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Una noche entre las 99 casas de un infierno llamado San José

Una noche entre las 99 casas de un infierno llamado San José
  • Hace siete años, un equipo de reporteros de EL TIEMPO se sumergió en las entrañas de Buenaventura en medio de una crisis de orden público con muchos elementos similares a la que azotan a las comunidades de los barrios vulnerables del puerto por estos días. Esta crónica, que contó cómo es pasar una noche en un barrio en medio del conflicto, fue una de las entregas. Se publicó a inicios de abril del 2014.

“Esto es como dicen en las novelas, un pueblo chiquito, un barrio chiquito, pero un infierno grande. Así estamos viviendo aquí: en el infierno”, dice Ángela García, una mujer morena, robusta, de 27 años, cuando caminamos por un sendero arenoso del barrio San José en Buenaventura.

Apenas empieza la noche del jueves. Luce nublada y rojiza. Parece que va a llover y Ángela lleva de la mano a sus dos hijos, de 7 y 2 años. Acaba de salir de la peluquería donde trabaja: el ‘Salón de peinados afro’. Quiere llegar a casa rápido y encerrarse, ponerse a salvo. Al barrio lo azotan balaceras entre las bandas de ‘los Urabeños’ y ‘la Empresa’.

Ambos grupos se pelean a muerte el control territorial de San José y de decenas de barrios en Buenaventura, para dominar las extorsiones a los comerciantes y la venta de drogas. Este año van 59 muertes violentas en el Puerto, la mayoría por los enfrentamientos entre las bandas.

San José es territorio de ‘la Empresa’. Un puñado de los bandoleros escucha salsa en una esquina. Su equipo de sonido es el único que está encendido. Los policías y soldados que se tomaron el puerto en las últimas semanas ya hicieron el último patrullaje.

El barrio costero luce desolado. No está muy lejos del centro. Aunque es vecino de una de las vías más importantes del distrito, la calle primera, para llegar hay que bajar 84 escalones por un barranco que pocos se atreven a descender. San José es arena y 99 casas de tablas apoyadas en palotes de madera a dos y tres metros de la tierra, levantadas así para evitar ser arrasadas cuando sube la marea.

Los vecinos se sienten secuestrados. ‘La Empresa’ decidió que después de 7 p. m. es mejor que estén en casa, y que lo habitantes de la calle no bajen al barrio ni suban a la calle primera después de las 9 p. m. La mayoría de la gente prefiere no recibir visitas de amigos de otros barrios, por temor a que la tomen contra ellos si vienen de un sector dominado por ‘Urabeños’.

Hay casas abandonadas, que dejaron quienes le huyen a las balaceras. Una es señalada por nativos de haber sido utilizada por la banda local para asesinar y descuartizar.

“Lo más duro que he vivido aquí ha sido escuchar esas quejas por la madrugada, esos gritos de un hombre –desde la casa abandonada–, y no poder hacer nada. Uno se queda en la casa pidiéndole a Dios que para acá no vayan a coger”, aseguró un poblador, que prefirió no revelar su nombre. Otro hecho que los estremeció recientemente, fue que a principios de marzo encontraron la cabeza de un hombre debajo de una casa. Al parecer era un mensaje intimidatorio de una banda de otro sector para La Empresa.

Noches de encierro

Ángela camina por un sendero de tablas elevado unos dos metros sobre la arena. Antes de que empezara la guerra entre ‘empresarios’ y ‘urabeños’ solo le preocupaba que ninguno de sus dos hijos terminara cayendo al fango que hay debajo de las viviendas. Ahora eleva oraciones para que las balas perdidas no los alcancen.
Son las 9 p.m. No corre riesgos.

Entra a la casa y lanza la oración de todos los días: “San Alejo, aléjalos. No los dejes llegar aquí” y cierra la puerta. Sus dos hijos se pelean por tomar el control del televisor. La vivienda es pequeña, tiene un solo cuarto.

Hay una mesa de plástico pequeña en una esquina y tres sillas al frente del televisor. En la cocina, pegada a la sala, hay decenas de pimpinas llenas de agua. En el barrio no hay acueducto ni alcantarillado, y por las rendijas que hay entre tabla y tabla se alcanza a ver un lodazal abajo, que se ha convertido en una letrina y un basurero que apenas limpian las olas cuando sube la marea.

La brisa fría arrecia. Un leve sereno cae sobre el barrio. La mujer cierra una segunda puerta que dirigía a un cuartito sin techo en el que lava la ropa y desde el que se alcanzan a ver los enormes buques que se acercan al puerto.

Ángela se sienta en la mesa, mira a sus niños y cuenta que la comunidad es tan unida que se suele llamar como compadres y comadres no solo a los buenos amigos que bautizaron a sus hijos, sino a los que les cortaron por primera vez las uñas y el cabello. El miedo los ha llevado a encerrarse temprano, pero solían quedarse –recuerda la mujer con una sonrisa–, desde la tarde hasta la medianoche jugando cartas, bingo y bebiendo biche y arrechón, tragos artesanales de la región.

Ahora son las 10 p.m. y apenas se escucha el ruido que hacen los grillos. Todos están en casa. Afuera está oscuro. El bailadero Yenyeré, a pocos pasos de la vivienda de Ángela, fue abandonado y se cae a pedazos.

Por el barrio solo merodean los miembros de ‘la Empresa’. La noche es en San José más que en ninguna otra parte sinónimo de peligro. En una madrugada a inicios de noviembre del 2013 un puñado de pistoleros, al parecer miembros de ‘los Urabeños’, atacó el barrio y hubo dos muertos.

“Esa vez yo salté de la cama gritando: ‘¡Dios mío, que no me vaya a caer un tiro!’”, recuerda Ángela.

Los pistoleros suelen cubrirse de la lluvia debajo de las casas y rondar solitarios por el barrio hasta el amanecer. Cualquier movimiento debajo de las casas, por estar enterradas en el barro, hace que se tambaleen con facilidad y hay quienes no logran conciliar el sueño por temor de que un bandido esté escondido debajo de su casa.
Se sabe que los ‘empresarios’ entierran en el lodo sus armas, que van desde pequeños revólveres hasta fusiles AK 47, para ocultarlos de la policía.

Un ventarrón estremeció la vivienda. La lluvia empezó a caer con fuerza. Son las 11 p. m. “Tranquilo, periodista, que esto no se va a caer”, dice Ángela, antes de irse a la cama. Las casas que rodean su vivienda sí están cerca de irse al piso. Están abandonadas desde enero, cuando 99 familias se desplazaron del barrio por algunos días. Algunos nunca volvieron, entre esos Darío el pescador, Lucy Torres, la vendedora de fritos, y Lorena Bonilla, “la de los jugos”.

A esas casas les hacen falta los techos y algunas tablas. Los vecinos de San José decidieron desmantelar los ranchos de quienes se fueron desplazados para evitar que los bandoleros de ‘la Empresa’ las utilicen en sus crímenes.

Las bandas, tras desmembrar a sus víctimas, suelen lanzar los cuerpos en bolsas al mar, para que se piense que el crimen fue cometido en otra parte y las olas trajeron los restos hasta las playas. Cuando no, también se dice que debajo de las llamadas ‘casas de pique’ han enterrado cadáveres.

A las 4 a. m., la lluvia se detiene y seis disparos despiertan a Ángela, y a todos en el barrio. Pero nadie sale. La mujer dejó su cuarto casi gateando. “Nos quedamos aquí cuando pasa. Nadie puede salir. Mañana veremos qué fue”, asegura susurrando. Luego vuelve a la cama a confirmar que sus niños sigan dormidos; y sí, nada los perturba. Regresa a la sala, se sienta en los tablones del piso y le pide a Dios que no haya muertos. No hay más disparos.

Una llovizna leve regresa. Ángela se levanta, dice que ya no puede dormir más, y empieza a preparar el desayuno para ella y sus pequeños: café y pan. “Si así es ahora, ¿qué pasará cuando se vayan los militares?”, se pregunta la mujer, mientras toma un sorbo de café. A las 7 a. m. algunos curiosos salen a confirmar, aliviados, que no hubo muertos. Los militares de la carrera primera patrullan por el barrio.

Algunos vecinos se quejan de que los uniformados bajen a patrullar varias veces al día, pero no se queden todo el tiempo, sobre todo en las noches.

Oculto detrás de una vivienda un miembro de ‘la Empresa’, quien hizo los disparos, cuenta que vigilaba el sector en la madrugada cuando vio a dos miembros de ‘los Urabeños’ tratando de ingresar al barrio y les disparó hasta que desaparecieron entre la maleza.

Es moreno y carga un revólver calibre 38. “Se metieron los del barrio Muro Yustin, pero los sacamos a plomo”, le reporta a su jefe desde un chat por BlackBerry. Luce afanado.

“Qué va a pasar cuando se vayan los militares, periodista, si quiere yo le respondo: ‘habrá es bala corrida con ellos, ‘los Urabeños’, y ellos con nosotros, los ‘empresarios’. Plomo pa’ allá y pa’ acá. Hasta que no quede un solo grupo nos vamos a seguir matando”, dice, y desaparece en un callejón de casas abandonadas. Sigue lloviendo.

Alberto Mario Suárez Durán
Enviado especial de EL TIEMPO

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