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Viaje a la Colombia más pura y profunda – Arte y Teatro – Cultura

por Redacción BL
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Viaje a la Colombia más pura y profunda - Arte y Teatro - Cultura


El centro del universo está en el río Apaporis. Es una isla que tiene la forma de un corazón verde. Ruven Afanador y Ana González la vieron desde el cielo antes de poder aterrizar en un helicóptero y tener contacto por primera vez con los pachacuarís. “No son más de 63 personas. No hablan español, tienen su propia lengua –hoy, como ellos, en peligro de extinción– y, por supuesto, ninguno ha visto la isla desde el cielo”, dice Afanador; “sin embargo, tienen conciencia de que viven en el corazón del mundo, tal vez lo han visto en sus viajes con el yagé y saben que cargan con la responsabilidad de purificar la energía del universo”.

El Apaporis, en ese trecho, tiene un raudal furioso. Hay delfines rosados, boas constrictor y miles de peces. Los pachacuarís han vivido en ese lugar cientos de años para mantener el equilibrio del mundo. Ruven, Ana González y el equipo que los acompañó cruzaron el río en canoa para ir a la otra orilla del asentamiento, hicieron una caminata de dos horas entre el barro y la selva más profunda solo para llegar a un punto donde se ve y se siente el río en toda su inmensidad. “Sentí la furia y la pureza del agua. El rocío empañaba la atmósfera, y sentía la limpieza de todo. Para mí fue un nuevo bautismo”.

Hijas del agua, el libro de Afanador y Ana González, atrapa de manera estética y con la magia del arte esa y otras historias de la Colombia más profunda y desconocida. El libro reúne imágenes de 26 etnias colombianas que, como dice Wade Davis en el prólogo, “son sobrevivientes de El Dorado”. Milagrosamente han logrado conservar su cultura, su lengua y su sabiduría después de la llegada de Cristóbal Colón. Colombia, explica el célebre autor de Magdalena: River of Dreams, sigue siendo el hogar de más ochenta naciones indígenas que, desde su cosmogonía, enriquecen el mundo y todavía tienen mucho por enseñarnos y para ofrecernos. O si no, que lo diga un mamo arhuaco: “Sabemos mucho más sobre la vida que los Hermanos Menores. Jamás destruiríamos un río… hacerlo sería destruirnos a nosotros mismos”.

El libro se empezó a gestar hace tres años. Afanador y Ana González fueron invitados por María Clemencia de Santos –como primera dama– a conocer el Chiribiquete. Ambos alucinaron con el espectáculo visual. Hablaron. Se hicieron amigos. Cada uno conocía el trabajo del otro. “Cuando estaba en París yo soñaba con trabajar con Ruven”, dice Ana. El diálogo prosperó y se embarcaron en esta aventura de viajes, fotografías, dibujos e intervenciones. Buscaron cómplices para cada movimiento, alcaldías, presidencia, gobernaciones; todos los que pudieran ayudar. Y ahora Davivienda publica este libro monumental con Ediciones Gamma, diseñado en Colombia por Nada e impreso en España.

Ana González es artista y arquitecta. Estudió en Francia y Colombia. Su trabajo tiene, literalmente, la exquisita delicadeza de las flores y los tejidos y una singular sensibilidad por la vida y la naturaleza. Su serie Bellas durmientes, para no ir más lejos, atrapa el verde de las plantas que crecen entre las grietas de una casa en ruinas. Sus ojos, en este libro, complementaban la mirada de su gran compañero de viaje.

Afanador es uno de los grandes fotógrafos colombianos de todos los tiempos. No solo ha retratado de manera notable a personajes como Gabo, Botero, Keith Richards o Barack Obama, para revistas como Rolling Stone, The New Yorker o Vanity Fair,
sino que ha desarrollado una poderosa obra con libros como Sombras, Ángel gitano, Torero y Mil besos, donde mezcla su perfección como retratista con composiciones surreales.

En cada viaje de Hijas del agua, Afanador fotografiaba a los miembros de cada etnia; descubría las paredes de fondo o de selva que necesitaba para sus retratos y estudiaba y hablaba con cada personaje. González tomaba notas de lo que veía con sus ojos y sus sentidos, descubría la cosmogonía de la comunidad, estudiaba la riqueza de sus tejidos y de sus artesanías y absorbía la grandeza del paisaje. En ocasiones, por las distancias y por la complejidad de cada viaje, solo tenían unas horas para recopilar todo el material.

“La primera imagen que logramos juntos fue una foto de una mujer de la etnia gunadule en el Urabá antioqueño”, recuerda Ana. “Tenía mucho miedo de tocar una foto de Ruven, pero funcionó”. El proceso de creación de las 190 imágenes del libro se puede resumir en más de 3000 mensajes de WhatsApp entre Nueva York y Bogotá. Ruven le enviaba las fotos a Ana. Ella las imprimía y literalmente trabajaba sobre ellas; dibujaba, trazaba tejidos de oro, creaba veladuras, escribía largos fragmentos de sus diarios encima de un rostro o creaba un marco con sus malokas. Tomaba una foto, como la de Alcanaillafue, de la etnia uitoto, en la que se ve solo un fragmento de un gran árbol, y completaba la imagen trazando un bosque alrededor. En otras dibujaba guacamayas, colibríes o la piel de una serpiente. Trazó ríos y caminos sobre unos pies manchados de barro, le sacó alas a un inga, le puso las manchas del jaguar a un niño pachacuarí y dibujó un corazón en el pecho de un nukak que tiene un mono con los ojos muy abiertos posando sobre su hombro.

El libro tiene el poder de los yucunas, que con sus trajes y sus máscaras rituales parecen realmente espíritus de otra dimensión. Tiene la sabiduría y la mirada tranquila de los arhuacos y los koguis, la luz de los wayús, el misterio de kamëntsá, la elegancia de los misaks o la asombrosa belleza física de los nukaks.

“Los nukaks –dice Ruven– pasaron varios siglos sin contacto con nosotros; su choque ha sido trágico por las enfermedades y porque han perdido parte de su cultura; cuando llegamos, las mujeres no tenían su look tradicional. Entran y salen de San José del Guaviare y todas tenían el pelo largo. No dormí esa noche; no sabía cómo decirles que quería fotografiarlas rapadas. Finalmente se los dije. Una de ellas tomó las cuchillas, se rapó el pelo y las cejas, tomó las plantas que usan para pintarse la cara y cambió radicalmente. Fue maravilloso, de pronto, todas las mujeres de la comunidad empezaron a hacer lo mismo; la cara les cambió a todas: estaban felices. Vi cómo recuperaban su dignidad”.

Hijas del agua, el libro de Afanador y Ana González, atrapa de manera estética y con la magia del arte esa y otras historias de la Colombia más profunda y desconocida.

Foto:

Ruven Afanador – Ana González

Y por eso es un libro histórico. Hasta ahora, nadie había fotografiado tan bien a los pueblos indígenas colombianos. Nadie les había dado la dimensión estética y artística que se merecen. Nadie había hecho unas imágenes tan bien logradas, sin un filtro documental. Afanador y González los trataron como lo que son: colombianos a los que tenemos que admirar sin descanso.

Fernando Gómez
Editor de Cultura

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