Querida mamá,
Cuando moriste, no lloré.
No sabía cómo sucedió. Nadie me advirtió sobre eso. Un día, llegué a casa y te encontré inmóvil en la sala de estar, transfigurada con la belleza sobrenatural de una figura de cera de Madame Tussauds.
Tenías 40 años y un repentino ataque de asma te arrebató el verano de tu vida. Yo tenía cuatro años y todavía no sabía qué era la muerte.
Me paré en medio del mar de dolor que me rodeaba. Pero mis propios ojos estaban secos.
No había ni un moretón en tu cara. No hubo heridas en tu cuerpo. ¿Cómo podría saber que nunca más volverías a tomar mi mano, a reírte conmigo, a calmar mis gemidos o a secar mis lágrimas?
¿Cómo podría saber que nadie volvería a amarme de manera tan incondicional y desinteresada?