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Sanseacabó

por Redacción BL
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Grillito lector

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Esa noche se acostaron rendidos. Así como termina la abrumadora mayoría su rutina de ganarse la vida en este mundo perdido. La gente que debe conseguir cada día su sustento no se acuesta, se desmaya en su lecho cada noche para amanecer a repetir el ciclo de subsistir. La cena fue generosa. Hubo mucho trabajo. Desde que llegaron juntos a cuidar la finca que los hizo aún más inseparables, adecuaron un espacio al costado como gallera. Un redondel con polisombra. Muy elemental. En Tolima -como en toda Latinoamérica-, los desafíos de gallos son una expresión cultural en la que el pueblo es representado por dos gladiadores emplumados que riñen en un ruedo, a veces hasta la muerte, solo para sobrevivir y con ello darle a ganar unos pesos a quienes les apuestan. Esa noche atendieron un evento para unos ingenieros que trabajan en la zona. Las peleas de poca monta en las que un par de pollos morían en su ley: peleando, se habían acabado por la pandemia, la prohibición y la saña de quienes ejercen la autoridad con los más débiles.

La pasión de Olegario era reflejo del arraigo germánico de su nombre: todo o nada. Siempre preparado para la lucha. Hilda, también del mismo origen, significa lucha o combate. Eran el uno para el otro. Dos luchadores incansables, pero a veces la muerte se disfraza de cansancio. En San Juan, así se llama la finca, desde que se estableció el confinamiento se cerró el charco del mismo nombre que es el balneario natural de los habitantes de Dolores, un pueblo donde a pesar del encierro las personas no han abandonado sus prácticas culturales. No se puede decretar el olvido ni el zafarse de los arraigos. No importa si es el trago, la música popular, las peleas de gallos o la devoción por su santa patrona: la Virgen de Nuestra Señora de los Dolores. Sin percibir recursos por la entrada de bañistas, los encuentros gallísticos se convirtieron en su mayor apuesta y también la perdieron. Esa noche se unieron al agasajo que atendían, se tomaron un par de cervezas y hasta se atrevieron a bailar alguna de esa canciones que son más para escuchar.

Hace 20 días había muerto Reinaldo Herrera, el dueño de este paraíso. Un represamiento de aguas cristalinas que nace más abajo de un pedrisquero donde cuesta creer que pueda gestarse la vida. (Aunque en varias de sus moyas los amantes furtivos se hayan entregado a las húmedas pasiones. La vida toda es un resumen de gotas). Una peña a la que le extraen balastro y que es fuente de la vida, pues de allí emanan las aguas para todas las fincas de la zona. A lo largo de la quebrada las mangueras son un torrente paralelo. Es un agua pura. Dulce. Suave. Delgada. Pocas cosas hay más hermosas en la naturaleza que un charco con sus aguas diáfanas y tranquilas, cuando todavía los chapuzones no las alborotan. Son los espejos de Dios. De todo el santoral de juanes, San Juan emerge de las aguas. Es el Bautista y quien le puso el nombre a esta finca no pudo haberla definida mejor.

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Esa noche tampoco hubo energía. Llevaban dos días así. No es extraño y más bien es rutina. En el pueblo o en las veredas, la linterna e incluso las velas, hacen parte obligada de la remesa. Los más afortunados cuentan con una planta eléctrica o paneles solares. Pero nadie se levanta en la noche sin algún arma en la mano para combatir la penumbra. Nadie quiere perder su luz por el aguijón de un alacrán o la mordedura de una serpiente. Hilda García y Olegario Méndez prendieron el aparato que les facilitaba la vida. Y el que se las arrebató. Una moderna, pequeña y silenciosa planta eléctrica que los llevó al sueño eterno. La idea era ver televisión un rato. La casa es muy sencilla. Tres cuatros y una sola ventana. La ventilación corre a través de tres puertas sin puerta que las conectan. Olegario se puso la piyama y se acostó en su lado. Esa extraña costumbre de las parejas cuya explicación tampoco tiene puertas. Cayó fundido. Hilda, como todas las mujeres, terminó algunos quehaceres y se incorporó en la cama. La resistencia de las mujeres es tan grande como esa vocación de cuidar niños eternos. Hombres vulnerables y en muchos aspectos atenidos a la fortaleza femenina.

Pocas tragedias pueden encerrar ternura. Es probable que hayan quedado cosas sin decirse entre ellos. Siempre pasa. Pero no los separó la muerte. Cuando el amor es ya inexpresable, se vuelve sublime. La última soledad es la muerte. Como la del amante sin el ser amado. Como la de sus hijos sin sus padres. Cuatro hijos -tres varones y una mujer- son ahora las ventanas de un amor que trascendió la vida. Un nieto descubrió los cadáveres al día siguiente. Toda la gasolina se consumió silente. Como ellos. Sin ruido, pero sin pausa. No percibieron el humo, pero el monóxido de carbono los durmió para siempre. Se llegó a pensar en un asesinato. Pero sus cadáveres estaban impolutos. En la misma posición tranquila de quienes han llegado a esa etapa de la vida, donde más que pasión, el amor es compañía.

Se fueron tranquilos. Sin angustias. Acompañados. Unidos. Cada uno, en su lado, que no es otro que al lado del ser amado. Ellos mismos cerraron la puerta y la ventana para emprender ese viaje con el sueño, el hermano de la muerte que se los entregó vencidos por el cansancio. No fue un suicidio. Fue un descuido terrible. Cada 40 segundos alguien se suicida en el mundo. Y algunos lo hacen encerrándose en un garaje con el motor de un vehículo encendido. Todo sepelio es triste, pero hace mucho no había en el pueblo un funeral donde se percibiera tanto dolor. Tanta desdicha unida. Tanta desventura en pareja. Tanta irónica adversidad. Y tanta ternura, tanta representación simbólica de lo que en realidad es la vida y el amor en pareja. Lejos de facilitar el olvido, las circunstancias de la muerte de Hilda y Olegario, como las desdichas, las desilusiones y las decepciones, reforzarán en el colectivo esa idea de que a veces se sufre más por menos.

Bien vale evocar a Fernando Pessoa que, en una reflexión frente a la angustia de la soledad, acaso el abandono o el amor trágico, escribió: “Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta”. Bueno, pues bien, a Hilda y a Olegario debieron descubrirlos por una ventana y tumbarles la puerta para que se desatará una compasión de la que ellos nunca serán testigos. Las viejas heridas se fueron con ellos y con la tierra a la que volvieron y lo cubre todo. Su lección es abrumadora. Un descuido les apagó la luz y es probable que su tragedia encienda la de quienes estén pensando en apagarla. Ya no serán más lágrimas, sed, sudor, frío, confusión, cansancio o miedo. Solo un recuerdo. La evocación de una pareja cansada que se quedó dormida para siempre. Tal vez, un gran amor.

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En fin…

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