Peligros de la polarización en Colombia – Partidos Políticos – Política


El país está sumergido en la polarización política. Las opiniones no solo se han radicalizado hasta hacerse intolerables, sino que la política ha invadido nuestras vidas. Se dice que hay familias rotas y amistades deshechas, que hay enemigos en cada conversación y que no podemos decir nada sin caer en alguno de los bandos existentes.

Se piensa que si la persona no es ‘de izquierda’, es porque es ‘de derecha’—y viceversa. Si alguien se declara ‘de centro’, podrá ser considerado un hipócrita; y el mismo ‘centro’ a veces parece otro extremo desde el que se juzga a todo lo demás como extremista. Las identidades políticas se han convertido en formas absolutas con las que se juzga a la contraparte, desde una retórica de superioridad moral, como a las culpables de cuanto pasa en el país.

Más que una cuestión de personas que polarizan, de “valores” perdidos o de líderes más o menos malos, lo que ha ocurrido es que las identidades y los discursos políticos cambiaron en los últimos años. La manera como sabemos, argumentamos y ejercemos la política es totalmente diferente a como era hace dos décadas. El problema es que la polarización ha conducido a la demagogia, y esta ha hecho de la política una cuestión de identidades radicales, que podría deshacer los acuerdos fundamentales de la sociedad democrática.

Dice el periodista Ezra Klein que polarizar es profundizar nuestras diferencias ideológicas hasta volverlas irreconciliables. La identidad de una persona se supone está compuesta por muchos intereses. Alguien, por ejemplo, podría identificarse como amante de la naturaleza. Pero para que esa persona reduzca todo su mundo a la idea de que hay que extinguir la raza humana para salvar el planeta, algo más tiene que pasar en la sociedad. Según Klein, en los últimos veinte años esto ha ocurrido en un espiral de competencia identitaria en las redes, los medios y las campañas electorales, que funciona más o menos así: primero, los intereses personales se convierten en identidades radicales; después, se forman grupos cada vez más homogéneos y beligerantes, y, finalmente, estos grupos se alinean bajo ideologías totalizadoras como “izquierda” o “derecha”.

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La polarización es un tema muy amplio y complejo que ocurre en la sociedad, en el lenguaje, en la psicología, en la vida cotidiana, y que apenas se está estudiando recientemente. Pero algunos especialistas norteamericanos han redescubierto a la demagogia como un pequeño pero devastador mecanismo en el discurso político que puede explicar mejor a la polarización. El problema es que la demagogia se ha entendido mal por mucho tiempo.

Fue Plutarco, al estudiar a Platón cinco siglos después, quien le dio a la demagogia el significado que tenemos hoy. Según este, había dos clases de líderes en la sociedad: el político (el buen estadista) y el demagogo (corrupto y populista). Pero Thomas Lawton ha explicado que el término “demagogo” no tenía connotaciones negativas en la antigüedad; los demagogos eran los políticos que buscan apoyos utilizando sus habilidades oratorias en una ciudad en la que la democracia se ejercía directamente en la calle.

El Diccionario de la Real Academia de 2014 define la demagogia como la “práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular”. Dice, además, que la demagogia es una “degeneración de la democracia” en la que los políticos, con estos halagos, “tratan de conseguir o mantener el poder”. Sin embargo, hay que recordar que el Diccionario de la Academia es el resultado de un proceso de recolección y actualización del uso de las palabras, y no el origen de los significados.

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Es comprensible entonces que la “demagogia” nos parezca cosa del pasado, de épocas en que había caudillos levantando pueblo para amenazar a las élites. En Colombia, el término ha quedado más o menos en el olvido; hoy preferimos decir “populista” —desde cierta identidad de clase— o “polarizador”, que ya vimos de qué se trata. La cuestión es que la demagogia se confundió desde Plutarco, y los diccionarios no han hecho más que continuar con aquella tradición.

Patricia Roberts-Miller dice que el problema es que la demagogia se ha visto como algo que hacen algunos políticos. Pero, según ella, la demagogia es una forma de argumentación que “reduce complicadas cuestiones políticas a la diferencia del nosotros (los buenos) contra ellos (los malos)”. Por eso no hay que estudiar al demagogo, sino al discurso; un discurso que, además, “promete estabilidad, certeza, y que nos libera de las responsabilidades de la retórica”.

Es decir, la demagogia enmarca lo público en la culpa que tienen los “otros” de todo lo malo que “nos” pasa, y que no importa cómo lo digamos —o cómo lo diga el líder— porque “es la verdad y punto”. Cuando la demagogia predomina como forma de pensar creemos discutir sobre política cuando en realidad estamos defendiendo una identidad ideológica muy particular.

Cuando hemos caído en demagogia creemos que los problemas se deben entender con explicaciones que confirman “nuestros valores”; como “somos la gente buena”, las soluciones son evidentes y no necesitamos interpretaciones complicadas, además de sospechosas; tampoco “tenemos” por qué aprender a ver el mundo como “esa gente”, porque son “esos hipócritas” los que no ven ni dejan ver las cosas “como son”; es “nuestra” experiencia la que es “normal” y la que debería ser regla para todos, “quiéranlo o no”.

La demagogia forma una identidad en el bien —”en el nosotros”— que es solo una estrategia conflictiva para imponer en la sociedad una autoridad no-democrática.

Curiosamente, la demagogia suele victimizar al que privilegia, sin importar dónde se encuentre en la escala de poder. Roberts-Miller explica que la demagogia siempre hace creer que “nosotros estamos” en una situación terrible por culpa de haberles permitido tanto a “ellos” y que por eso hay que actuar rápido, “quitarles todo” y “castigarlos”, o “nos llevarán al abismo”. Así, en todos los “estratos” y “clases sociales” se puede alimentar el resentimiento social.

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Finalmente, los expertos explican que la demagogia funciona con estrategias retóricas como las falacias, las proyecciones y el “líder carismático”. Las falacias más comunes son la ad hominem, que es atacar a la persona en lugar de contradecir el argumento —“el que habla es uno de ellos, entonces lo que dice es malo o es mentira”—, y la del espantapájaros, que es desdibujar o caricaturizar el argumento del oponente. La proyección más utilizada es la de acusar al otro de lo mismo que se nos acusa, distrayendo a la audiencia para concentrarla en el oponente.

El líder carismático —tan común en estos días— es una figura que representa la ideología política y los valores del grupo en su versión más pura; una figura casi mítica que encarna el bien, la verdad, la legitimidad y autoridad del “país” que imaginan. Sus seguidores creen, además, que su líder “no debería estar limitado por las normas ni las instituciones políticas convencionales”, explica Roberts-Miller.

En términos psicológicos, dice Erich Fromm que, como el líder carismático se vuelve parte de la autoestima de sus seguidores, “cualquier crítica contra el líder se toma de forma personal, y se hace tan difícil reconocer errores en el líder como en nosotros mismos”.

Para concluir, se puede decir que la demagogia politiza las identidades mientras despolitiza a la política. Cuando esta domina, ni la sociedad ni sus representantes abordan directamente los problemas reales del país, sino que se enfrascan en perseguir a los culpables de un supuesto complot contra “nosotros”.

La demagogia politiza las identidades mientras despolitiza a la política

En lugar de fortalecer las instituciones y los acuerdos entre las partes, la demagogia radicaliza la idea de que hay que “barrer a esa gente” para salvar al país. Si la demagogia triunfara, la civilidad, la democracia y el liberalismo serían reemplazados por un mundo tribal, señorial y violento; un mundo en el que las instituciones serían usadas como botines y armas contra los enemigos, en que la sociedad sería una agresiva competencia entre bandos, y la vida, una guerra de aspiraciones personales por ascender dentro de esos grupos; un mundo en el que el poder dependería de relaciones personales y carismáticas.

Una de las afirmaciones más demoledoras de Patricia Roberts-Miller es que “ser inteligente y bueno no es suficiente para garantizar que no estamos cayendo en demagogia”. Es difícil aceptar —como personas y como grupos— que nos hemos equivocado por creernos los buenos y los poseedores de la verdad.

La sociedad colombiana debería saber a qué juega con la polarización y la demagogia. Hacer evidente el problema es el primer paso,
después vendrá el debate sobre cómo acordar otras formas de discurso.

Según los expertos, polarización y demagogia solo son efectivas cuando comienzan, aunque no tienen buena maduración. Esperemos que en ellas se cumpla el principio según el cual las cosas solo existen mientras se van construyendo y que, cuando se terminan de formar, se acaban.

MAURICIO RESTREPO PEÑA
Para EL TIEMPO

Fuente de la Noticia

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