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Cuarentena y Coronavirus hoy: migrante venezolanos en diferentes puntos de Colombia – Otras Ciudades – Colombia

por Redacción BL
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Cuarentena y Coronavirus hoy: migrante venezolanos en diferentes puntos de Colombia - Otras Ciudades - Colombia

Por todo el país, desde las calles de los barrios hasta las carreteras que van hacia el nororiente, hacia la zona de frontera con Venezuela, se ven los rastros de los estragos generados por la pandemia del covid-19 en la vida de los más de 1,8 millones de venezolanos que llegaron en los últimos cinco años a Colombia.

En las goteras de la frontera, en el sector de La Parada, en Villa del Rosario, Norte de Santander, al menos 160 familias se agolpan esperando que las autoridades venezolanas levanten las tranqueras y les permitan entrar a su tierra. Vienen de Bogotá, Cali, Bucaramanga, Tunja y hasta Nariño, y su aventura aún no termina porque al pasar al otro lado tendrán que someterse a un confinamiento obligatorio que puede durar hasta dos semanas.

En Bucaramanga, entre tanto, son varias las familias que están viviendo de la caridad y en duras situaciones. En cercanías al parque del Agua, unos 500 venezolanos armaron un cambuche transitorio donde descansan mujeres embarazadas, niños de meses y adultos mayores. Todos esperan que algún transporte los lleve hasta la frontera.

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Rafael es uno de ellos. En una carpa de cuatro metros de ancho por dos metros de largo, hecha con un plástico negro y palos, duerme con otras diez personas. La mayoría se quedaron sin sus trabajos, casi todos informales, y sin plata para seguir aguantando por un futuro en Colombia. Ahora quieren regresar a su país.

Hace poco llegó desde Valencia. Caminó por más de una semana desde Cúcuta hasta Bucaramanga cuando el coronavirus acabó con todos sus planes. Se encontró de frente con una situación que suponía aguantar hambre, dormir mal y anhelar regresar a su tierra natal, donde al menos tiene un techo que lo resguarde.



Cientos de ciudadanos del vecino país utilizan algunas bancas del centro de la ciudad de Bucaramanga para improvisar sus dormitorios.

Foto:

Jaime Moreno/ EL TIEMPO

“Estamos pasando trabajos, cosas que jamás pensé que iba a vivir. Las ayudas nos llegan a ratos, sopas, medicinas, pocas pero nos llegan. Queremos que nos manden autobuses para que nos devolvamos a Venezuela”, dice.

Sobre colchonetas que les han donado y otras que han elaborado con ropa, este hombre y sus compañeros pasan sus noches esperando que al día siguiente los recoja uno de los buses que están haciendo la ruta hacia el oriente. “Estamos amorochados (juntos), no dormimos casi porque tenemos que estar pendientes para que no nos vayan a robar nada de lo que tenemos”.

No tienen baños, y para asearse utilizan una de las fuentes que hay en un costado del parque.

De frontera a frontera

Migración venezolana

Migrantes venezolanos esperan encontrar una pronta salida mientras habitan las calles de Cali.

Otro de los puntos álgidos por la concentración de venezolanos en dificultades es Cali. A la capital del Valle están llegando decenas de los que estaban en Ecuador y entraron por las trochas que nadie controla en la zona de Ipiales, Nariño. Muchos de ellos siguen su marcha a pie por la vía Panamericana. La meta es atravesar media Colombia para devolverse a su país. Es una travesía que para algunos dura hasta dos meses, que solo se acortan si algún camión los adelanta un tramo. El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, planteó la necesidad de que se fijara un área controlada por el Gobierno donde puedan ser atendidos y también sometidos a tamizajes, pero no tuvo eco.

Luego de llegar a plantear un cierre del acceso a la ciudad, finalmente la alcaldía, con apoyo de Migración Colombia, Cancillería y Ministerio de Defensa, logró el traslado de más de 2.000 venezolanos en buses, pero Ospina ya dijo que no puede estirar más recursos y le está pidiendo al Gobierno que le asigne más.

En el Valle del Cauca, según cifras de Migración Colombia, permanecerían más de 60.000 migrantes. Algunos están en el parque Panamericano. Alejandro Castillo, uno de ellos, dice que entre los refugiados hay síntomas de fiebre y pide la ayuda de las autoridades. Vecinos del barrio San Fernando, donde está el parque, se sumaron a ese llamado. La Secretaría de Salud de Cali y la alcaldía informaron que están buscando soluciones, pero no es fácil pensar en un nuevo traslado humanitario, por los altos costos.

Al otro lado del país, en Barranquilla, hay al menos 100.000 venezolanos. Esa es una de las ciudades que el Gobierno Nacional señala como ejemplo de solidaridad con los migrantes, empezando por la alcaldía, que ha repartido miles de mercados para esa población vulnerable.

Allí, pese a los pesares, los venezolanos han encontrado la manera de rebuscarse la vida sin perder la esperanza.

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El sonido del bombo, el redoblante, los trombones y el saxofón retumban por las calles de Barranquilla, al son alegre de porros, cumbias, merengues, champetas y vallenatos, alegrando los soleados y calurosos días de junio que sofocan a la ciudad.

Los protagonista de esta alegría callejera, que se mueve por los barrios del norte, centro y sur de esta capital, son ciudadanos venezolanos, quienes encontraron en la música la forma de ganarse la vida, en especial en estos días de cuarentena.

Es el caso de la Papayera Swing, que dirige Luis Eduardo Molina, un técnico en refrigeración y administración de empresas que desde hace tres años se encuentra en Barranquilla y se gana la vida recorriendo con su banda las calles de la ciudad, de donde consigue el dinero que les envía a su esposa y dos hijos, que viven en Maracay, en el estado de Aragua (Venezuela), de donde él llegó.

La agrupación la integran seis músicos, que se vinieron detrás de Luis Eduardo para conseguir la forma de mantener a sus familias en Venezuela. Viven en una casa arrendada en el sur de Barranquilla, de donde salen todos los días a caminar las calles, en especial del norte de la ciudad, interpretando la música que les pidan.

Migración venezolana

Papayeras venezolanas llevando música a las calles barranquilleras.

La jornada que comienza a las 10 a. m. no se puede extender más allá de las 4 p. m., respetan la orden de restricción y mantienen los cuidados, pues si algo tienen claro, es que no pueden enfermarse. Por eso cargan alcohol, con el que desinfectan los billetes que les dan; gel desinfectante y, además, tapabocas y guantes.

Antes de la pandemia salíamos de 9 a. m. a 8 p.m. y los fines de semana eran los mejores, nos contrataban en 5 o 6 lugares para amenizar cumpleaños, grados o cualquier fiesta”, cuenta Molina, quien no olvida lo bien que les fue en diciembre y carnavales, pero hoy confiesa que las cosas han cambiado.

Los seis hombres, con sus instrumentos terciados, van por las calles tocando clásicos de la música costeña, muy bien interpretados, lo cual genera el aplauso y el saludo desde los balcones de edificios o terrazas de las casas.

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Es un trabajo duro ya que implica caminar Barraquilla a las 11 a. m. o 2 p. m., cuando el sol pareciera que calentara más, la brisa desaparece y la humedad los golpea. Andan por barrios como Paraíso, Villa Carolina o Villa Country, que tienen cuadras de más 300 metros de largo y con lomas y bajadas en algunos tramos.

La gente ya nos conoce y nos regala mercados y nos dan propinas, pero nos toca muy duro, porque tenemos que conseguir para pagar el arriendo, el transporte, la comida y lo que tenemos que mandar a la familia”, comenta el hombre, que no cuenta los kilómetros que a diario camina con su banda en la lucha por sobrevivir.

Se estima que en la ciudad hay unas 10 bandas conformadas por músicos venezolanos que todos los días salen a las calles con sus instrumentos a ganarse el sustento de sus familias, gracias a las propinas y hasta contratos que consiguen en estas presentaciones.

El técnico de sistemas que duerme en un parque de Cali

Al llegar hace cuatro años, el venezolano Eduardo Guillermo Rodríguez y su familia alcanzaron a ser felices vendiendo comida en un remolque, en Villa del Rosario, Norte de Santander. Pero vino una oleada de compatriotas y abusos de autoridades en la que perdió el plante, debió regresar a los hijos y la mamá a su país, mientras que su esposa lo dejó a su suerte.

Este técnico administrativo y de sistemas, operador de carga y agricultor, se quedó solo y dice que ha ‘rodado como tarro’ hasta ahora que, con su nueva compañera, Yuraima, y más de 100 migrantes permanecen, a sol y agua, en el parque Panamericano, a un lado de la calle Quinta de Cali. Allí espera una oportunidad laboral o regresar a Mariara, en el estado de Carabobo, a nueve horas de la frontera.

Recuerda que le fue bien en Villa del Rosario, cuando estaba con su familia y tuvieron dos remolques de comida, pero llegó una migración que cargaba necesidades, aparte de algunos que se vinculaban al hampa. Todo se vino al piso, sus dos hijos, entonces de 7 y 4 años, se fueron a Venezuela. La esposa se fue a Bogotá a buscar cédula venezolana porque la mamá es colombiana.

Cuando se quedó solo en Villa del Rosario y se fue para Cúcuta, Eduardo entró al comercio informal, pero cayó en la trampa de endeudarse y colgarse con el ‘gota a gota’. Después de nueve meses solo, decidió buscar a su esposa, en Bogotá.

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Fue una travesía miedosa. Salió de los 320 metros sobre el nivel del mar en Cúcuta a seguir esa ruta de la cordillera de los Andes, atravesar el páramo de Berlín, a 3.200 metros, donde en febrero un bebé murió en temperaturas de 7 grados. Son 10 horas para recorrer 50 kilómetros.

Cuando llegó a Bogotá se encontró que quien era su esposa y madre de sus dos hijos tenía otra pareja. Siguió la marcha a pie hasta Cali, donde estaba su hermano. No paró porque había cosecha en una finca cafetera en Bitaco, municipio de La Cumbre, a poco más de una hora de la capital del Valle. “Me fue bien porque llegué a ser mayordomo, pero la cosecha pasó”.

Fue a dar hasta Santander de Quilichao, en el norte del Cauca, en límites con el Valle. Trabajó en una ferretería, donde siempre lo trataron bien, solo que no se entendió con las convicciones religiosas de los dueños y salió de allí. Llegó a otro negocio similar en el mismo municipio y también estuvo tranquilo, pero esta vez se quedó sin empleo cuando llegó el fantasma del coronavirus.

La pandemia ha sido dura para un hombre que muestra en su hoja de vida haber sido operario de carga pesada, encargado de mantenimiento de vehículos y almacenista en una compañía de alimentos y otra de manufacturas.

Con Winston, un amigo y comunicador en Venezuela, abrieron una cadena de WhatsApp para migrantes con la idea de pedir un corredor humanitario.

“El dueño de una finca vio que yo estaba pidiendo ayuda y me llamó para la siembra de 600 colinos de plátano y más de mil de café. Viajé con Yuraima, una educadora a la que había conocido por redes sociales y que estaba sin empleo. Nos garantizaban alojamiento y alimentación, pero no tenían pago. Yo soy camellador, pero era mucho trabajo para mí y mi pareja, que es educadora. Estuvimos casi un mes y no dimos más”.

Desde entonces permanecen en condiciones de calle en el parque Panamericano de Cali. En ese sitio se llegaron a reunir cerca de 200 migrantes, y más de 80 se han ido porque llegaron las lluvias.

“Es mi primera vez en la calle, si tuviera un empleo me quedaría por acá porque sé hasta programación de ‘software’. Todos los días son una incertidumbre y uno no sabe qué camino coger”.

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