Liderar sociedades no es una tarea sencilla, en el caso de América Latina es poco lo que los líderes pueden mostrar desde un punto de vista objetivo, en términos de su capacidad para materializar resultados que conduzcan a la mejora de la calidad de vida de las personas.
Como respuesta a dicha dificultad, la mayoría de los políticos se convierten en comunicadores deshonestos, expertos en el desarrollo de un proceso de mercadeo engañoso, que busca posicionar como logros decisiones que no mejoran la vida de los ciudadanos. Bajo esta lógica, el discurso recurrente, retórico, falaz, plagado de sofismas y promesas falsas, se convierte en la herramienta por excelencia de estos personajes; la promoción de las ideologías para consolidar la fe de sus seguidores es el complemento perfecto para que, en el marco de una posverdad profunda, las personas menos aventajadas en materia de pensamiento crítico celebren las actuaciones de sus caudillos a pesar de que la evidencia muestre el más completo fracaso.
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Un patrón de estas características resulta siendo muy efectivo en sociedades mayoritariamente pobres, con bajos niveles de educación y sofisticación en materia de conocimiento, pues permite que este tipo de políticos ganen elecciones a pesar de sus pésimos resultados, en lo que tiene que ver con el mejoramiento real y objetivo de la calidad de vida de las sociedades presentes y futuras. Además de ser magníficos vendedores de humo y mentiras, sin importar su filiación política, todos coinciden en el enfoque de sus gobiernos y de las decisiones públicas que tienden a tomar. En efecto, la mayoría de ellos se ajustan con rigurosidad profunda a tres principios básicos que sin excepción formarán parte de su plan de gobierno: i. Cobrar impuestos. ii. Subsidiar. iii. Prohibir y restringir.
Lo cierto es que, ninguno de los tres planteamientos mejora, en realidad, el bienestar general. El cobro de impuestos implica apropiarse del valor producido por las personas mediante las horas de trabajo invertidas en una actividad privada, por su parte, la prohibición y la restricción son mecanismos autoritarios que suponen un conflicto de interés profundo con los ciudadanos, mientras la práctica de subsidiar conlleva una mejora en el bienestar de unos pocos en el presente, a costa de la profunda destrucción del bienestar de las mayorías en el futuro.
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Esta mezcla de medidas ha probado ser increíblemente dañina en la región, en el caso de Colombia, por ejemplo, se cuentan 21 reformas tributarias entre los años 1990 y 2022, semejantes decisiones dieron forma al sistema tributario menos competitivo de la Ocde, imponiendo sobre una clase media diminuta, vulnerable y sobre las Pequeñas y Medianas Empresas (Pyme), una carga tributaria expropiadora que desincentiva de forma contundente las iniciativas de creación de valor social y desarrollo.
Se trata de un esquema centrado en gestionar la pobreza mediante la entrega de subsidios, que deja de lado la construcción de las condiciones estructurales necesarias para que las personas salgan efectivamente de ella. De esta manera, las mayorías eternamente pobres, subsidiadas, fáciles de embaucar votan por los políticos inescrupulosos que quieren perpetuarse en el poder, por su parte, la clase media pequeña y esforzada, se ve obligada a financiar semejante modelo, a costa del profundo deterioro de su bienestar y del freno evidente de la capacidad para mejorar su calidad de vida. Para qué hablar de las clases altas, que en el marco de una lógica como ésta son prácticamente inexistentes, pero influyentes, procuran ejercer su poder, incidir en todos los entornos posibles para salir mejor librados de un modelo tan destructivo y precario.
La política fracasada y mentirosa naturalmente está asociada a pésimos resultados en materia de calidad del gasto, lo cierto es que en el caso colombiano, los recursos que se le quitan a la clase media, que no se gastan en la gestión y conservación de la pobreza, se pierden en desorden, sobrecostos de toda índole y corrupción, por lo tanto, el Estado no es capaz de proporcionar una oferta razonable para las necesidades sociales, en lo que tiene que ver con servicios públicos esenciales como salud, educación, seguridad, transporte, agua potable, energía entre otros. Para lidiar con una situación como ésta y salir airosos, los políticos engatusadores, han implementado durante años un conjunto de medidas centradas en reducir la demanda ciudadana por provisión insuficiente de bienes y servicios públicos que están obligados a entregar: restringiendo la movilidad en la mayoría de ciudades del país ocultan su incapacidad para desarrollar sistemas de transporte robustos y coherentes con las necesidades de los ciudadanos, racionando el agua y la energía, esconden sus dificultades para expandir el sistema eléctrico, de acueductos, conservar los ecosistemas y ampliar los servicios ecosistémicos que los soportan, violando libertades ocultan sus problemas a la hora de mantener una entorno de seguridad y convivencia apenas aceptable, por mencionar algunos ejemplos.
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Por supuesto, un conjunto así de malas decisiones acumuladas, ha deteriorado paulatinamente la capacidad de Colombia para crear valor como sociedad, en la actualidad el país se ubica en el puesto 58 entre 64 economías, del índice construido por el Centro de Competitividad Mundial. Es obvio que en el marco de semejante precariedad jamás podrá convertirse en un país desarrollado.
Dicho lo anterior, es claro que a América Latina le urge la llegada al poder de liderazgos totalmente diferentes y esto solamente será posible si, como sociedad, les cerramos por completo las puertas del poder a los políticos fracasados que durante años nos han convencido de que el camino de los impuestos, los subsidios, las restricciones y prohibiciones es el correcto, a pesar de que es evidente que nuestros indicadores se vienen deteriorando paulatinamente conforme pasa el tiempo.
ARMANDO ARDILA
Socio Fundador Teknidata Consultores/ Profesor de estrategia