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Otra herencia de Timbiquí

Otra herencia de Timbiquí

Para el alcalde de Buenaventura, Hugo Vidal, hace falta una pedagogía que muestre cómo hoy la crisis del puerto también es la de Tumaco, Guapi, López de Micay, Pizarro en el bajo Baudó y zonas más interioranas como las de Magüí y Payán. En otras palabras, de todo el Pacífico sur. Tiene que ver con la supremacía blanca y su dogma de que la inversión extranjera significa desarrollo, como lo deja ver algo de la historia de la gente de la cuenca del río Timbiquí.

A lo largo del decenio de 1910, los socios de la compañía anglo-francesa New Timbiquí Gold Mines habían logrado hacerse con cientos de concesiones mineras, luego de que el Gobierno colombiano se las hubiera otorgado a capitalistas privilegiados del país. De esa manera, profesionales de universidades francesas de élite habían iniciado explotaciones que tenían que ver con la escasez mundial de platino, a la cual la había ocasionado la Revolución Bolchevique. Ingenieros, químicos, mecánicos y burócratas de ese país expulsaron de sus territorios a los mineros y agricultores negros, cuyos abuelos habían colonizado esas tierras desde antes de que comenzara la abolición oficial en 1851. Como a esos pobladores tradicionales no les cabía en mente su destierro, se empeñaron en volver, para ser ahuyentados por las fauces de lebreles entrenados en la cacería de personas.

Gustoso, el Gobierno colombiano le había dado el visto bueno a la compañía no solo para que importara a esos animales, sino para que prohibiera las prácticas tradicionales de la minería artesanal. Una de ellas era la de la “mamuncia” que vinculaba a linajes de familias extendidas. Otra la del mazamorreo o playeo autónomo que las mujeres hacían a la orilla de ríos y afluentes separando el oro de la jagua mediante el meneo de sus bateas de madera. El Ministerio de Guerra, la Gobernación del Cauca y el prefecto de Buenaventura les autorizaron a los europeos para que castigaran a quienes playaban y les destruyeran las bateas que lo hacían posible. El único destino admisible para las barequeras y demás mineros artesanales era el de los canalones de la multinacional. Tasaban la producción de las unas y de los otros en “carros” que pagaban con una moneda de aluminio en forma de flor con el letrero de “adelanto”, a la cual tan solo podían cambiar en el comisariato de la empresa. La bautizaron “cachaloa”, apelativo que para entonces se aplicaba a “las vagabundas”, de modo que hasta en eso se trataba de doblegar a las comunidades negras.

En 1987, en Coteje, Petronila Zúñiga Ocoró, una de las antiguas mineras le alcanzó a decir a Nina S. de Friedemann (1930-1998) que para los de su comunidad a lo largo de esos años había regresado la esclavitud. No obstante, como sucede desde que la gente secuestrada en África se levantaba en las costas de Angola o Ghana antes del embarque hacia su esclavización, timbiriqueños y timbiriqueñas ejercieron la resistencia. No siempre se trató de acciones políticas espectaculares, sino de pequeños pero astutos actos de saboteo, como el de la talla clandestina de bateas y el consecuente playeo subrepticio. De esa manera, en 1937 la comunidad logró la “liberación de la comarca”, cuando a los franceses les tocó cerrar su enclave y regresar a Europa. Cincuenta años después, los habitantes de Santa María le erigieron a Justiniano Ocoró Bonilla un monumento de cemento y bronce, debido al ejemplo de insumisión que había dado**.

Benkos Biohó, el mitológico cimarrón de los Montes de María, ya figura en los textos de historia. Sin embargo, a maestras y maestros nos corresponde ampliar la mirada hacia figuras como las de Justiniano Ocoró. Quizá cuando conozcamos mejor al litoral Pacífico y a su gente sea posible imaginar salidas a las crisis periódicas que no sean las de la reiterada militarización.

  • Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.

** La Cachaloa de los Franceses, en Críele, Críele son. Del Pacífico Negro. Bogotá: Planeta Editorial: 91-9.

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