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Yo, el tapabocas – Noticiero 90 Minutos

Adicta al dolor

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Manido es el chascarrillo que recrea un diálogo entre el dedo gordo del pie y el pene. Y claro, las incomodidades que manifiestan este par de órganos ante la abnegada labor de mis camaradas la media y el calzoncillo. No hablaré de la tanga, a la que cada vez me parezco más (solo que con dos hilos), pero con quien me distancia todo el tronco, además de aromas y efluvios que lejos están -a Dios gracias- de mis terribles padecimientos. (Uno de ellos, el reclamo de un par de lastimadas orejas, pero al menos no soy engullido por un par de nalgas). Ni platicaré del brasier, un robusto conformado por dos familiares que entre copa y copa son las más afortunadas en la tarea de proteger, sostener y adornar eso que los humanos del género que usted prefiera no dejen ver a todos y que -en condiciones normales- comparten con pocos.

Se quejaba Hallux -a quien todos conocen con atrevida vulgaridad como el dedo gordo del pie- de su arrastrada vida. De los pelos que como un peluquín se asoman en lo que pudiera asemejarse a su monte de Venus. Hay quienes me chupan, reconoció. ¡Guácala pensará usted! Pero los humanos vuelven zona erógena lo que sea. El pene, entretanto, escuchaba con asombrosa pasividad e incluso algo de molestia. Hallux arremetió. Refirió la uña encarnada que tercamente se entierra como una daga en el corazón traicionado o un lanzazo en el costado de quien padeció en los maderos sagrados. ¡Jesús, alguien debería prohibir la tortura del pedicure! Le molestaba la presión de la chancla playera, el hurgamiento de sus heridas con Isodine y la embadurnada de Unesia sobre su amarillenta onicomicosis. Me obligan en la mañana -confesó- a pisar el suelo frío y luego a recoger cuanta bacteria hay en el piso de la ducha. Sin un óptimo secado, me espolvorean un asfixiante polvo blanco o un spray llenó de triclosán para evitar mi traspiración. Me meten en una media y luego preso en un zapato soy condenado junto a mis cuatro hermanos. Soy el único con el embarazoso juanete. ¡Qué desgracia!

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El pene no soportó más y vomitó lo que estaba atragantándolo. Era grave lo que narraba su atribulado amigo, pero nada comparado con su vida en las sombras de esa pequeña hamaca en la que habita y esa oscura caverna en penumbras en la que lo confinan -algunas veces- en contra de su voluntad. Votó todo lo que había acumulado como en un Baloto sideral. Eso no es nada querido compañero, le dijo al sufrido Hallux. Doblegado por su labor, el pene comenzó su perorata. No es muy diferente mi vida. Ahora les ha dado por rasurar mi melena. Ya pocos sostienen mi ensortijada pelambre que cual frondoso Sansón adornaba cual capul, mi cabeza baja. Aunque me bañan bien, lo hacen sin ternura. Es un tratamiento tosco, insensato y brusco. No se lastima a quien se quiere, pero a mí me tratan durísimo. Y cuanto más duro mejor, dicen. ¡Quién los entiende! También me secan a medias. Pero mi embrujo amoniacal no suelen disimularlo. Me meten en un calzoncillo estrecho con nombre de pegante: bóxer. Nunca entendí porque a los anteriores interiores les decían: narizones. Luego, entro en un pantalón todo el día y a sudar como en un infierno con un par de bolas que son de lo más inútiles. Para en la noche -exhausto y liberado- ser introducido en una gruta cuyo aspecto y aroma no voy a discutir. Solo diré que vista por encima es una rayita inofensiva. Y en su esencia, una mezcla entre pescado seco y queso rancio que a los homínidos les resulta un aroma encantador y los pega más que el bóxer.

Hallux, primero atento y luego compungido, interrumpió con un reclamo que se acercó a la sentencia: ¡Increíble y por qué no te emputas! A lo que el pene respondió, primero absorto y luego alterado: Si me emputo, me vuelven a meter.

Cuento la experiencia de la media y el calzoncillo (y de los dos sujetos en cuestión) porque mi vida en la jeta de los humanos se torna tan o más desagradable, pero de obligatoria utilización. Claro, muchos no usan medias. Como Einstein, por ejemplo. Y otro tanto no se ponen ni calzoncillos, ni calzones, ni sostén, pero además de la posibilidad de entrega inmediata -y cierto roce de incomodidad-, no se arriesgan a morir por causa de un virus terrible que llenó el mundo de forajidos. De gente que se tapa la mitad de la cara. Bandidos peligrosísimos. Caras no vemos y virus no sabemos, pero en menos de un año pasé de ser uso exclusivo del personal médico a prenda obligatoria de todos. Y ahí fue Troya, porque he perdido mi identidad y voy rumbo a seguir los pasos de la tanga, a convertirme en un adminiculo hipócrita que dice tapar, pero lo que quiere es mostrar a toda costa. Puesto en la garganta sirvo tanto como el condón en la billetera del caballero o el tampón en la cartera de la dama. Y debajo de la nariz, soy más peligroso que la caína, la chica esa que de a poco mató a Maradona. Anhelo eso sí, no llegar a la inutilidad de la corbata. Solo símbolo y nada más.

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Tommy, el ambulante, Adidas, el estacionario, Nike, el callejero, Bossi, la modista del barrio, Versace, la diseñadora en ciernes, Chanel, o el señor de la clínica de ropa, encontraron en mí la redención económica. No solo tapo boca y nariz. Ahora lleno de dinero los bolsillos y de posibilidades la vida de quienes me comercializan hasta niveles de prostitución. Fue viral un video de señoras lavando a unos compañeros míos para revenderlos. Agüita, jabón, secado y a camellar. Soy personal e intransferible, pero la gente se lo presta como una especie de falso paz y salvo. Se muestra, pero no se utiliza. Como el cinturón de seguridad o el casco que se pone para que lo vea el policía, pero no para que salve la vida. Son raros los humanos, muy raros. Les pico y eso que yo les filtro el aire, pero se meten porquerías como el smog y otros polvos. Les tallo las orejas y se la abro, esta generación me agradecerá su acústica. Les incomodo para hablar y, al parecer, para pensar. Debo reconocer que mi relación con las gafas es un fracaso. Las empaño como en una venganza por devolver unas halitosis que harían voltear la cara al dragón Uróboros, que tenía su boca en la cola.

No dejo ver labios, es cierto, pero permito la vida. Y hasta las mentiras. Acabé con labiales y las personas enfermas de blancorexia me odian. Los bembones me adoran y las dentaduras en recocha me agradecen. Los bigotones y barbados homo sapiens me padecen y enternezco el rostro a las mujeres peludas. El voceador me aborrece tanto como el mimo o el charlatán. El que habla solo, me venera. La chica de los hoyuelos en las mejillas me saca de la selfie. Y la fashion, tiene tantos colegas míos como colores su paleta de maquillaje. Quito el temor del malévolo scarface y borro las arrugas de la angustiada señora. Oculto la tristeza. Protejo al baboso. Y no falta la carepapa que me acuse se verse más gorda por mi culpa. Me siento otro producto del capitalismo, que ahora no deja ir al entierro de un familiar, pero si enfrascarse en un bus para ir a trabajar, si va conmigo. Cuento esto desde el suelo. Hay una media allá y un calzoncillo más allá. Sí, también una tanga diminuta que enrollada y olvidada se parece más a mí. Una cama redonda. Un espejo en el cielorraso. Una falda. Un pantalón. Una blusa. Una camisa. Soy otra prenda inútil ante la irrefrenable voluntad y avideces humanas. Pero solo una cosa es cierta, yo dejo libres los ojos y nadie puede mentir con la mirada.


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