí.

—¿Y qué hacen?

—Lo empujan a uno. Y llega un día cuando uno se cansa.

Yo miro a los isleños con su alegría inofensiva y no puedo explicarme a qué vinieron esos otros continentales de que me hablan. El cine de San Andrés tiene dos cosas originales: el nombre y las películas que exhiben. El nombre del cine es “Caribe” como si las gentes no se cansaran nunca del mar. Y el día que estuve en la isla mostraban Los árboles mueren de pie, de Casona, y con López Lagar. Yo pregunto si la mayoría del pueblo entiende español. Me dicen que a medias. Nadie pudo explicármelo, pero en el “Caribe” siempre exhiben películas en español.

La casa del padre de Antonio Newbold es diferente de las demás. Quiero decir que sólo tiene un piso y es de ladrillos y cemento. La casa no la han terminado todavía pero había allí tres camas bien dispuestas. Y cuando Antonio Newbold llegó por la mañana nos encontró en su casa. No era para nosotros. En realidad él mismo no sabía quién la ocuparía. Como estábamos muy cansados, simplemente entramos y nos acostamos. Esto le pareció muy bien a Antonio Newbold.

—Era para un ministro.

—Nosotros sólo somos periodistas.

—Da lo mismo, sirvió para algo que (…).

Y siempre el mismo orgullo de ser colombiano y la misma alegría sana y sencilla. Los estudiantes miran el balcón vacío de la casa intendencial con los ojos llenos de lluvia. Sobre sus vestiditos blancos comienzan a caer gotas coloreadas de banderas. Los viejos han perdido la cuenta de los años que llevan esperando. Y esta espera ha sido contagiada a los pequeños que luchan con un idioma nuevo en una escuela nueva. La lluvia ha comenzado cuando pasamos frente a Hiness Key y todavía estábamos asombrados del paisaje transparente.

Cuando desembarcamos y caminamos la doble fila de estudiantes que nos miraban incrédulos, la placita con su busto verde de Bolívar se protegía debajo de los almendros, tuvimos miedo de que el charlatán de siempre recordara la famosa frase. Julio Gallardo se ha sentado sobre la isla. Hacía diez años que había comenzado el hobby de invitar presidentes a que vinieran a San Andrés. Cada nuevo presidente recibía la visita de Gallardo instándolo a que viniera a la isla. Todos aceptaban en principio, pero no vinieron nunca.

Al general Rojas no logró verlo: él sí vino. Gallardo es dueño de medio San Andrés y es muy probable que controle gran parte del otro medio. Podría convertirse en un gran agente de turismo, si Chelo de Castro le da la oportunidad. Nunca he oído alguien hablar tanto y tan seguido sobre un mismo tema, San Andrés, como a Gallardo. Pero en realidad el archipiélago se basta a sí mismo en materia de propaganda. Pero Julio Gallardo logró venderle un vestido de baño a Camargo Gámez, otro a Juan Goenaga y un jugo a Mosquera García. Para él, un gran comerciante, ese fue el día de su mejor triunfo.



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