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Cartas a Antonia

por Redacción BL
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Realismo trágico

Crédito de foto: Especial para 90minutos.co

Pocas cosas hay en la vida que me entreguen esos momentos fugaces de felicidad, como recibir un libro de regalo. Y sin razón aparente, pues ni es Navidad, ni estoy de cumpleaños, ni nada en particular. Solo porque sí, porque me conocen. La evocación es inmediata a la infancia, a los regalos del Niño Dios (que uno debería descubrir bien tarde son de los papás) porque la emoción es muy similar. Destapo un libro como destapé hace siglos el balón del Viejo Willy con el que le tumbé una matera a mi mamá. ¡Fue un golazo! Picabarra neta. Pero como la felicidad nunca es completa, mi papá de castigo me lo pinchó. ¡Desinflado quedó perfecto para jugar micro! Como en la vida, la felicidad no es el balón, es cómo lo disfrutas, cómo juegas con él, cómo sueñas que eres el que admiras o a quien amas, cómo no importa su estado o su condición, te hace feliz.

Quienes lo han hecho -regalarme libros, no dañar materas- saben además que, si es un buen libro, al goce del placer estético y escritural, se suma el regocijo de saber que hay afecto puro en quien me obsequia una obra que alguien imaginó, escribió y entregó para la posteridad. Si de ñapa, es el autor que uno admira, su referente, el que ama tanto como a la lectura, el que se ha leído y releído no hasta el cansancio sino hasta el embeleso, pues la felicidad es inconmensurable. Regalar libros es procurar algo de lo nuestro, de lo que pensamos y sentimos. Es mucho más que entregar un objeto, trasciende el acto de dar, pues la trascendencia de su contenido puede transformar una idea, una posición, un punto de vista, una reflexión, un breve espacio del mundo que ocupamos y nos ocupa.

Una estudiante de esas que saben que la tarea es superar al profesor, me lo regaló. Valentina Parada Lugo trabaja con El Espectador, que sin pensarlo mucho la contrató antes de graduarse y después de alzarse con un Premio Simón Bolívar. Valen es una joven que habla poco, pero trabaja mucho. Se fue de Cali y del periódico El País con su pareja, a la nevera. A buscar consolidar en Bogotá el agite periodístico en medio del cielo plomizo y el ambiente frío de una ciudad que se le mete a uno a los huesos y la piel. Y allá, debió cubrir el lanzamiento de una obra póstuma e inédita de Alfredo Molano Bravo: Cartas a Antonia, las conmovedoras reflexiones y enseñanzas de un abuelo a su nieta.

Y sobre ese hermoso regalo quiero hablarles una líneas. Y lo primero que debo decir, es que su hijo Alfredo Molano Jimeno, lo define con una precisión absoluta que pido prestada: “De todos sus libros es el más profundo, autobiográfico y universal”. El más profundo porque un hombre que se metió selva adentro para narrar, que vadeó ríos caudalosos, que remontó cordilleras a lomo de mula, que recogió información entre trochas y fusiles, que condenó por igual todos los fierros, viajó los últimos quince años de su vida a las profundidades de su alma para escribirle a su nieta. Autobiográfico, obvio, porque para contarle no solo sobre el país, sino sobre la paz, la guerra, la belleza y la muerte, etc. echó mano de su propia vida y de las acechanzas de la parca cuando un cáncer se le atravesó para llevárselo antes de tiempo, para infortunio de la Comisión de la verdad y del país. Y es universal, porque a diferencia de la veintena de libros que nos dejó, este no tiene límites ni fronteras porque se mueve en la geografía de los sentimientos.

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Si algo sabía Molano de la escritura era desaparecer como escritor. Esa gran paradoja es más difícil que la redacción misma del texto o la manida idea de vencer el temor de enfrentarse a la hoja en blanco. Zafarse de cualquier protagonismo, de florituras y lindezas que destaquen la calidad y la sapiencia del escritor. Descender de cualquier elevación que pueda tener el ego y dejar más bien que el lector se encuentre y dialogue solo con el texto. Que se deje llevar por su cadencia, por su tensión, por un personaje o por una situación. Esa relación muy pocos escritores la logran y esa era la especialidad del hombre de la mirada infinitamente triste. El lector termina sumido en una conversación, en la confesión de alguien que lo relata todo, incluso sus sueños, que para Molano también son verdad. De ahí que el escritor desaparece para que el lector dialogue con el texto, con nadie más.

Lo suyo fueron las historias de vida y el escuchar a la gente. Esa manera olvidada de mirar, decía cada que podía. Cada que lo invitaban a contar cuándo, por qué y cómo decidió abandonar la escritura acartonada, la de los informes académicos y de las investigaciones sociológicas; y dejar más bien que hablara la gente. Por eso dejaba que fueran las personas las que narraran. Recogía y editaba la voces de los testimonios que acopiaba en la cantidad suficiente para -bajo la técnica de la imputación- construir sus personajes protagónicos y revelar las historias de las víctimas. Tal vez por eso en una de las tantas amenazas que recibió, Carlos Castaño aseguró que su pluma era más peligrosa que la guerrilla.

Toda su escritura entrega la posta de la narración al otro, a su fuente, a quienes tienen voz, pero ha sido callada al no otorgarle espacio o porque se lo han negado, censurada por denunciar las injusticias o silenciada bajo amenaza de muerte por intentar cambiar la realidad. A través de su pluma hablaron todos, pero insisto, sobre todos las víctimas. De modo que Cartas a Antonia es diferente a todo lo que hizo Molano, porque es su relato intimista, la explicación a su nieta sobe la vida, en la vastísima amplitud de la palabra. Y lo hace con una destreza admirable. Con el amor de abuelo, el respeto de padre, la paciencia del pescador, la sencillez del campesino y la profundidad de la pasión por la escritura y la explicación del mundo de quienes cumplen una de las misiones más nobles de la humanidad: entregar el testimonio libre del tiempo que les ha correspondido vivir.

En Cartas a Antonia, Molano despliega al docente y también al columnista. Al profesor, porque se desvive por explicar de forma llana; y al periodista de opinión, porque es su mirada particular convertida en interpretación y soportada por sus argumentos. Si bien el género es epistolar, las cartas a veces necesitan explicaciones cuando se empaquetan todas en un libro, pues se necesitan referencias y contextos de los momentos en los que fueron escritas. Sin haberlo publicado, el autor comentaba esa ilusión que redactaba desde muy temprano y con varios tintos encima. “Al miedo, le decía yo a Antonia, hay que mirarle la cara. A los perros hay que mirarlos a los ojos, a la muerte también”. Era el mejor regalo que podía brindarle a esa niña que amó como a nadie.

Alfredo Molano Bravo murió el viernes 31 de octubre de 2019, el Día de los niños, cuando a su amada Antonia le faltaban tres días para cumplir 13 años. Todo el amor y el miedo de no estar para cuando ella fuera adulta lo empujaron a escribirle cartas. En ese lapso le dejó dicho lo que cualquiera necesita para entender a Colombia, pero, ante todo, lo que se necesita para entender la vida y su intensidad, la esquiva felicidad y el valor de los sentimientos. El respeto, el amor por la naturaleza y los animales, con los caballos en primera línea. Lecciones de amor por los Llanos, por los ríos y las montañas, por esos viejos canosos que son los nevados. El amor por la familia, que es su gran obra. Viajeros, lectores, gente a la que le duele el país, goza con la belleza y sufre con la pobreza de la gente.

Ese suele ser el legado de los grandes escritores: ideas escritas para que quien las lea interprete la vida y su mundo. Para que al sueño de la vida hablen despiertos. Para que fluyan como el agua. Para que se eleven como cometas. Cada tanto hay una metáfora con la que Molano se ennoblece como escritor excelso. Una comparación que deja sin aliento. Una analogía que hace pensar por qué si es tan evidente, no se le había ocurrido a nadie. Muchas historias se quedarán conmigo y acompañarán estas frías noches en el sur de Tolima. Disiparon la mente y aligeraron la tristeza de la soledad. Ojalá pudiera decir como Antonia en el cementerio, cuando leyó la carta de despedida: “Abuelo, no olvides que yo te sigo amando, perdóname si te he ofendido”. Pero no tengo abuelos y jamás pude despedirlos. En cambio, recordaré esta frase de Molano como una de las líneas más bellas que he leído en la vida: “Antonia, te pido: préstame una pestaña para barrer mis penas y atrapar mis alegrías”. Si esta frase no es prueba de amor sublime, entonces cuál es el amor, dónde está y para dónde se ha ido. Termino de leerlo de un solo tirón y siento que amo más a Molano y que quiero con especial afecto a una estudiante extraordinaria. Muchas gracias Valen por 300 páginas y un par de horas de felicidad.

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