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Newsletter del día: Vidas de perros

Hola, ahí.

A veces la literatura me hace temblar. No hablo de novelas de género esta vez; no digo que tiemblo de miedo o de terror, tampoco de indignación, sino que a veces tiemblo de emoción por lo que leo. Ni siquiera tiene que ver con la idea convencional del drama o tragedia aquello que me deja temblando, no. Hablo de literatura, de escritura conmovedoramente buena. De una narración potente y de una prosa tan luminosa como violenta. De una novela que describe la vida misma fuera de nuestro registro habitual. Una novela que transcurre, por ejemplo, en la selva.

Soy una lectora afortunada, me llegan muchos libros. Tantos que a veces se hace difícil leer enseguida lo que llega, y muchas veces lo que hoy se publica en la Argentina en realidad se publicó en su país de origen algunos años atrás. Eso me pasó con el libro que leí ayer, anoche, de un tirón. Una novela breve, hipnótica, de 100 páginas. Una novela que cuenta una historia principal pero en la que hay muchas historias apenas esbozadas que podrían, cada una de ellas, ser a su vez una novela. Es una ficción abundante, frondosa, aún en su brevedad elaborada. Se llama La perra y su autora es Pilar Quintana, colombiana, caleña para más datos.

Damaris es corpulenta, maciza, de piel oscura y manos de hombre. Vive en la selva, en el Pacífico, con su marido Rogelio y tres perros hostiles, animales preparados a los golpes por su dueño para la vida bruta que llevan. En su pueblo (“una calle larga de arena apretada con casas a lado y lado”) viven al ritmo de las mareas y las tormentas y los ejércitos de hormigas coloradas y jejenes que invaden con regularidad todos los espacios, con un mar que les da de comer pero que también, desde que Damaris tiene memoria, se traga a las personas y a veces las devuelve muchos años después. La pareja vive apenas con algunos enseres en uno de los cuartos de una casa que, aunque está abandonada, tiene dueños: una familia blanca y rica de la capital que luego de una tragedia ya no regresó aunque siempre se ocupan de que haya nativos que cuiden y mantengan en pie esa construcción que conoció la felicidad y que hoy es un fantasma. Los reyes, los llaman todos.

Damaris y Rogelio no tienen hijos, no pudieron tenerlos. En la selva no hay clínicas especializadas ni tratamientos de fertilidad. Hay, sí, hombres y mujeres que intentan curas con hierbas y rezos y remedios caseros, pero en el caso de Damaris esos tratamientos no fueron efectivos y el deseo de maternidad quedó en eso: deseo. Ella ya tiene más de 40, la edad en la que las mujeres se secan, como escuchó decir cuando era chica. La frustración por esa falta -la presión social por lo que se entiende como una falta- la hace sentir “derrotada e inútil, una vergüenza como mujer, una piltrafa de la naturaleza”.

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La novela arranca con un diálogo entre Damaris y Doña Elodia, una vecina que le cuenta muy preocupada que envenenaron a su perra en la playa y quedaron diez cachorros huérfanos de apenas seis días. La mujer trata desesperadamente de ubicar a esos animalitos y entonces Damaris, en un impulso, se decide por uno que tiene pelo gris y orejas caídas. Pero resulta que no es uno, es una. La llamará Chirli, como pensaba llamar a su hija, si tenía una. “Como no tenía dónde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar”, dice el narrador, una tercera persona que también narra al compás de la naturaleza salvaje.

Damaris protege a Chirli de los perros bravos y de su marido, un hombre rudo y capaz de gestos tiernos, pero sin grandes afectos por los animales. Damaris sobreprotege a su perra, no para de tocarla, le da de comer los mejores trozos de pollo, la envuelve entre sus pechos para darle calor mientras es pequeña y se resiste a atarla hasta que la perra comienza a rebelarse y a escapar al monte, o a donde sea. La perra se va y vuelve. Y queda preñada una vez. Y queda preñada otra vez. Y lo que en un comienzo es una relación entre una mujer melancólica con necesidad de dar cariño y una cachorra inerme se va transformando en una competencia de lealtades, salvajismo y potencia entre dos hembras. La tragedia que persigue a Damaris desde pequeña sigue a su lado.

La novela es excelente; Pilar Quintana construye un universo pleno de matices y colores narrativos en donde la ternura y la fiereza se confunden todo el tiempo. La autora vivió casi diez años en la selva pero recién pudo escribir sobre estas experiencias cuando se mudó a Bogotá, según contó en una entrevista. Lo de gente como Damaris y Rogelio no es vida sino supervivencia, es un día a día intentando domesticar la naturaleza, explicó también. De la maternidad, las diferencias sociales, los prejuicios de pueblo chico, la vida condicionada por la fuerza de la naturaleza, de todo esto trata La perra, un título que juega además con el doble y feroz sentido de esta palabra.

Si bien tienen muchas diferencias ostensibles, La perra me hizo recordar a El amigo, la novela de Sigrid Nunez. Mientras en la novela colombiana el escenario es la selva, en la estadounidense asistimos a una ficción urbana y hasta de campus universitario, si se quiere. Tal vez la hayan leído o hayan leído algo sobre esta historia que es un canto a la literatura, a la amistad y al amor por los perros. Transcurre en Nueva York, y la protagonista es una mujer sola, grande, escritora y profesora de escritura. Su mejor amigo acaba de suicidarse y nadie puede ocuparse de su perro Apollo, un gran danés viejito, que además está apesadumbrado por la sorpresiva muerte de su amo. Ninguna de sus ex mujeres, ninguna de sus jóvenes novias van a quedarse con el animal.

Le toca entonces a ella -que amó siempre a ese hombre y que vio pasar durante años y años a todas esas otras mujeres-, hacerse cargo de la herencia animal y compartir con la bestia el pequeño departamento en el que vive y también el duelo por ese hombre que eligió morir. La novela, que es preciosa y que formula además una gran clase de literatura en forma de frases, historias de vida, nombres de libros, se centra en el singular vínculo que va construyendo esta nueva y extraña pareja, a partir de sus soledades amigas.

Haré de cuenta que estoy en una especie de reunión de fóbicos anónimos y paso a contarles que les tuve miedo a los perros hasta los 50 años. Era un miedo heredado de mi madre, una mujer alta y corpulenta que les tenía pánico desde que una vez un perro la había mordido cuando era chiquita, o al menos eso nos había contado. Así crecimos cruzando de vereda ante la amenaza canina en cada paseo, con el corazón saliéndose de órbita y la adrenalina como invitada permanente para mi hermana y para mí.

Mi hermana Mariana resolvió su fobia temprano cuando se fue a vivir a la Patagonia y sus amigos le insistieron para que se llevara un perro a vivir con ella para estar acompañada y cuidada. Yo me demoré mucho, tal vez demasiado, hasta que en una Navidad de la que se van a cumplir nueve años llegó Wilson a casa, un golden hermoso y adorable (es el perro que ilustra esta carta), más estable emocionalmente que la gran mayoría de los seres humanos que conozco. Un Wilson que me rescató de ese naufragio de amor por los animales en el que había vivido toda mi vida sin tomar conciencia de lo que me perdía.

Entre otras cosas, creo que de ninguna manera podría haber entendido estas novelas maravillosas de las que les hablo hoy si mi perro, ese compañero noble y fenomenal que se va poniendo grande sin dejar de ser un eterno cachorro de 40 kilos, no hubiera entrado a mi vida. Es tanto mi amor por él que lo convertí en personaje de uno de mis libros: me gustó la idea de superar la finitud de la vida y conseguir, de ese modo, que él esté por siempre dando felicidad y amor a los chicos.

Hoy mi mamá, la que se desmayaba de miedo, la que no toleraba estar cerca de un perro, la que podía salir disparando presa del pánico o quedarse helada y de una pieza si se le aparecía un perro en el camino, habría cumplido 80 años. Ella, entre otras cosas, se perdió este amor y no saben cuánto lo lamento.

Feliz cumple, mami. Te recordamos siempre todos.

Y aunque no te conoció, Wilson también te manda un abrazo cariñoso, ahí donde estés.

Hasta la próxima a todos.

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