Lo que resta de la vida, novela por entregas/8

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Vuelvo a mi casa en la bicicleta. Pensando en aquellos que tomaron la decisión de construir un paredón entre dos cementerios tan parecidos por culpa de una guerra. O en aquellos que, en mi pueblo, dividieron los restos de los muertos protestantes de los restos de los muertos católicos. Se me ocurre que se trataba de otro mundo. Un mundo que, esta tarde de calor, mientras pedaleo, me resulta perfectamente incomprensible.

Aunque no sé.

El viaje es lo suficientemente largo como para que modifique mi primera opinión al respecto: la doble cerradura en el portón divisorio y la placa mentirosa de la derecha, quizás estén avisando que los habitantes del mundo no han cambiado tanto, que se trata solo de una cuestión de tiempo, que los seres humanos siempre se las van a ingeniar para inventarse guerras o para construir muros que los separen de otros seres humanos.

Es muy tarde. Pero no pude detenerme. Tenía que escribir en detalle lo sucedido durante el día. Necesitaba hacerlo. Claro que lo he hecho enfrentado a mi cementerio personal. A mi osario. Frente a la pared de donde cuelgan, enmarcadas, las fotos de buena parte de mis antepasados.

Cosas que pasan.

En varios momentos no pude dejar de levantar la vista hacia la pared imaginando alguna posible línea recta divisoria que permitiera la construcción de un hipotético muro entre ellos. Entre mis antepasados por línea materna y mis antepasados por línea paterna, por ejemplo. O entre mujeres y hombres. O hasta entre mis familiares y el desconocido señor del bigote oscuro y tupido.

Pero no.

No se puede.

Resulta del todo imposible. Están demasiado mezclados. Y hace ya un buen rato que debería estar durmiendo.

Me despertó el teléfono. Muy temprano, tratándose de un domingo. Era mi madre. Quería saber cuándo iba a ir a visitarla. Le respondí que mañana. O a más tardar el martes. Entonces me pidió que por favor, que no deje de ir, que la bóveda está sucia y llena de telarañas, que el muchacho que contrató para que la limpie no lo hace o lo hace mal, que fue ayer por la tarde, que hacía mucho que no iba, que quedó angustiada al verla así, que le llamó la atención al muchacho, que está muy pero muy triste.

Después me habla de Diego.

La tortuga macho que le regalamos con Juan el verano pasado.

Las telarañas, el abandono, la suciedad. Formas que toma el olvido dentro de una bóveda familiar. También algo de la culpa, en los dichos de mi madre. Sobre todo, la de no haber visitado tan a menudo los restos de mi padre durante los últimos meses.

O, también, la súbita conciencia del olvido eterno que le espera a ella.

Y a todos.

Una de sus últimas frases telefónicas fue bastante contundente al respecto: ¿quién va a ocuparse de la limpieza de la bóveda cuando yo ya no esté?

En Berlín busqué durante días a un señor que deambula con su piano a cuestas, haciendo música por las calles. Quería conocerlo y escucharlo, varias personas me habían hablado de él. Pero no pude encontrarlo. No pude mientras lo busqué, claro. Lo encontré sin querer, cuando ya había dejado de buscarlo. Una de las últimas tardes, me iba de la librería de Teresa y el tipo estaba tocando a Bach en la esquina de la iglesia, justo donde comienza la Bergmannstrasse.

Casi nunca encontramos aquello que buscamos.

Es así.

Por lo general encontramos algo distinto. O lo encontramos cuando ya habíamos dejado de buscarlo. Ayer, y ahora mismo, cada vez que levanto la vista y me encuentro al señor del bigote oscuro y tupido dentro del marco ovalado, ya no lo trato más como un desconocido infiltrado entre mis familiares, ahora lo llamo Strauss.

Strauss me mira fijo desde su lugar preponderante, ahí en la pared, encima del resto. Serio, me vigila en blancos, negros y grises. El bigote le tapa por completo la boca, incluso el labio inferior. Pero no es simétrico. La punta izquierda cae por lo menos dos centímetros más que la punta derecha. Una falla grave, casi inverosímil, en alguien que fue a tomarse la fotografía muy bien peinado, arropado con su mejor saco, su mejor camisa y una corbata perfectamente anudada.

¿Nadie le avisó?

¿Acaso no había una tijera para emparejar su bigote en el estudio donde le tomaron la foto?

No sé. Y no creo que importe. Quizá ninguno de sus familiares se acuerde ya de él. Quizá solo yo lo tenga presente. Aunque tampoco me parece mal que sea así. Me gusta que esté conmigo, que me acompañe siempre tan serio mientras escribo. También, en el fondo, me agrada que haya descuidado la simetría de su bigote. Es mi Strauss. Aquel que, a pesar de buscarlo y de buscarlo, jamás pude encontrar dentro del cementerio berlinés.

Marcos como ataúdes. Fotografías como restos. El marco ovalado de Strauss es muy bonito: en madera, convexo y de un marrón oscuro como el agua del río de mi pueblo. Liso. Sin ningún tallado que exagere sus formas.

Un marco de pescador, podría ser.

Sin embargo, los pescadores de mi pueblo nunca van tan elegantes por la vida.

Aunque, claro, para cualquier persona la foto constituía un momento fundamental en aquella época. Para cualquiera. También para un pescador. Puede que haya pedido prestado el saco, la camisa y la corbata a alguien más pudiente. A alguno de sus clientes ricos. Podría ser, no se lo nota muy cómodo con la corbata tan ajustada. Me encantaría que mi Strauss haya sido pescador. Lo imagino un gran artista del anzuelo. Un tipo conversador, de una risa excesiva. Por eso, quizá, la seriedad con la que posó para la eternidad. Suele ocurrir con los artistas: pretenden quedar para la posteridad como aquello que nunca fueron.

¿Importa si uno fue un simple pescador o fue un gran músico a la hora de morir? ¿Acaso hay alguna diferencia? ¿Importa el marco, el ataúd o la bóveda en la que nos hallamos cuando uno ya murió? ¿Acaso hay alguna diferencia?

Tengo la impresión de que no.

De que solo es importante lo que hacemos mientras vivimos. Pescar, tocar algún instrumento, escribir. Lo que sea que hagamos, mientras vivimos.

Como un faraón, José Vizca, el padre de mi bisabuela Lidya, hizo construir su bóveda bastante tiempo antes de morir. Es rara, dentro del contexto de bóvedas que se agrupan en la avenida principal del cementerio de mi pueblo. No va hacia las alturas como el resto. Es chata. Con una puerta de una sola hoja en la que se desciende a los subsuelos. La base, de por lo menos treinta metros cuadrados, está revestida con lajas de granito, sin ninguna ornamentación. Y en el centro del cuadrado de lajas, justo en el centro, se levanta una columna con un busto suyo en la cúspide.

El pedestal también es cuadrado.

Con unos agregados neoclásicos en sus cuatro puntas.

Y don José Vizca, barba escasa, pelos largos, está mirando hacia la derecha, hacia el río marrón. La mirada de un romántico tardío. Murió en mil novecientos cuatro. Y tanto la columna como el busto se encuentran en perfectas condiciones más de un siglo después. Preparó su eternidad con algún entusiasmo, mi tatarabuelo. Consiguió un buen escultor, materiales nobles y se dejó modelar el tiempo que fuera necesario. A sus descendientes, por el contrario, solo les legó los subsuelos.

Algo sabía de los muertos cuando todavía estaban vivos, Miguel de Unamuno.

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