las posibilidades “históricas” de la tecnología

Presentamos a continuación un adelanto del libro de Paula Bach –en proceso de elaboración– sobre el devenir de las “nuevas tecnologías” entre la crisis económica, la ontología del capital y la geopolítica. El fragmento que publicamos está centrado en la polémica con diversas posiciones postcapitalistas y constituye el apartado que –a modo de conclusión– cierra la segunda sección del libro de las cuatro que lo componen. La primera está dedicada a discutir el legado de Lehman profundizado por la pandemia, como condición objetiva necesaria para reflexionar sobre las posibilidades del desarrollo de una nueva “Revolución industrial”. La segunda analiza empíricamente el estado actual de las “nuevas tecnologías” –como la inteligencia artificial, la robótica, la impresión 3D, la nano y la biotecnología– y polemiza con diversas posiciones de autores de corrientes disímiles sobre las potencialidades, dinámica y condiciones concretas para su transformación en fuerza material económica a gran escala. La tercera discute sobre el futuro del trabajo humano y las diversas posturas que, como en una escala de grises, se desarrollan entre la concepción de una especie de “circularidad” y la idea de una “transformación radical” bajo condiciones capitalistas, cuya versión más acabada se sintetiza en la idea del “fin del trabajo”. La cuarta –y última– introduce la dimensión geopolítica, fundamentalmente en lo que hace a la competencia tecnológica entre Estados Unidos y China considerando, en términos generales, las relaciones entre la tecnología, la economía, los espacios para la acumulación del capital y los aspectos militares. En la versión del apartado que publicamos fueron sustraídas las referencias que pierden sentido en el texto independiente, aclaradas en nota al pie algunas cuestiones que nos parecieron indispensables e incorporados algunos subtítulos que facilitan la lectura. Naturalmente, el texto está entrelazado con el conjunto del libro y si bien consideramos que posee entidad como para ser publicado a manera de adelanto, pedimos disculpas al lector por cuestiones que puedan quedar insuficientemente explicadas.

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Una de las grandes discusiones actuales gira en torno a la pregunta de si las “nuevas tecnologías” constituyen o no lo que se conoce como “tecnologías para propósitos generales”. Es decir, si se trata de tecnologías comparables con la electricidad o el motor de combustión interna que, surgidos a fines del siglo XIX, revolucionaron al conjunto de la economía y la vida de la humanidad entre los años ‘20 y la segunda posguerra mundial. Realizamos aquí un contrapunto con el contenido de este concepto criticándolo –justamente– por el carácter abstracto de la idea subyacente de “economía”. Una indeterminación en la que quedan ocultas las características específicas, la evolución y requerimientos actuales del capitalismo convirtiéndolo, al mismo tiempo, en la forma natural –y, por tanto, única– de existencia de las relaciones sociales de producción. De esta concepción se desprende, en términos generales, una visión lineal del desarrollo tecnológico que aparece como prefigurado en la propia esencia de las innovaciones –o de las “cosas” mismas–. Una forma de abordar el problema que tiene significativas consecuencias respecto del contenido o del “imaginario” de aquellas transformaciones sustanciales.

Si tal como sucedió históricamente, y como lo sugieren los límites actuales a la expansión del capital, los escenarios para la transformación de las nuevas tecnologías en fuerza material dan lugar a convulsiones significativas –en el orden de la economía, la política, la geopolítica y la lucha de clases– cuyos resultados finales están abiertos, resulta imposible no imaginar al menos la posibilidad del establecimiento de relaciones de producción cualitativamente distintas que habiliten un horizonte revulsivo para aquellos “propósitos generales”.

Por supuesto, una perspectiva tal se encuentra por fuera de las especulaciones teleológicas ya sea de Gordon, de Brynjolfsson y McAfee o de otros que, como Martin Ford, también se interrogan sobre el asunto de los “propósitos generales”. Ya criticamos la estrechez histórica que presupone –en el caso de Gordon– la idea de que los inventos de fines del siglo XIX resultan “irrepetibles” en cuanto a la capacidad de “transformar por completo la vida cotidiana, la producción y las condiciones de trabajo”. Si Gordon prefiere ignorar –al tiempo que señala correctamente sus beneficios limitados para el conjunto de la humanidad– la capacidad negativa de “transformar por completo la vida” derivada de la implementación tecnológica capitalista bajo las relaciones de fuerza “neoliberales”, mucho menos desea imaginar un estado de cosas completamente nuevo en el que las innovaciones recientes puedan desplegar transformaciones de similar magnitud en un sentido progresivo. Pero, como lo expresa bien el autor en su abordaje relativo al desarrollo tecnológico en el curso de la Segunda Guerra Mundial, “la necesidad es la madre de la invención”. Una cuestión que obliga a pensar que las limitaciones actuales que enfrentan las “nuevas tecnologías” podrían ser superadas tanto por las necesidades reaccionarias de un capital en busca de nuevos espacios para su acumulación como por necesidades mucho más “deseables” desde el punto de vista de los intereses de las amplias mayorías. Si este último fuera el caso, el desarrollo y transformación en fuerza material de las innovaciones actuales podría, bajo la condición de relaciones sociales de producción superiores, no tener nada que envidiarles a aquellas habilitadas por las tecnologías de fin del siglo XIX. Es necesario insistir sobre la circunstancia de que, por ejemplo, la fusión entre la Inteligencia artificial y la robótica contienen la potencialidad de habilitar una liberación progresiva del trabajo alienado, una cuestión que –sin duda– permitía “transformar por completo la vida cotidiana, la producción y las condiciones de trabajo” en una escala al menos similar a la que dieron lugar la electricidad o el motor de combustión. Los “tecno-optimistas” como Brynjolfsson y McAfee ni se preguntan, por supuesto, por este tipo de “utopías”, aunque no tienen empacho en imaginar un oxímoron como la convivencia entre el capitalismo y una eliminación progresiva de todos los precios. Por su parte, Martin Ford, en una visión si se quiere optimista del desarrollo tecnológico y pesimista respecto de sus consecuencias sociales, descarta toda posibilidad de que el ritmo de la innovación se produzca en paralelo con la realización de una “prosperidad de base amplia” tal como sucedió en el caso de la electrificación. Un diagnóstico que nada tiene que ver con los límites para la valorización del capital sino que, otra vez, se encuentra mecánica y teleológicamente determinado por la esencia de las nuevas tecnologías. Es decir por la “capacidad única” de las tecnologías de la información para sustituir trabajadores y su propensión a crear en todas partes escenarios donde “el ganador se lo lleva todo” que tendrá implicaciones dramáticas tanto para la economía como para la sociedad.

Si bien esta naturalización del estado de cosas resulta más categórica y evidente en este tipo de autores que, en términos generales, integran el mainstream, también repercute –aunque con diversa intensidad y de una manera bastante más laberíntica– sobre la lógica de los autores “postcapitalistas”. Veámoslo algo más en detalle.

Los postcapitalistas

El pensamiento postcapitalista emerge como la resultante de llevar hasta su conclusión lógica la tesis “tecno-optimista” más extrema. Los “tecno-optimistas” observan un desarrollo prácticamente sin trabas de las “nuevas tecnologías” en cuyo devenir el “costo marginal cero” va ganando posiciones y la antigua “escasez” resulta sustituida progresivamente por la moderna “abundancia”, todo en una convivencia relativamente armónica con el capitalismo. Los postcapitalistas, por su parte y en términos generales, también consideran que esa implementación tecnológica vertiginosa está sucediendo ahora. Sin embargo y a diferencia de los primeros, sostienen que en el curso de este proceso el capitalismo va perdiendo automáticamente sus determinaciones.

Paul Mason, por ejemplo, sostiene que la tecnología de la información –el producto más fundamental del siglo XXI– está disolviendo al sistema capitalista en general porque corroe los mecanismos de mercado, socava los derechos de propiedad y destruye la tradicional relación entre salarios, trabajo y ganancia. Es por ello que estas tecnologías nos estarían conduciendo hacia una economía poscapitalista. Para el autor, la respuesta de supervivencia de las empresas a la circunstancia de que la información corroe el valor, consiste en la creación de monopolios sobre esa información, en la defensa enérgica de la propiedad intelectual y en el intento de capturar y explotar una información producida socialmente. De este modo, la principal contradicción del capitalismo moderno es aquella que se da entre la posibilidad de unos bienes abundantes y gratuitos, producidos socialmente, y un sistema de monopolios, bancos y gobiernos que se esfuerzan por mantener el control sobre la información. La tecnología emerge así como una variable independiente que adquiere voluntad y vida propia, transformándose en fuente generadora de “abundancia” –que existe aquí y ahora– mientras que las empresas, bancos y gobiernos persisten a su lado como una especie de residuo u obstáculo exterior al proceso que se encarga de coartarlo parcialmente. Una independencia en todo congruente con la suposición según la cual la innovación y el aumento de la productividad resultan contrarios al incremento de la “explotación” de la fuerza de trabajo en el contexto mismo de las relaciones sociales de producción capitalistas. La conclusión lógica de Mason radica en la necesidad de acelerar radicalmente el proceso tecnológico construyendo los elementos del nuevo sistema de forma molecular dentro del antiguo.

Aaron Bastani, por su parte, enfatiza la idea sugerente de que el capital necesita imponer una “escasez artificial” para crear un mercado allí donde el “costo marginal tiende a cero” porque de otro modo, nadie podría obtener ganancias. Compartimos esta idea pero solo si se comprende a la “reproducción gratuita” como una tendencia que opera en los márgenes del modo de producción capitalista. En cambio, si como sugiere Bastani, estamos frente a un proceso en el cual el costo marginal de producir bienes y servicios se acerca a cero en más y más sectores con el resultado de que una creciente cantidad de transacciones devienen libres y no de mercado, entonces se transforma en la ley que avanza hacia el gobierno de la economía en cuyo caso, otra vez la tecnología parece adquirir vida propia y una “personalidad” en todo independiente de las relaciones de producción bajo las cuales se encuentra subsumida. En este marco, al igual que en Mason, las “nuevas tecnologías” emergen como el deus ex machina originante del reino de la abundancia por oposición al precedente reino de la escasez, cuestión que redunda en dos resultados centrales. Por un lado, se pierde de vista el carácter relativo de los conceptos de “escasez” y “abundancia” al tiempo que se acepta la idea de “escasez” sobre la cual se funda la teoría económica burguesa. Pero, por el otro lado y lo que más interesa resaltar aquí, la tecnología –al igual que en Mason– aparece como partera de una “abundancia” ilimitada que se enajena de la manera específica en la que la propiedad privada de los medios de producción –que, recordemos, es la propiedad privada de la tecnología– la gobierna y la moldea a su imagen y semejanza. En este contexto, la idea de Bastani de la recreación de “escasez artificial” –en tanto acompaña una generación “objetiva” de abundancia no obstaculizada por el capital que solo la limita colocándole “precio”– termina quitando el problema del terreno de la producción y relegándolo a aquel de la “distribución”. Cuestión que, de nuevo y naturalmente, deja de lado el rol esencial del carácter privado de los medios de producción y concentra la solución en la necesidad de mejorar las condiciones de la distribución al interior del capitalismo. Por ello, en términos de Bastani, si bien el horizonte político es el de un mundo más allá del trabajo y la escasez, la tarea más urgente consiste en romper con el neoliberalismo buscando alternativas viables dentro del sistema.

Por último, aunque la visión de Nick Srnicek y Alex Williams en Inventar el futuro es ambigua y parece algo más consciente de la impronta que el capital impone a las tecnologías, acaba por adjudicar a las últimas igual estatus independiente. Un asunto que queda claro en el hecho de que, en la visión de los autores, la manera en la que el capital moldea a las tecnologías no depende del carácter privado de los medios de producción –o sea, de la propiedad privada de las tecnologías, insistimos– sino de la “política” como concepto abstraído de esas relaciones. Señalan los autores que la tecnología no es neutral y es “política”, pero es flexible, lo que significa que siempre excede los propósitos para los cuales fue ideada. Nuevamente, se reitera aquí el problema de los límites. ¿Hasta dónde pueden las tecnologías bajo relaciones de producción capitalistas exceder los “propósitos” para los que fueron creadas? Solo en los márgenes, naturalmente. Sin embargo, Srnicek y Williams plantean la necesidad y la posibilidad de impulsar una sociedad plenamente automatizada que garantice condiciones de “abundancia” dentro de los confines mismos del capitalismo y como precondición para una futura sociedad postcapitalista. La falta de límites adjudicada a la circunstancia de que las tecnologías puedan exceder los “propósitos” para los que fueron ideadas, las termina convirtiendo en una variable independiente despojada de la aparentemente reconocida manera en la que el capital las moldea. De manera tal que la “primera demanda” poscapitalista consiste en la exigencia “política” de una sociedad plenamente automatizada que conduzca la tendencia actual más allá de los límites aceptables por el capitalismo. Mediante el uso de los últimos desarrollos tecnológicos, esta economía –la capitalista, recordamos– apuntaría a liberar a la humanidad de la monotonía del trabajo y a producir al mismo tiempo cantidades cada vez mayores de riqueza. Lo notable es que todo esto sucedería al interior mismo del capitalismo o, dicho de una manera más prosaica, respetando la propiedad privada de los medios de producción. Porque como los autores se encargan de aclarar, debido a que un cambio transformativo total no es inmediatamente posible, un compromiso con la totalidad del poder y el capital resulta inevitable. Después de todo, la elección de qué tecnologías desarrollar y cómo diseñarlas es, en primera instancia, una cuestión “política”.

Esta forma de razonar tomada en su conjunto que –a pesar de los dichos de los autores– presupone unas tecnologías “neutrales”, se corona con la idea recurrente de que los bajos salarios refrenan la incorporación de innovaciones que permitan incrementar la productividad. Una cuestión que, si por un lado guarda un aspecto de realidad, por el otro, en su consideración abstracta, unilateral y por tanto carente de comprensión del problema en su total dimensión, se traduce en una apreciación irreal de la dinámica del asunto. De una parte, subestima sobremanera la presente crisis estructural capitalista que enfrenta conjuntamente una escasez de espacios rentables para la acumulación ampliada y la necesidad de obtener nuevas fuentes de trabajo barato o, dicho de otro modo, de incrementar la explotación. Aspectos que, a diferencia de las condiciones particulares desplegadas en la década del ‘90, “refrenan” la inversión masiva en innovación tecnológica. De otra parte, parece interpretar la incorporación de nuevas tecnologías –en el mismo sentido discutido con Mason– como una suerte de “imposición” al capital. Una concepción que ignora tanto el rol de la competencia intercapitalista en tanto motor de la inversión en nuevas tecnologías como el aumento de la explotación necesario y derivado de esa inversión, reafirmando nuevamente la idea de la tecnología como fuerza independiente de las relaciones de producción. Sin embargo, la aplicación tecnológica y la consiguiente reducción del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción se resuelven, bajo la égida del capital, en un incremento de la explotación aunque de una manera distinta a la de la reducción directa de los salarios nominales y/o reales. La plusvalía relativa resulta la forma a través de la cual el capital valoriza la creación de tiempo libre derivada de la inversión en nuevas tecnologías. Dicho en términos de Marx, su tendencia es siempre por un lado, la de crear tiempo disponible y por el otro, la de convertirlo en plustrabajo. La negación de la manera particular en la que el capital –necesariamente– moldea a su imagen y semejanza a las tecnologías, su aplicación y la producción de riqueza en el mismo acto en el que convierte tiempo disponible en plusvalor, constituye la piedra basal del “fetichismo tecnológico” o, lo que es lo mismo, de la consideración de la tecnología como variable independiente, característica del pensamiento postcapitalista.

Pero lo cierto es que resulta imposible imaginar unos “propósitos generales” de las tecnologías que excedan la lógica del capital sin pensar en la necesidad de subvertir el carácter privado de los medios de producción o, dichos en otros términos, las condiciones de existencia del capital mismo. No es –no puede ser– el desarrollo tecnológico autónomo el que conduzca hacia la disolución de las relaciones de producción capitalistas. Y no se trata de un capricho “maximalista”. Resulta innegable el hecho de que la posibilidad de reproducir ciertos bienes y/o servicios digitales –incluyendo determinados medios de producción como el software e incluso la energía– casi sin necesidad de agregar trabajo y capital adicional aparece como el punto culminante del impulso histórico capitalista a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo. Una cuestión que no puede más que hacer reflexionar sobre aquella famosa exposición de Marx en el –a esta altura ya trillado– párrafo del llamado “Fragmento sobre las máquinas”, frecuentemente evocado por los autores postcapitalistas:

Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio (deja de ser la medida) del valor de uso. El plustrabajo de la masa ha dejado de ser condición para el desarrollo de la riqueza social, así como el no-trabajo de unos pocos ha cesado de serlo para el desarrollo de los poderes generales del intelecto humano. Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante y el antagonismo.

Pero, otra vez, en la actualidad nos encontramos solo frente a síntomas de un resultado semejante, se trata de una tendencia que se manifiesta en los márgenes. Si bien este carácter suele ser más o menos reconocido en términos generales por la mayoría de los autores poscapitalistas –e incluso, por el “tecno-optimismo” perteneciente al mainstream– el nudo de la discusión radica en la dinámica. A diferencia de estos autores, consideramos que el desarrollo de esta tendencia y su transformación en ley que lo domina todo, en modo alguno puede ser impulsado por la propia “fuerza de las cosas”. La manera en la que el capital imprime sus condiciones a esta tendencia entremezcla de una forma inescindible las cuestiones que tienen que ver con las características que asume la producción y el lugar del trabajo humano mismo. En lo que sigue abordamos este asunto.

Abundancia vs. trabajo no necesario y necesidades superfluas

Sin la menor intención de invocar una “cita de autoridad” pero sí para comprender el razonamiento conjunto de Marx que, como veremos, parece guardar suficiente actualidad, vale la pena citar el párrafo complementario del “Fragmento sobre las máquinas” que se lee unos renglones más abajo del texto referido, y que los autores poscapitalistas no suelen mencionar siquiera para confrontarlo con sus posiciones. Marx continúa la idea transcripta más arriba destacando la circunstancia de que:

El capital mismo es la contradicción en proceso, (por el hecho de) que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza. Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma de trabajo excedente; pone por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición –question de vie et de mort– del necesario. Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la realización de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor.

Y, unas páginas más adelante, reflexiona que la tendencia del capital “[…] es siempre por un lado la de crear disposable time [tiempo disponible, N. de R.], por otro la de to convert it into surplus labor [convertirlo en plustrabajo, N. de R.]”.

Es preciso señalar aquí la circunstancia de que existe una relación estrecha entre esa “conversión” y las características particulares que asume la producción de riqueza. En primer lugar, resulta forzoso distinguir entre la capacidad tecnológica que reduce el tiempo de trabajo social necesario para la producción y reproducción de bienes y servicios –en tanto problema genérico– y la necesidad del capital de absorber tiempo de trabajo para su valorización, como problema específicamente capitalista. Esta distinción de lo “específico”, en el sentido de lo que hace que el capital sea capital es, precisamente, lo que impide suponer tanto un desarrollo autónomo de las tecnologías como la posibilidad derivada de una progresiva eliminación del trabajo humano. Resulta que una cosa es la tecnología comprendida en términos de su capacidad de crear “valores de uso” –y de liberar tiempo de trabajo necesario– y otra muy distinta es la tecnología entendida como medio para la creación de valores de cambio, y es esta última cualidad la que le resulta verdaderamente “útil” al capital. El capital es un valor de cambio en busca de vías para su valorización que desprecia el “valor de uso” más que en cuanto vehículo necesario del valor y el plusvalor, es decir, de la ganancia. El capital fijo no tiene la capacidad de generar “valores” enteramente nuevos y es por ello que si, por un lado, la fuerza de trabajo es un “costo” que el capital pretende incansablemente reducir por el otro, el trabajo representa la fuente única de la ganancia genuina que –con igual voluntad– busca incrementar. Precisamente, la tecnología como instrumento productor de plusvalía relativa representa la herramienta privilegiada para combinar esta doble aspiración aún cuando en el mismo proceso erosiona la tasa de rentabilidad e históricamente acaba, como sucede en la actualidad, radicalizando tendencias disolutorias del propio capital expresadas en la posibilidad de reproducción a “costo marginal cero” o prácticamente cero.

No obstante, si gracias a la incorporación de tecnología el trabajo tiende a su progresiva liberación en un polo llegando incluso a su directa eliminación en determinados sectores, el capital busca maximizar su contraparte excedente en todas las variantes posibles. Un proceso complejo que se verifica a través de la combinación de desempleo en determinados sectores, incremento de la plusvalía relativa –entrelazada muchas veces con aumentos de la plusvalía absoluta– en otros y captación de nuevas fuentes de trabajo barato generadoras, fundamentalmente, de plusvalía absoluta. A medida que el capital incorpora nuevas tecnologías y agrega masas crecientes de tiempo de trabajo excedente crea –obligadamente– y subsume bajo su égida nuevas tareas, empleos y “necesidades” no estrictamente necesarias. Y, en este proceso de “poner al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza”, el trabajo excedente se vuelve crecientemente superfluo en la medida que el trabajo necesario decrece. Una cuestión que redunda en un incremento exponencial de una “riqueza” –o una “abundancia”– que aparece en buena parte enfrentada a las verdaderas necesidades sociales. Es aquí donde la discusión con los autores poscapitalistas asume su aspecto más concreto por cuanto los modos específicos de la producción de “riqueza” bajo los criterios de la propiedad privada de los medios de producción no resultan “neutros” sino que, muy por el contrario, adoptan un formato que podríamos denominar de “escasez relativa” frente a aquellas necesidades reales. Como muy agudamente observa David Harvey:

El capital ha reducido sistemáticamente el tiempo de duración de los bienes de consumo mediante la producción de mercancías perecederas, la presión en pro de la obsolescencia programada y a veces instantánea, la creación inmediata de nuevas líneas de productos (como sucede últimamente, por ejemplo, en la electrónica) y la aceleración del ciclo de vida útil gracias al concurso de la moda y de los poderes de la publicidad para destacar los valores de la novedad y la falta de elegancia de lo viejo. Este comportamiento se remonta a los últimos doscientos años y ha generado enormes cantidades de despilfarro. Pero la tendencia se ha acelerado, capturando e infectando visiblemente los hábitos del consumo de masas durante los últimos cuarenta años especialmente en las economías capitalistas avanzadas. La transformación de las pautas de consumo de la clase media en países como China e India también ha sido notable. El sector de la publicidad y las ventas es ahora uno de los mayores en Estados Unidos y gran parte de su trabajo se dedica a la reducción del ciclo de vida útil del consumo.

Jeremy Rifkin, por su parte, relata que en el curso de la Gran Recesión de 2008/9, millones de familias estadounidenses se encontraron con deudas astronómicas acumuladas durante casi veinte años de “consumo derrochador” en la mayor ola de compras de la historia. En un sentido próximo a la formulación de Harvey, observa que esas familias comenzaron a revisar todas las cosas que no necesitaban y que ni siquiera habían terminado de pagar preguntándose “¿En qué estaba pensando?”. Pregunta que se convirtió en un interrogante existencial colectivo y una reevaluación profunda de la naturaleza de la vida moderna o la letanía tácita de la llamada “sociedad de consumo”. En este contexto y en la tesis Rifkin, la noción de “optimizar el ciclo de vida” de los artículos para reducir la necesidad de producir bienes de uso más parciales devino algo natural para determinados sectores de las nuevas generaciones. El autor formula la idea sugerente de que la combinación de la conmoción de 2008/9 con el ascenso de internet y las redes sociales está dando lugar en sectores jóvenes a un pensamiento de “lo compartido” o de “lo común” por oposición a la “propiedad privada” como característica definitoria del sistema capitalista. Una cuestión que termina asociada a la idea de extender el “ciclo de vida de las cosas” pasándolas de un usuario a otro lo que, naturalmente, reduce las nuevas ventas. Si bien el pensamiento del autor se caracteriza –al igual que el del postcapitalismo en general y como lo explicitaremos más adelante– por la “ausencia de límites”, esta reflexión que entrelaza las características de la producción capitalista que estamos criticando con determinadas manifestaciones en la conciencia, merecen toda la atención.

Pero volviendo e insistiendo sobre la cuestión específica del “ciclo de vida útil”, por nuestra parte, avanzamos algo más allá del camino trazado por Harvey –y más implícitamente por Rifkin– reflexionando sobre el significado que, en términos de “valor de uso” y “valor de cambio”, adquiere ese carácter crecientemente perecedero de la “riqueza” sujeta a las modas velozmente cambiantes que imponen las necesidades de reproducción y valorización del capital. El interés por acortar al mínimo la duración de los “bienes durables” –una contradicción en los términos– o la reducción de la vida útil del consumo de este tipo de productos sugiere la idea de una tendencia crecientemente contradictoria entre las necesidades del “valor de uso” y las del “valor de cambio”, pero no ya solo en tanto antítesis interna, sino en tanto disfunción externa. Parecería que, en un proceso acelerado dramáticamente durante los últimos cuarenta años, las necesidades del “valor de cambio” tienden a oponerse cada vez más a la “duración” de los bienes por definición “durables” y, por tanto, a un aspecto muy significativo de su “valor de uso”. Se trata de un esquema aberrantemente irracional que necesita aumentar el tiempo de trabajo humano excedente –cuando el necesario disminuye al mínimo– en el mismo acto en el que reduce el tiempo de vida –una faceta de la “utilidad”– de los productos que libera.

Esta contradicción, que naturalmente se agudiza a medida que el tiempo de trabajo necesario resulta progresivamente reducido, se encarga por sí misma de falsar la idea que visualiza a la tecnología como una “variable independiente” creadora de “riqueza” en general. Las características concretas que adopta la producción de bienes y servicios bajo comando capitalista se enfrentan a la identificación de la “abundancia” concebida en términos abstractos. No existe una “abundancia” que se despliega al lado de un capital que coexiste con ella solo coartándola a través de la imposición de “precios”, mientras gesta las precondiciones de su propia disolución y, por tanto, de un mundo “post”. El capital moldea las características materiales de la riqueza en el proceso mismo de producción que está sujeto a las relaciones propiedad y no solo altera las condiciones de su distribución –los precios– que constituyen, en última instancia, un resultado de la primera. Por ello, las cuestiones claves relativas a la “creación artificial de escasez” hay que buscarlas, a diferencia de la esfera de la distribución de los bienes y servicios donde hurga Bastani, en la “distribución” de los medios de producción, o lo que es lo mismo, en su carácter privado. La creación cada vez más vertiginosa de necesidades superfluas, de productos perecederos allí donde el carácter “durable” funge como característica de la “utilidad” o del “valor de uso” de las cosas, la subsunción al capital de vastos sectores antes por fuera de la creación de valor –ya sea bajo la forma del incremento extraordinario del patentamiento, de la “industrialización” de servicios antes personales, entre otras–, la aplicación a escala masiva de la Inteligencia artificial a la publicidad, a la venta online o a las finanzas –un reflejo tanto de las dificultades para la realización como de la producción del valor–, resultan todos fenómenos inescindibles de la degradación del trabajo, de la proliferación de empleos basura, de la precarización y de la coexistencia ascendente de sobreempleo, subempleo y desempleo. En buena medida, se verifica una aplicación de trabajo “no necesario” destinado a la alimentación de necesidades superfluas. Un sinsentido aparente que pone de manifiesto la manera “general” en la que el capital resuelve la tendencia al “costo marginal cero” pero que debe comprenderse íntimamente entrelazada con los obstáculos actuales concretos que enfrenta para su acumulación ampliada. Las tendencias “disolutorias” desarrolladas por el propio capital –en la medida en que acrecientan su disfuncionalidad– no lo vuelven algo “residual” y más “maleable” sino que, por el contrario y conjuntamente con las dificultades para su acumulación, redoblan su agresividad e irracionalidad. Las perspectivas de la aplicación a gran escala de las “nuevas tecnologías” o de su transformación de “tecnologías para propósitos generales” resultan indisociables de la dinámica derivada de la combinación de estos planos.

Desde todos los ángulos emerge la imposibilidad de suponer un desarrollo autónomo de las tecnologías respecto de las relaciones de producción que las contienen. Una utopía que constituye el ingrediente principal del pensamiento poscapitalista considerado tanto en sus versiones más izquierdistas como las de Mason, Bastani o Srnicek, como en la del ideólogo original de la tesis del “fin del trabajo”, Jeremy Rifkin. Consideramos que una inversión a gran escala en “nuevas tecnologías” que permita hablar de una nueva “revolución industrial” bajo condiciones capitalistas exige como mínimo examinar dos problemas. Primero, la manera cada vez más irracional bajo la cual el capital buscará resolver –conservando, forzosamente, sus leyes– la disminución progresiva del trabajo necesario resultante de la aplicación masiva de las “nuevas tecnologías”. Segundo, la necesidad de dirimir el agotamiento de espacios para nueva inversión rentable que se puso abiertamente de manifiesto a partir de la crisis de 2008/9 y que –al menos hasta el momento– resultó agudizado por el impacto de la pandemia de Covid-19. Sin una resolución relativa de estos obstáculos y bajo la continuidad de las condiciones actuales, toda mayor aplicación tecnológica resultará parcial y muy impensablemente puedan esperarse transformaciones radicales de la economía. Es decir, bajo continuidad de las condiciones actuales, resultan muy poco imaginables cuestiones tales como una transformación sustantiva y a gran escala de los principales núcleos urbanos en “ciudades inteligentes”, con parques automotores totalmente autoconducidos así como un desarrollo pleno de internet de las cosas que, entre otros asuntos, revolucione la producción de todo tipo de artefactos para una fusión cualitativa del online y el offline, por plantear solo algunos ejemplos. La visión enajenada de las relaciones de producción según la cual la tecnología permite el desenvolvimiento de una “abundancia” sin signo, solo “enchalecada” por la imposición “artificial” de mercados y forjada por fuera de las condiciones críticas y concretas de la economía actual, redunda en caracterizaciones simplistas que acaban minimizando el rol distorsionante del capital en el terreno mismo de la producción. Se trata de una manera de razonar las cosas que, en términos generales, se plasma en proposiciones al estilo de Rifkin. El autor de The zero marginal cost society relata un avance casi desenfrenado hacia el “costo marginal cero” de prácticamente todo: desde el meteórico incremento de internet que redujo el costo marginal de garantizar la información a casi cero, seguido del vertiginoso descenso del costo marginal de aprovechar el sol, el viento y otras energías renovables abundantes, así como de la impresión 3D y los cursos online de educación superior. En el mundo de Rifkin, a medida que la revolución de la impresión tridimensional –como ejemplo de la “productividad extrema”– entre en acción,

[…] eventualmente e inevitablemente reducirá los costos marginales a casi cero, eliminará las ganancias y hará que el intercambio de propiedad en los mercados resulte innecesario para muchos […] productos. La democratización de la manufactura significa que cualquiera y eventualmente todos puedan acceder a los medios de producción, volviendo irrelevante la cuestión de quién debería poseer y controlar los medios de producción y al capitalismo junto con ella.

En todas estas visiones, la consecuencia lógica de investir a las tecnologías de un carácter autónomo redunda en el hecho de que el capital queda relegado a un sitio más o menos residual mientras el Estado asume un carácter neutral despojado de su rol esencial destinado a garantizar las relaciones de propiedad regentes. La circunstancia cierta de que el desarrollo de las fuerzas productivas impulsa tendencias “disolutorias” del propio capital se transforma en una ley que, paulatinamente, adquiere carácter dominante al interior mismo de las relaciones de producción existentes y termina por desintegrarlas en el curso de un proceso evolutivo más o menos armónico. Es por ello que, incluso en las variantes poscapitalistas más de izquierda, la cuestión de “qué tecnologías desarrollar y cómo diseñarlas” se plantea como un problema de orden “político”. Cuestión que debe entenderse en términos de la innecesariedad de cuestionar el carácter privado de los medios de producción. Sucede que –de acuerdo a la lógica de estos autores– desde la ocupación de posiciones en un Estado neutral, la tarea del momento consiste en acelerar una innovación e inversión tecnológica que necesariamente termina siendo “neutral”. Esta aceleración acabará, por sí misma, desarrollando la automatización, la abundancia y finalmente, diluyendo las relaciones privadas de producción.

Sobre distribución, producción y trabajo humano

Aunque hay que reconocerles a los autores poscapitalistas una relativa mayor “coherencia interna” de pensamiento respecto de aquel de los “tecno-optimistas”, su fetichismo tecnológico –en la medida en que niega las leyes fundamentales del capital y al Estado como su instrumento– acaba en una teleología similar. Esta teleología comparte con la del mainstream –ya sea en su acepción optimista o pesimista– una subestimación extrema de los escollos estructurales puestos de manifiesto por la crisis de 2008/9. Sin embargo, la debilidad de la inversión real emerge como el dilema concreto más agudo e inmediato que enfrenta la economía en la actualidad. Una cuestión que se encuentra asociada íntimamente al agotamiento de las fuentes de plusvalor absoluto y relativo que, bajo una multiplicidad de circunstancias y combinaciones, habilitaron las décadas de crecimiento –aún moderado– bajo el esquema neoliberal. Pero los problemas relativos al trabajo humano, al “valor” y al “plusvalor” en tanto única fuente genuina de la ganancia, se esfuman en todos los diagnósticos, pronósticos y programas postcapitalistas. Amén de las múltiples referencias al “valor-trabajo”, el dilema del capital queda focalizado en la tendencia abstracta y unilateral a la desaparición de los precios derivada de la inversión tecnológica. La reducción del tiempo de trabajo al límite aparece siempre integrada a la idea de “costo marginal cero”, pero debido a que en esta definición –adoptada por la mayoría de los autores postcapitalistas y proveniente de la síntesis neoclásica– el “trabajo” resulta interpretado solo en su carácter de costo y no en su carácter de fuente de la ganancia, el precio deja de ser el vehículo necesario del valor, independizándose completamente y adoptando protagonismo en la forma de una indeterminación. Se pone así de manifiesto una desvinculación absoluta entre “precio” y “valor” que toma cuerpo en la circunstancia de que el capital aparece como capaz de tolerar el “fin del trabajo” aunque no el “fin de los precios”. Los precios quedan disociados de las determinaciones de valor o, dicho de otro modo, del trabajo humano cuya reducción impulsada por la tecnología resulta, como lo discutimos más arriba, combatida de una y mil maneras por las necesidades del capital. De hecho, estos autores reniegan de la unidad contradictoria del trabajo en cuanto costo y en cuanto fuente de la ganancia que se constituye en un factor determinante de los movimientos del capital. La idea de la “explotación” entendida solo bajo la forma de recortes salariales y ataques al sistema de protecciones sociales y presentada como opuesta a la aplicación de innovación tecnológica en manos del capital –eludiendo sus modalidades particulares de incremento de la explotación–, resulta tributaria de este mismo razonamiento en el que el salario aparece siempre como mero costo. Justamente, la plusvalía relativa –cuya extracción se encuentra particularmente entrelazada a la incorporación de nueva tecnología y por tanto, a las condiciones mismas de la producción– encarna el mecanismo más acabado a través del cual el capital reacciona a la disminución del tiempo de trabajo necesario, combinando la doble aspiración de reducir el salario y aumentar la ganancia, en términos relativos. Parecería ser que la tendencia a identificar al trabajo solo en su faceta de “costo” conduce a pensar todo el movimiento desde la esfera de la circulación. De este modo, mientras los “recortes” salariales se verifican en el intercambio, la reducción del salario relativo –invisibilizada por los autores postcapitalistas– resulta, por lo general, inapreciable en esa esfera y tiene un claro origen en el terreno de la producción. En una misma tónica de razonamiento, la presunción del “fin del trabajo” deviene –en el pensamiento postcapitalista– un problema para el funcionamiento del capital no porque anule las condiciones de producción de la ganancia genuina, sino solo porque la inexistencia de salarios conduciría al agotamiento de los mercados de consumo. Este conjunto de factores explica el hecho de que, para estos autores, los problemas del capital suelen plantearse –y encontrar algún tipo de resolución– en el terreno de la circulación –y de la distribución– y no en el de la producción.

Esta forma de razonar, necesariamente, subestima la escasez de fuentes suficientemente rentables para el desarrollo de nuevas inversiones como problema acuciante de la economía actual y, en consecuencia, adolece de una gran falta de imaginación –y memoria histórica– respecto de los posibles intentos capitalistas para su resolución. Es aquí donde la discusión alcanza su punto culminante. Porque una cosa son las contradicciones que el desarrollo de las fuerzas productivas le plantea en términos generales al capital y otra las condiciones concretas, las circunstancias específicas, bajo las cuales esas contradicciones se ponen de manifiesto. Suponer que el desenvolvimiento de las primeras conducirá por impulso propio hacia la disolución misma del capital implica –amén de todo lo dicho más arriba– ignorar, necesariamente, las segundas, es decir, el lugar de la crisis estructural abierta en el período post 2008/9 y profundizada al calor de la pandemia, de la notable debilidad de la inversión en la “economía real”, de las relaciones crecientemente tensas entre los Estados capitalistas e, incluso, de la acción de la lucha de clases. La contradicción entre el desarrollo de “nuevas tecnologías” y la escasez de espacios rentables para su transformación en fuerza material económica a gran escala resultó partera, invariablemente, de períodos extremadamente convulsivos en los que aquellas grandes fuerzas entraron en acción. No pretendemos imaginar los escenarios concretos que tendrán lugar a futuro pero no existe ningún dato de la realidad que permita suponer que una “tercera” o “cuarta” –según los distintos autores– “Revolución industrial” o una “Segunda era de las máquinas” tendrá lugar sin trastocar las condiciones de debilidad global y endémica que exhibe la inversión de capital desde hace más de una década. Alteraciones que, según lo indica la experiencia histórica, no suelen tener lugar armónicamente. Los resultados “finales” de la crisis de los años ‘30 y la Segunda Guerra Mundial por un lado, así como aquellos de la de los últimos ‘60 y primeros ‘70 junto con la ofensiva neoliberal considerada en su conjunto por el otro, se encontraban, por supuesto, indeterminados por aquellas épocas. Nuevamente, no existe razón alguna para presuponer el modo en el que se resolverá la “historia” esta vez, por lo que los pensamientos teleológicos –como de costumbre– quedan fuera de juego.

Lo que importa recalcar aquí es que la eventualidad de que las nuevas tecnologías logren el estatus de “tecnologías para propósitos generales” transformando cualitativamente la economía bajo las “leyes del capital” dependerá, en último término, de la posibilidad de regenerar condiciones que permitan su acumulación ampliada en gran escala. Cuestión que implicará, a su vez, subordinar el desarrollo de unas fuerzas productivas progresivamente liberadoras de tiempo de trabajo bajo condiciones crecientemente irracionales –al menos, desde el punto de vista de las grandes mayorías– no solo en términos de las características de la explotación de la fuerza de trabajo sino también en términos de las particularidades específicas que adopte la producción de bienes y servicios. No se trata de una historia “circular” como, de algún modo, presuponen autores como Gordon, pero tampoco de un mundo “completamente diferente” como, desde distintas ópticas, pretenden las visiones “tecno-optimistas” y postcapitalistas. La manera de algún modo “parcial” en la que el capital resolvió los problemas relativos a su acumulación ampliada bajo las décadas neoliberales, conjuntamente con las contradicciones crecientes que plantea la producción de valor, diseñaron las características de la economía en las últimas décadas. La captación de nuevas áreas de extracción de plusvalía absoluta, combinada con un incremento del desempleo y aumento de la plusvalía relativa –y también absoluta– allí donde la inversión en tecnología se incrementó sustancialmente, se vio acompañada de la subsunción de nuevas áreas –como las de servicios antes personales o la ampliación del patentamiento– a la producción de valor. Un proceso de incremento del espacio para la acumulación del capital que operó conjuntamente con la conquista y creación de nuevos mercados. Aun así, no obstante, la persistencia de límites relativos a la producción de valor dio lugar a la exacerbada financiarización característica del período. En el marco de esta tensión y tal como lo formula David Harvey, la ley del valor constituye la única restricción que durante las últimas décadas impidió la caída del capital en un desorden total. Es decir, persiste como factor organizador del cuerpo del capital. De hecho, la absorción de extraordinarias fuentes de plusvalor suplementario –en particular en el curso de las décadas del ‘90 y del ‘2000– operó como esa restricción al “desorden total” al tiempo que una financiarización gigantesca se alejaba crecientemente –aunque siempre hasta cierto punto– de las determinaciones de valor. Pero el problema, en todo caso, radica en que esa “restricción” se ha estado consumiendo y, en última instancia, la debilidad y crisis estructural por la que transitamos se pone de manifiesto bajo la forma de una escasez relativa pero creciente del “factor organizador”. Aquello que, de algún modo, podríamos denominar como una “crisis ontológica” se entrelaza con la “crisis espacial” del capital.

La hipótesis de Mason de que la “robotización” agota la tendencia histórica del capitalismo a crear nuevos mercados niega –como consecuencia necesaria de presuponer a la tecnología como variable independiente– la circunstancia de que las “formas particulares y concretas” del desarrollo tecnológico bajo la lógica de la propiedad privada de los medios de producción y de la ganancia incluyen la “aplicación tecnológica” misma como instrumento tanto de la pelea por espacios para la acumulación del capital como de la conquista y creación de nuevos mercados. Las contradicciones que enfrenta el capital para su reproducción ampliada no resultan –en sí mismas– vehículo de su disolución sino de una mayor agresividad hacia la clase trabajadora y sectores populares en su conjunto, así como de una creciente conflictividad interestatal incluyendo desde mayores tensiones hasta conflictos bélicos de diversa envergadura. En la dinámica del despliegue de estos escenarios en los que los Estados actuarán interna y externamente –ya lo hacen– como lo que son, es decir, como instrumentos de los diversos capitales, se jugará la aplicación creciente de nuevas tecnologías. Pero en la concepción postcapitalista esta dinámica entrelazada desaparece, y así como el desarrollo tecnológico se vuelve independiente de las relaciones sociales que moldean la producción, también el Estado en general y los Estados en particular, lógicamente, devienen instrumentos “neutrales” e independientes de esas relaciones. Desde un extremo derecho, Rifkin presenta un mundo en el que “La lucha entre los prosumidores colaboradores y los capitalistas inversores, aunque todavía incipiente, se perfila como la batalla económica crítica de la primera mitad del siglo XXI”, mientras “Los gobiernos parecen estar atrapados en el medio intentando servir a dos amos, uno dedicado a un modelo capitalista y el otro a un modelo de los comunes”. Desde un extremo izquierdo, Mason le critica la reducción de la “[…] pugna entre los dos sistemas a una lucha entre modelos de negocios y buenas ideas”, a la vez que saluda su comprensión de que “[…] un mundo de lo gratis no puede ser capitalista y que lo gratis está comenzando a invadir tanto el mundo físico como el digital”. Hay que darle la razón a Mason en su crítica. A lo largo de las –por momentos sugerentes, como referimos más arriba– páginas de The zero marginal cost society, la aparente ingenuidad de Rifkin tiene la capacidad de sorprender a cualquiera, sea cual fuera su credo. Pero el problema de Mason radica en la presunción del automatismo tecnológico que impulsa el ascenso del “mundo de lo gratis” y la “pugna entre los dos sistemas”. Una visión que, al igual que en Bastani, Srnicek y Williams, en la medida en que presupone unas tecnologías dotadas de vida propia encargadas de disolver las bases mismas del capital, interpreta no al “gobierno” –en el sentido en el que lo hace Rifkin– aunque sí al Estado como actor independiente de la defensa de las relaciones de propiedad vigentes. Es por ello que el postcapitalismo tanto de Mason como de Srnicek y Williams o de Bastani –más allá de que en algunos casos alienta medidas que contienen aspectos progresivos– termina, sin excepción, buscando “alternativas viables dentro del sistema” (Bastani), planteando la inevitabilidad de “un compromiso con la totalidad del poder y del capital” (Srnicek y Williams) o llamando a “aprender de nuevo a actuar en positivo” es decir, a “construir alternativas dentro del sistema” y a“usar el poder gubernamental de un modo radical que lo desnaturalice” (Mason). Se esfuma así, junto con su esencia, tanto la fuerza material como consensual del aparato estatal capitalista destinado a resguardar el carácter privado de la propiedad y por eso la transición hacia un sistema superior se desprende del desarrollo tecnológico mismo y encuentra un camino casi liberado. Un proceso prácticamente automático que deberá ser ayudado por el accionar de gobiernos comprometidos en la paradójica tarea de impulsar –desde el Estado capitalista– la transformación tecnológica hasta su conclusión lógica que se resuelve en la disolución del capital.

Se trata de posiciones que niegan la dinámica del capital frente a las crisis en general y adormilan de cara a su esperable accionar en una actualidad en la que se encuentra desafiado por una crisis de aristas múltiples. En igual sentido, desarman frente a la naturaleza de clase y el poder del(los) Estado(s) más allá del carácter de los distintos gobiernos. La transformación de las “nuevas tecnologías” en una verdadera fuerza material que trastoque radicalmente a la economía presupone un salto en la inversión real. Es decir, un cambio drástico en la dinámica actual que requiere como precondición el restablecimiento de condiciones de rentabilidad suficientes para el desarrollo de nueva inversión. Condiciones que exigen, necesariamente, la conquista de espacio para la acumulación ampliada del capital tanto como incrementos cualitativos de la explotación del trabajo. Dos circunstancias que invalidan la tesis postcapitalista.

Reconocer la ofensiva que el capital tiene por delante y suponer que peleará por defender sus leyes con todo lo que posee a mano –como lo sugiere la memoria histórica– implica reconocer una “guerra” cuyos resultados factibles son múltiples incluyendo la posibilidad de su derrota. Y acá es donde mueren todas las teleologías y donde los “propósitos generales” de las tecnologías pueden adquirir una dimensión pensada más allá del capital. Retomando la idea de que “la necesidad es la madre de la invención” se vuelve evidente que esa necesidad no será del mismo tipo si responde a la fuerza y los requerimientos del capital que si proviene de la fuerza y de los requerimientos de las grandes mayorías. El formato ulterior que adquiera la transformación en “fuerza material” de las “nuevas tecnologías” resultará moldeado, en última instancia, por el tipo de “necesidades” que las impulsen. Inevitablemente, si esas necesidades motoras provienen de la fuerza y el interés de las grandes mayorías impondrán, en el curso de su consumación, una transformación radical de las relaciones de producción –es decir, de propiedad– y de su instrumento principal, el Estado.

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NOTAS AL PIE

A lo largo de la segunda sección del libro presentamos y polemizamos con las posiciones de diversos autores –como Erik Brynjolfsson, Andrew McAfee, Robert Gordon, Martin Ford, o Kai Fu-Lee, entre otros– sobre esta cuestión.

Discutimos extensamente este asunto a lo largo de la segunda sección.

Se trata de una de las ideas fuerza de Gordon con la que debatimos en otras partes de la segunda sección. Véase, Gordon, Robert J., The rise and fall of American growth. The U.S. standard of living since the Civil War, Princeton, Princeton University Press, 2016, pp. 17 a 24.

Planteamos, a lo largo de la segunda sección, diversos ejemplos que apuntan en una dirección similar.

Véase, Ford, Martin, Rise of the robots. Technology and the threat of a jobless future, New York, Basic Books, 2015, capítulo 3, ver en particular pp. 85 a 97.

El concepto de “costo marginal cero”, extraído del arsenal neoclásico, busca expresar el hecho de que las nuevas tecnologías permiten la reproducción de ciertos servicios –como música, películas, libros, etc.– sin necesidad de incorporar trabajo ni capital adicional.

Mason, Paul, Poscapitalismo. Hacia un nuevo futuro, Buenos Aires, Paidós, 2016, pp. 160, 202.

Mason dice textualmente: “Si la clase obrera es capaz de resistir los recortes salariales y los ataques al sistema de protecciones sociales, los innovadores entonces se ven obligados a buscar nuevas tecnologías y modelos de negocio que puedan restablecer el dinamismo sobre la base de unos sueldos más elevados; es decir, a través de la innovación y del aumento de la productividad, y no de la explotación” (ibídem, p. 116). Discutimos esta idea en otra parte de la segunda sección.

Ibídem, pp. 314, 365.

Bastani, Aaron, Fully Automated Luxury Communism. A manifesto, London-New York, Verso, 2019, p. 143.

Ibídem, pp. 213, 214, 215.

Ibídem, pp. 176, 177, 178.

El carácter relativo de los conceptos de “escasez” y “abundancia” en un contrapunto con el maistream neoclásico, con el marginalismo y con la visión de Mason, constituye una polémica central de la primera parte de la segunda sección.

Bastani, Aaron, op. cit., p. 174. Véase, también, pp. 176, 177, 178 y 179.

Srnicek, Nick y Williams, Alex, Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, Barcelona, Malpaso, 2017, véase, por ejemplo, p. 215.

Ibídem, pp. 214, 215.

Desarrollamos esas condiciones particulares y las limitaciones actuales en la primera sección del libro.

Marx, Karl, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, Tomo II, México, Siglo XXI, 1982, p. 232.

Véase, Mason, Paul, op. cit., pp. 222, 223.

Véase, por ejemplo, Rifkin, Jeremy, The zero marginal cost society. The internet of things, the collaborative commons, and the eclipse of capitalism, New York, Palgrave, 2014, p. 121, 122, 123.

Marx, Karl, op. cit., p. 228, 229, cursivas y corchetes en el original.

Ibídem, p. 229, cursivas y corchetes en el original.

Bach, Paula, “¿Fin del trabajo o fetichismo de la robótica?”, Ideas de Izquierda 39, julio de 2017, disponible online.

Se trata de una combinación de mecanismos verificada plenamente en las décadas neoliberales que desarrollamos en la primera sección del libro.

Harvey, David, Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, Madrid, Traficantes de sueños, 2014, p. 232.

Rifkin, Jeremy, op. cit., pp. 331, 332.

Ibídem, pp. 320 a 328.

En la primera parte de la segunda sección reflexionamos y discutimos sobre el hecho de que mientras los “precios” representan la forma que adquiere la “distribución” bajo las actuales relaciones sociales de propiedad, la distribución, como ya reflexionara Marx en los Grundrisse, antes de serlo de los productos, es distribución de los instrumentos de producción. Motivo por el cual la distribución de los productos es manifiestamente solo un resultado de la distribución de dichos instrumentos que se halla incluida en el proceso mismo de producción y determina la organización de la producción. Véase Marx, Karl, op. cit., pp. 16, 17.

Desarrollamos este problema en otra parte de la segunda sección.

La problematización de este tema resulta central a lo largo de la segunda sección.

Los límites actuales para la acumulación ampliada de capital constituyen el eje ordenador de la primera parte del libro.

Abordamos, en otras partes de la sección, las posiciones de los diversos autores sobre las posibilidades concretas de aplicación a gran escala de las principales tecnologías –como internet de las cosas, vehículos autónomos, algunos aspectos sobre biotecnología, entre otras– bajo las condiciones actuales de la economía capitalista.

Rifkin, Jeremy, op. cit., pp. 136, 199.

A diferencia de Mason, Bastani o Rifkin, Srnicek y Williams no utilizan este concepto en la bibliografía citada.

Mason, incluso, sugiere “admitir” que “[…] solo el marginalismo nos permite construir modelos de precios en una sociedad capitalista donde todo se caracteriza por la escasez”. Véase, Mason, Paul, op. cit., p. 231.

Como lo discutimos en otra parte de la segunda sección, el tiempo de trabajo socialmente necesario que la maquinaria libera no se transforma en tiempo disponible para los trabajadores sino en una cuota acrecentada de plusvalor para el capital. Cuestión que, naturalmente, implica una reducción del salario relativo –es decir de la proporción de la riqueza creada que el trabajador recibe en forma de paga– en principio en igual magnitud, aunque esto no impide que puedan incrementarse al mismo tiempo el salario real y/o nominal. La magnitud en la que disminuya el salario relativo y en la que aumente el salario real –así como la posibilidad de una reducción de la jornada laboral que jamás es resultado automático de la incorporación de nueva maquinaria– está sujeta a la “distribución” de la nueva riqueza creada y dependerá, ahora sí, de la relación de fuerzas entre las clases. Pero, el salario relativo, en tanto resultado final, tiene que disminuir necesariamente porque de lo contrario al dueño del capital no le convendría la incorporación de nueva tecnología.

Véase el concepto de “infocapitalismo” en Mason, Paul, op. cit., pp. 232, 233, 234, 235, 236, la ya discutida idea de “creación de escasez artificial” –término original de Lawrence Summers y Bradford DeLong– en Bastani, Aaron, op. cit., p. 65, o la imposición de precios muy por encima de costos marginales casi nulos y de las ganancias en Rifkin, Jeremy, op. cit., p. 200.

En su posterior Capitalismo de plataformas, Nick Srnicek formula una perspectiva económica en la que el terreno de la producción y el valor-trabajo recuperan protagonismo. Véase, Srnicek, Nick, Capitalismo de plataformas, Buenos Aires, Caja Negra, 2018.

Desarrollamos en otra parte de la segunda sección –y polemizando particularmente con Brynjolfsson y McAfee por un lado y con Robert Gordon, por el otro– tanto las condiciones particulares que permitieron la extensión al conjunto de la economía de las invenciones de fines del siglo XIX –especialmente la electricidad y el motor de combustión interna– a partir de la década de 1920 pero con particular énfasis en las décadas del ‘40, ‘50 y ‘60, como aquellas que permitieron la generalización de las tecnologías de la información –originadas fundamentalmente en la década de 1970– a partir de mediados de los años ‘90.

Desarrollamos esta cuestión en la primera sección.

Harvey, David, op. cit., pp. 116, 117.

Mason, Paul, op. cit., pp. 235, 236.

Rifkin, Jeremy, op. cit., p. 247.

Mason, Paul, op. cit., p. 196.

Este tema se desarrolla ampliamente en la segunda sección.



Fuente de la Noticia

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