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¿Para qué sirve la cárcel?: Lo que nadie se pregunta en Argentina ante la «liberación» de presos por la pandemia

por Redacción BL
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¿Para qué sirve la cárcel?: Lo que nadie se pregunta en Argentina ante la "liberación" de presos por la pandemia

Antes de la emergencia sanitaria, una serie de crímenes ocupó la atención de los argentinos. En medio de esos asesinatos, que escandalizaron a la opinión pública, reapareció un histórico debate de la Justicia penal: ¿más castigos se traducen en mayor seguridad? ¿El sistema punitivo produce un efecto disuasorio para bajar la tasa delictiva? Y para aquellos que osan corromper la paz social, ¿garantismo o mano dura? Esa es la cuestión.

«Las acciones deberían ser de prevención», señala Ileana Arduino, referente del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP). Sin embargo, no son pocos los que piden que aumenten las condenas cuando se dan a conocer hechos violentos, o, los más extremistas, que vuelva la pena de muerte. Sobre ello, subraya: «La idea que sostiene la política represiva es que si vemos penas altas, eso disuade los comportamientos delictivos, pero no hay ninguna acreditación entre esa relación».

Asimismo, Arduino critica la falta de planificación estatal para actuar ante la llamada ‘inseguridad’: «En general, se suele responder con la creación de nuevas figuras penales o el aumento de condenas, como si esa receta funcionara. Es la única política». Alberto Fernández, abogado y profesor de derecho penal durante más de 30 años en la Universidad de Buenos Aires (UBA), asumió la Presidencia en diciembre del año pasado, por ello, la experta aclara que es un conflicto «trasversal a los distintos Gobiernos».   

Ileana Arduino, referente del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales

«Lo que legitima al derecho penal, es que esa intervención violenta es paradójicamente necesaria para pacificar una circunstancia. Si la intervención no produce ese efecto y además genera otras violencias, es una propuesta incumplida».

Para profundizar su teoría, la especialista comenta que la acción punitiva del Estado responde a urgencias políticas, empujadas por el clamor ciudadano. «Se respalda en cierta legitimidad social. Esto ocupa un lugar muy fuerte en el imaginario colectivo, la idea de que el castigo tiene alguna posibilidad reparadora, que la práctica niega«, advierte. La integrante del INECIP añade que un gran error es no analizar «cuáles son las condiciones para aplicar la ley, los tiempos de los procesos penales y en qué condiciones se cumplen las penas». Es decir, ¿los presos salen de la cárcel mejor o peor que cuando entraron? 

Además, a la hora de sacar conclusiones, la atención mediática y social sobre asesinatos estremecedores puede generar conceptos errados, puntualiza: «La generalización de los fenómenos a partir de los casos que conocemos, que suelen ser muy violentos y graves, no explican la totalidad ni mucho menos la complejidad de las prácticas delictivas». 

Así, la entrevistada indica que la gran debilidad en Argentina es la falta de diagnóstico para resolver conflictos sociales, que pueden derivar en nuevas acciones criminales: «Seguimos con sistemas de producción de estadísticas muy deficitarios», critica. En otras palabras, se precisan análisis de situación certeros, porque «no se pueden desarrollar políticas generales para problemas tan distintos como la ocupación de tierras, el robo o los delitos sexuales», ejemplifica. No solo es el castigo, también es necesario descifrar el trasfondo social del delito, y mejorarlo para evitar futuros daños. 

Entonces, ¿deberíamos considerar anular el derecho penal? «Cubrirse en el abolicionismo, sin pensar en las circunstancias que podría tener aquí y ahora, es una ingenuidad», responde. Es que una sociedad sin reprimendas, mientras aumenta la inequidad, también podría ser conflictiva. «No obstante, debería ponernos en posición de sospecha, sobre cuánto puede aportarnos a la convivencia la idea del castigo». Y continúa: «Es una herramienta selectiva que ha sido ampliamente pensada para sociedades clasistas, donde hay mucha desigualdad». 

En esa línea, expresa: «Lo que legitima al derecho penal es que esa intervención violenta es paradójicamente necesaria para pacificar una circunstancia. Si la intervención no produce ese efecto, y además genera otras violencias, es una propuesta incumplida».

Las regiones desiguales son más violentas

Si bien es cierto que muchos homicidios se producen por situaciones o motivaciones particulares, en líneas generales, hay más asesinatos en las regiones con mayor injusticia económica que en aquellas donde la ciudadanía tiene mejores condiciones de vida. Esta concepción materialista de la violencia fue advertida en varias oportunidades por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), dependiente de la ONU. Repasemos algunos números. 

Ese organismo internacional publicó un estudio del Observatorio de la Violencia de la consultora guatemalteca Diálogos. El documento revela que, en 2012, el 37 % de los homicidios ocurrió en América, 32 % en Asia, 23 % en África y el 8 % en Europa. Dividido en subregiones, Centroamérica tenía la tasa más alta: 40 asesinatos por cada 100.000 habitantes, mientras que en Europa Occidental la cifra es de un solo homicidio, bajo la misma proporción.

«América Latina y el Caribe no es solo la región más desigual del mundo, sino también la más violenta, si se excluyen áreas en guerra o conflictos armados», reiteró la CEPAL en otro reporte del 2018, titulado ‘La ineficacia de la desigualdad’. Así, a pesar de que la tasa mundial de homicidios disminuyó entre 2010 y 2015, ubicándose en 8,3, «Latinoamérica presentó un aumento». Distribuido por zonas, la peor situación se registró en América Central y México.

Separado por países, los cuatro más violentos del mundo entre 2016 y 2018 se ubican en América Latina, según el monitor de homicidios del Instituto Igarapé: Jamaica (56 asesinatos cada 100.000 habitantes, en 2017), Islas Vírgenas —dependientes de EE.UU.— (52,9 en 2016), Venezuela (51,1 en 2017) y El Salvador (50,3 en 2018). La tasa en Argentina es menor, de seis crímenes en 2016, y en Chile es mucho más baja, con 3,5 en 2017.

No obstante, la CEPAL destacó que, aunque en el Cono Sur —Argentina, Chile y Uruguay— el promedio sea más bajo que la media global, allí «se observó el mayor deterioro relativo, donde la tasa aumentó más del 60 %», entre 2010 y 2015.

«Para el conjunto de la región, el origen de la violencia estaría cambiando desde los motivos políticos hacia causas vinculadas a la delincuencia común y al crimen organizado», advierte. Y aunque la restauración de la democracia significó «un proceso civilizatorio de enorme importancia», esto «no ha ido acompañado de una expansión equivalente de la plena igualdad de derechos económicos y sociales».

En ese marco general, el abogado Julián Alfie opina que «la mano dura no sirve ni resuelve nada, y el sistema penal en sí mismo, tampoco». Sin embargo, destaca: «La respuesta progresista a la inseguridad no puede ser simplemente ‘más educación y menos desigualdad’, porque no es suficiente, aunque sí imprescindible». 

Por ello, remarca que la Justicia «debería perseguir a quienes hay que perseguir, y no ser más una máquina picadora de pobres«. Y subraya la necesidad de alcanzar «un sistema de seguridad democrático que responda a las necesidades de las víctimas de la inseguridad que, en general, son los sectores más humildes. La complejidad está en el cómo».

«La cárcel es el reflejo de lo que somos como sociedad»

José Castiglione pasó 16 de sus 42 años privado de la libertad, entre 1997 y 2013. Durante su reclusión, una letrada le dejó un papel, que resultó ser la Ley de Ejecución de la Pena. Se la aprendió mejor que muchos estudiantes de abogacía, convirtiéndose en un experto de la normativa: «Ahí pude tomar conciencia de que, más allá de la condena, tenía derechos, y empecé a cuestionar al sistema carcelario».

Aquel hombre dice que durante su reclusión pasó por más de 30 unidades de la Provincia de Buenos Aires. Los intercambios de presos se practicaban «como un medio de ‘despersonalización'», considera. «Por algunas cárceles pasé tres o cuatro veces. Había traslados cuatro o cinco veces en una semana, 20 en un mes, a veces sin comer. Estuve cuatro años así». Siempre era el nuevo del penal. «Palo (golpe), camión y buzón (celda)», de esta forma describían la situación sus otros compañeros encerrados.

También denuncia que el personal carcelario le robaba parte del pago que los presos deben recibir por hacer trabajos durante su condena. «Me mandaban al peor pabellón, no tenía posibilidad de nada. La educación se veía como un beneficio«, agrega. Así, la llamada ‘reinserción social’ parece difícil, y José lo comprobó cuando salió en libertad y puso sus pies en la calle otra vez. Sin trabajo fijo ni estabilidad económica, hoy está en el mismo punto que antes de caer preso: «Vivo el día a día, no sé qué carajo voy a comer hoy o mañana«, describe. Tiene tres hijas. 

Más allá del desequilibrio, armó un centro cultural en la localidad de William Morris junto a otros compañeros, llamado Casa das Artes, «donde se dictan cursos de dibujo, pintura, malabares, guitarra y apoyo escolar». Allí, hace cinco años da talleres de boxeo para niños de su barrio. «Estoy estudiando Educación Física en la Universidad Nacional de Hurlingham hace tres años, luchando para obtener ese título que me va a abrir un montón de puertas», añade. 

No obstante, aclara que la promesa estatal de ‘volver a empezar’, hasta ahora no se cumplió: «Por más que me quieran garantizar derechos educativos, culturales y sociales, si no tengo lo económico, quedo excluido de todo, porque el día a día es buscar la moneda». 

Sobre sus días de encierro, destaca «la solidaridad y lucha» que aprendió junto a otos detenidos, pero puntualiza: «La cárcel no resocializa. Es el reflejo de lo que somos como sociedad, una cagada». En ese tono crítico, recuerda: «Le decía a los pibes que, cuando salgamos, volvemos al mismo lugar. Por más que reflexionemos, no vamos a comer reflexión«. 

¿Habrá reforma del Código Penal?

En medio de este escenario, se baraja la posibilidad de tener un renovado marco legal en Argentina a la hora de aplicar castigos: «La reforma del Código Penal es necesaria, el actual tiene casi 100 años, data de 1921», le expresa a este medio Mariano Borinsky, el juez que preside la Comisión que impulsa los cambios. «Debemos sistematizar casi 900 leyes especiales e incorporarla a un único digesto, que permita dar a la sociedad previsibilidad, seguridad jurídica e igualdad ante la ley», agrega. 

El grupo se conformó en 2017 mediante un decreto presidencial, durante el Gobierno de Mauricio Macri, y se presentó un anteproyecto que estudia el Senado desde agosto del 2019. Más tarde, en octubre hubo elecciones, en diciembre asumió el nuevo presidente, Alberto Fernández, y de forma reciente hubo reuniones con distintos ministerios de la administración peronista. «La cosa venía bien», dice el magistrado, pero la pandemia del coronavirus frenó todo.

Para repasar, Borinsky resalta algunos «valores fundamentales» de la reforma, «como la paridad de género y la devolución del dinero mal habido al Estado». Por otro lado, el líder de la Comisión tampoco cree que endurecer las penas garantice la seguridad y la paz social.

Entre los 32 aspectos salientes del anteproyecto, algunos plantean cambios sobre las privaciones de la libertad: 

  • Penas alternativas a la prisión: se contempla el encierro domiciliario para aquellos condenados por primera vez, cuya pena no exceda los tres años. También se pide el cumplimiento de otras reglas, como tareas comunitarias. La idea es que la cárcel se use para los delitos más graves.
  • Limitación a la libertad condicional: quedaría prohibida para los reincidentes y los condenados por delitos dolosos, como «homicidio agravado, abuso sexual agravado y secuestro extorsivo». 
  • Seguridad por los presos liberados: se plantea un «seguimiento socio judicial» luego del cumplimiento de la pena, fuera del ámbito carcelario, para quienes hayan cometido delitos graves, «como homicidios agravados, abuso sexual, prostitución de menores de edad y violencia de género». 

Con ese escenario general, en los últimos días se desató la polémica porque un juez argentino excarceló a presos vinculados a delitos leves, quienes habían presentado un ‘habeas corpus’ colectivo por la emergencia sanitaria. El malestar en buena parte de la sociedad se suscitó porque un violador, de 67 años y con varias dolencias físicas, logró la prisión domiciliaria. También se viralizó la excarcelación de un represor de la dictadura.

Mariano Borinsky, juez, presidente de la Comisión de Reforma del Código Penal

Mariano Borinsky, juez, presidente de la Comisión de Reforma del Código Penal

«La reforma es necesaria, el Código actual tiene casi 100 años, data de 1921. Hay que dar dar a la sociedad previsibilidad, seguridad jurídica e igualdad ante la ley».

Días atrás, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ya había recomendado «garantizar la salud y la integridad de las personas privadas de la libertad y sus familias frente a la pandemia del covid-19». La Cámara Federal de Casación Penal instó a los tribunales inferiores a resolverlo de esta forma, sobre individuos «no violentos», pero aplicando un monitoreo en los implicados. La línea judicial también incluye a los grupos de riesgo, como personas mayores de 60 años. Sobre ello, el Gobierno ya aclaró que la determinación depende de la Justicia, y no del Ejecutivo.

Por su parte, Borinsky se disculpa por tener que interrumpir la entrevista, pero debe resolver más de 100 pedidos de excarcelaciones en un solo día: «Muy difícil», describe. Hasta el 28 de abril, el Servicio Penitenciario Federal (SPF) tenía un total de 12.579 reclusos. Solo el 46,19 % fue condenado. 

Leandro Lutzky

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