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Pandemi…edo – Noticiero 90 Minutos

por Redacción BL
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Pandemi…edo

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

“De lo que tengo miedo es de tu miedo”.

William Shakespeare

El círculo vicioso de todas las emociones humanas arranca con el miedo. Y este lo ahuyenta todo con su muda desesperación: el amor o la inteligencia, la bondad o la verdad, la lealtad o la entereza, o los principios morales. Todo lo positivo. El miedo a reconocer, por ejemplo, un error, un defecto, una debilidad, una ruptura o un nuevo amor. O lo único irreversible, como la muerte de un ser querido. O, tal vez algo peor, la desaparición que no permite el duelo. Porque mucho va de la inexorable ausencia definitiva del plano terrenal, a que alguien desaparezca de nuestras vidas. En la pandemia como en la vida, negarnos lo que para el resto es evidente pareciera ser la norma, porque lo que emerge es el ego, esa visión narcisista de que solos podemos hacerlo todo. Una idea promovida -entre otras cosas- por la avalancha de mensajes que cada segundo inundan las redes y los estados de estos espacios virtuales donde la humanidad comparte sus copiados enfoques del mundo y la visión que cada persona quiere proyectar en ese y de ese mundo.

Esa idea individualista de que todo está solo en nosotros y que de nadie más depende el bienestar propio y el colectivo, tiene matices. Algo de cierto hay en esa idea del yo individual, pero el yo social depende de múltiples interacciones e ideas que nos conforman como seres únicos, pero, sobre todo, como seres sociales anclados en una comunidad, con todos sus imaginarios y representaciones. Sus debilidades y fortalezas. Sus saberes y eso que todos ignoramos. Las emociones no son fuerzas ciegas, incontrolables, que solo nacen en la mente o el corazón de cada individuo. También tienen un valor cognitivo, de lo contrario, cómo explicar que a veces es preferible no entender las cosas para no mortificarse y sufrir más. No asumen el poeta o el loco, con el mismo crisol, a la luna. Apoyadas en las creencias y en el conocimiento incluso, las emociones -y los afectos- también se cultivan. Es decir, se trabajan, se siembran, se riegan, se cuidan y se cosechan.

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Un abrazo

Buena parte de las redes sociales -como las malas personas- incendian las emociones y obnubilan la razón, arrojan sobre ella baldados de hielo para entumecer la capacidad de decisión, el libre albedrío para pensar, decir y hacer lo que debe nacer no solo de las emociones sino del pensamiento que, si es crítico, mejor. Hay que hacer resistencia a la manipulación externa, pero no desconocerla. No llenarse de miedo y bloquearse. No es el miedo al virus el que nos debe mover. Pues es el miedo al señalamiento por el respeto del otro el que paraliza. En Colombia ser bueno equivale a ser tonto. Y tramposo, muy vivo. En últimas todo en la vida es un punto intermedio entre lo ideal y lo real, entre lo que queremos y lo que nos toca. Entre lo individual y lo colectivo. De ahí que la felicidad sea solo la distancia entre lo que tenemos y lo que anhelamos. Así de simple. Bien escribió Séneca ayer nomás (2 AC-65): “El colmo de la infelicidad es temer algo, cuando ya nada se espera”. Y si nada se espera, pues no debería existir el temor. La cuestión es que el sentimiento supremo, el amor, saca despavorido al miedo, pero éste a su vez, cuando cunde, arroja lejos el amor. Quien ame al prójimo en su totalidad que arroje la primera piedra.

Todos los principios políticos -tanto los buenos como los malos-, necesitan del apoyo emocional de los ciudadanos. Eso lo saben los publicistas y los líderes de la posición que sea. Y a lo que hoy nos enfrentamos, es a un miedo agazapado que se disfraza con múltiples máscaras para evadir la responsabilidad histórica de una generación débil a la que si algo le molesta es la verdad y la imposición. Pero también, la autodisciplina. No puede ser que solo nos una el miedo. Llámese conflicto, pandemia, pérdida o separación. No puede ser el miedo el que nos una y menos el que nos identifique. Esa no es la idea de solidaridad social -por llamarla de alguna manera-, que nos debe mover. No puede ser que solo el miedo a contagiarnos y ser contagiados nos una. Por el contrario, es la visión y respeto por el otro. En la conciencia plena de que el otro importa tanto como yo. Dios es el otro, en el otro está la divinidad y la sacralidad, nos reza la teología de la liberación. No es un señor barbado que desde el cielo decide quién debe morir o quién debe salvarse del Covid. Esta es la razón por la que no asombra que unas personas asuman la pandemia llenas de pánico, en tanto que otras lo viven como algo normal y hasta inocuo. Hasta cuando la muerte les llega a sus afectos, a quienes están dentro sus emociones. Y solo en ese momento, comienzan a asimilar y actuar en consecuencia. Eso, si son personas sensatas claro.

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En esa misma línea, el periodismo no supera el relato simple de la tragedia, sin dar paso a la narración de la esperanza o de los sueños, que son en últimas los forjadores de la realidad individual que forma los cambios colectivos. Contar muertos, su necrófaga labor. Transcribir un testimonio desgarrador no es la tarea del periodismo. Si ello ocurre, el periodista y el medio no son más que cables a través de los cuales se expande la miseria, el dolor, la tristeza, el miedo y la desesperanza. Un periodista por inexperto o mediocre que sea, puede escuchar y retransmitir, pero no analizar y comprender para comunicar con sentido integral y aportar en la construcción de sociedad. No sembrar más miedo. Cuánta emoción política y cuánta ecología integral hacen falta para comprender la idea, hoy un poco difusa, de que debemos estar juntos en esto, no solo por miedo. Son dos claves que la educación ha desdeñado y por eso hoy impera la norma, por encima de la conciencia social. Con autodeterminación no sería necesaria la imposición, el toque de queda, el pico y cédula, el confinamiento obligado, pero el ‘nuevo encierro’ se cierne sobre esta sociedad individualista a la que no le importa el otro.

Pero vaya y dígale a alguien que no puede infringir las normas para no poner en riesgo a la sociedad y saltará entonces con sus falacias argumentativas para defender sus acciones. Con el resentimiento -cuando menos- para defender sus propios vacíos y la ira -cuando más- para salvaguardar sus dudosos fines. No dudará en echar mano de las ideas del inconsciente colectivo para cambiar la realidad de la observación de quien esté cuestionándole, con la intención claro de mover sus emociones y justificar su acción individual que afecta el colectivo. Existen diferentes maneras de experimentar este ‘nuevo mundo’ y su ‘normalidad’, y de reaccionar ante él, formas distintas de interpretarlo y diversos canales por los que se expresará en nuestras vidas. De la receptividad y la permeabilidad de ese individuo respecto del universo del inconsciente colectivo, depende el bienestar de todos. La conciencia del yo es la que cuida del otro. Eso sí que es sagrado.

De ahí entonces que, si bien se pregona que ya no hay esclavitud, a lo que asistimos es a diversas manifestaciones de esta. En el campo laboral, social, económico o sentimental. Esclavos de la soberbia y de la ira se multiplican más que el virus. Y esa idea de ira como sinónimo de odio puede discutirse y, aun, revaluarse. La ira es un momento, pero el odio es un sentimiento construido, cultivado desde ciertos imaginarios del otro que por supuesto pueden ser equivocados. Demos por caso, la situación de la mentira. Si alguien no habla con la verdad, deja la puerta abierta a la imaginación y los rumores como fundamentos de la construcción de esa verdad que no dice. Simular cuidado es una mentira. Detrás de la ira viene la repugnancia, la proyección de aquello que no nos gusta de nosotros mismos, lo vergonzoso, para señalarlo en el otro, pero no en nuestro propio espejo. Una vez que la repugnancia se ubica en la conciencia de una persona, resulta muy difícil que pueda aceptar y manejar las diferencias, que por demás nunca dejarán de existir, pues la igualdad como principio filosófico atañe más a las posibilidades que a la realidad. La diferencia es la norma en todos los aspectos humanos.

Tal vez por eso pasará mucho para que el miedo deje de ser el eje de todas las emociones humanas. Si no se educan y cultivan las emociones, deberemos como Woody Allen reconocer que “el miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro”.  No debemos convertir la diferencia en jerarquía ni la indiferencia en norma. Nadie es superior a nadie. Y todas las personas tienen el mismo valor y las mismas posibilidades, aunque no las mismas oportunidades. Y esto aplica, para todo en la vida. Incluso para morirse de Covid-19 o de amor.


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