Museo del puerto

Buenaventura tuvo una gran biblioteca en el casco viejo, la misma que fue alimentada por muchos años por los 38 consulados que operaron ahí cuando el puerto fue una verdadera liga de naciones hasta los primeros lustros de la segunda mitad del Siglo XX.

Era común que en la Cancha Baraya se disputara el partido Buenaventura vs. Polonia; el contrincante podía ser también Argentina, Rusia, Alemania, según fuera el equipo que bajara de los barcos.

La biblioteca municipal fue pasto de un incendio como casi todo lo bello que existió ahí. Antes de la llegada del ladrillo y el concreto, tuvimos una población de casas frescas, aireadas, construidas con chachajo, guayacán, chaquiro, sajo, otobo, tangare, mangle y otras maderas que ya no existen o tienen hoy precio de oro. La biblioteca como la alcaldía, exhibía también ese preciosismo en madera que supieron imprimir alarifes iluminados, carpinteros que igual hacían casas o iglesias.

Un ejemplo de esa arquitectura fue El Vaticano, la alcaldía de Tumaco, hecha por mis parientes Laffaute; también sucumbió a un incendio.

De ese tiempo del fuego eran los cañones del Parque de Bolívar, frente a la farmacia Ablanque, los mismos que acaba de rescatar Julio Gonzalo Rodríguez Bonilla, un porteño empeñado en darle contexto histórico a la isla de la Buena Ventura.

En mis recuerdos de infancia estaban esos cañones, como los almendros del Parque Santander. Julio los encontró enterrados y ahora saludan al visitante en el Museo de Ciencias, Cultural e Histórico, un centro que él mismo, sin ayuda local o estatal, ha hecho pieza a pieza, con la cooperación de los pobladores.

Entre las joyas que exhibe hoy este museo está la propela del Tritonia, el barco que estalló en la bahía del puerto el 28 de febrero de 1929. Llevaba 200 toneladas de dinamita al puerto de El Callao.

Los oficiales William Hall y Andrew Johnston, nunca serán olvidados por los porteños. Cuando se enteraron de la explosión inminente del barco, lo sacaron varias millas fuera de la población para impedir la debacle. Ellos, no obstante, murieron como héroes ahí. El Tritonia arrojó en su conflagración miles de piezas de hierro incandescente, las mismas que cayeron sobre los techos de lo que era entonces una comunidad de 15 mil habitantes.

El barco había zarpado desde San Francisco; además de la dinamita, traía traviesas de madera para el Ferrocarril del Pacífico.

“Entre las piezas del Tritonia halladas a diez metros de profundidad del canal de acceso, tenemos también parte del casco, con los remaches, y el ancla. La polea aún conserva su rueda de madera fabricada en teca”, dice Julio Rodríguez, veterinario de profesión, ya en retiro, quien atiende personalmente a los visitantes en el malecón del puerto. Diseñó el primer espacio para el museo, hecho con piezas de contenedores. Permanece ahí, junto al ancla de almirantazgo del vapor, y piezas donadas por las familias porteñas, objetos que hablan de un pasado no muy lejano.

En el puerto naufragó también otro barco, el Olav Baker, de bandera noruega, el mismo que llevaba en sus bodegas una panoplia de sables para la armada chilena.

Cuando el museo ocupe el lugar que le corresponde, con el apoyo de Víctor Hugo Vidal, el nuevo alcalde, tendrá seguramente una sala reservada a la fotografía donde sea posible apreciar la vieja Buenaventura con su estación de trenes construida por Vicente Nasi, discípulo de Le Corbousier, el edificio napolitano que erigió el arquitecto italiano Gaetano Lignarolo, la historia documentada del Hotel Estación; su ingeniero, Pablo Emilio Páez, el mismo constructor de La Ermita en Cali, debía esperar que bajara la marea para afincar bases. Todo el casco viejo del puerto, donde están los edificios de Navemar, Colseguros, el Gran Hotel, requiere un estudio histórico y gráfico, digno del museo de Julio Rodríguez.

Periodista y escritor, se vinculó a El País en 1975, cuando contaba 19 años. Reportero, cronista, Coordinador de Gaceta, fue también Jefe de Redacción de «Occidente».

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