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Ensayo de Alejandro Gaviria: Desigualdad y autoritarismo en los tiempos del covid-19 – Gobierno – Política

por Redacción BL
Ensayo de Alejandro Gaviria: Desigualdad y autoritarismo en los tiempos del covid-19 - Gobierno - Política


Todos los intentos de reflexión sobre el coronavirus, ensayos o ficciones, no importa el género, sufren del mismo mal: la precipitud. Es como escribir sobre la guerra desde las trincheras o sobre el Tour de Francia en la primera semana o sobre una expedición al comienzo del viaje. Leí hace poco, durante estos días ruinosos, que lo sabemos todo acerca del virus y no sabemos nada al mismo tiempo.

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Este corto ensayo es una extrapolación aventurada, una forma de catarsis, una reflexión inmediatista sobre un fenómeno cambiante, incierto e imprevisible.

El virus como espejo

El coronavirus reveló muchas de las viejas y nuevas desigualdades entre personas y grupos sociales. La primera desigualdad puesta en evidencia es obvia, tiene que ver con las diferencias en los ingresos que, en esta coyuntura, asumieron una dimensión trágica.

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El rector de la Universidad de Chile lo dijo de manera franca en junio: “Una parte de los chilenos no sabía que una fracción muy importante de los ciudadanos comían en la noche en función de lo que ganaban durante el día. Por lo tanto, pedirle a alguien que respete la cuarentena era condenarlo a no tener qué comer, literalmente”. (…)
Pero las desigualdades reveladas van más allá de las brechas en los ingresos. La pandemia también puso de presente la desprotección de millones de personas ante una disminución abrupta de sus ingresos laborales. El caso de Colombia es paradigmático.

Los trabajadores formales cuentan con algún tipo de protección o seguro de desempleo: cesantías, indemnizaciones, continuidad en la cobertura de salud, etc. Por su parte, los hogares más pobres reciben, como resultado de programas públicos puestos en marcha 20 años atrás, algún tipo de transferencias o subsidios, están identificados o focalizados (para usar la jerga oficial).

Pero millones de trabajadores independientes e informales que viven del día y no hacen parte de los programas de subsidios están completamente desprotegidos, excluidos de las ayudas públicas.

El crecimiento económico de las últimas dos décadas escondió este problema: la fragmentación de nuestro estado de bienestar. En lo que va de este siglo, muchos hogares pasaron de la pobreza a una condición de cierta estabilidad económica y la clase media se duplicó. En las zonas urbanas, el avance social había sido notable. Pero la pandemia reveló la precariedad de este progreso.

De manera súbita, muchos hogares cayeron nuevamente en la pobreza. La respuesta oficial fue insuficiente. Para el Estado, los nuevos pobres eran invisibles, no aparecían en las bases de datos.

La precariedad laboral se vio exacerbada por el hacinamiento y las características de las viviendas, con consecuencias previsibles. La violencia intrafamiliar afectó más que proporcionalmente a mujeres y niños de los hogares más pobres, y la desigualdad de género se reveló en toda su intensidad. Las llamadas a las líneas de emergencia que reciben quejas de violencia en contra de la mujer crecieron 200 por ciento o más en buena parte del país.

La brecha digital, esto es, las diferencias en conectividad entre grupos socioeconómicos, se hizo también más evidente. Muchos niños, especialmente en las zonas rurales, perdieron completamente el contacto con sus maestros y compañeros. Otros mantuvieron algún contacto intermitente que hacía casi imposible el aprendizaje. Por su parte, los más privilegiados pudieron seguir con sus clases en modo virtual, con supervisión e instrucciones precisas.En suma, la educación se estratificó de una manera drástica: desapareció para algunos y continuó casi normalmente para otros. (…)

Comunidades organizadas
y empoderadas pueden resolver
sus problemas sin imposiciones autoritarias

Algunos médicos en Colombia advirtieron sobre los riesgos de mantener los colegios cerrados por mucho tiempo. Pero la sociedad parecía indiferente. Incluso sectores progresistas ignoraron el asunto, hicieron como si el problema no existiera. La indiferencia de la sociedad ante las desigualdades educativas ha sido otra de las verdades incómodas que la pandemia reveló.

En la salud, la desigualdad más notoria es la diferencia en la atención médica entre el centro y la periferia: en el centro, los recursos tecnológicos y humanos son varios órdenes de magnitud superiores a la periferia.

Los análisis todavía no se han hecho en profundidad, pero los indicios existentes muestran que la mayor presencia de servicios médicos de alta complejidad en una ciudad o territorio no afectó de manera sistemática la tasa de mortalidad.

La región de Bérgamo, en Italia, y las ciudades de Nueva York o Bruselas cuentan con los mejores hospitales del mundo, pero tuvieron, en términos porcentuales, muchas más muertes que ciudades o regiones con peores sistemas hospitalarios.

(Además: ‘Si no cooperamos, no tenemos futuro como especie’: Diana Uribe).

El coronavirus reprodujo de una manera casi precisa las diferencias en las tasas de mortalidad evitable por grupos socioeconómicos. La mortalidad fue mucho mayor entre los más pobres que en los estratos medios, y mayor también en los estratos medios que en los grupos más privilegiados. (…)

Esta desigualdad tiene que ver más con las condiciones preexistentes de salud y con la mayor exposición al virus que con el acceso a servicios hospitalarios. Las desigualdades de la vida se reflejan trágicamente en mayores tasas de mortalidad. La muerte no trata a todo el mundo igual porque la vida no es igual para todo el mundo.

En noviembre de 2019, cuando la pandemia no estaba en los planes de nadie, cuando el mundo tenía otras preocupaciones, el periódico inglés Financial Times tituló de manera atrevida: ‘Es hora de reiniciar el capitalismo’. Era una forma de llamar la atención sobre los cambios necesarios, sobre la necesidad de un sistema más justo y sostenible. El coronavirus ha puesto de presente, de manera aún más clara, esa necesidad.

El virus como excusa

Tengo una imagen en el celular con una frase en forma de grafiti que leí alguna vez: ‘El miedo con el que empieza la barbarie’. El miedo es casi siempre el inicio del fin de la civilización, la democracia y los derechos humanos. El miedo sirve de justificación para el poder abusivo. El miedo trae consigo la docilidad, la aceptación pasiva del autoritarismo. El miedo se propaga de mente en mente, por mecanismos psicológicos conocidos. La pandemia del miedo, casi sobra decirlo, se superpuso a la del coronavirus.
En algunos países de Europa oriental, el miedo sirvió de justificación para la acumulación de poder por parte de varios gobiernos.
(…) En Colombia, para no ir muy lejos, los pesos y contrapesos institucionales se debilitaron durante la epidemia. El control político perdió importancia, se convirtió casi en un ruido de fondo. Decenas de decretos fueron expedidos sin un estudio detallado. Muy pocos hicieron preguntas o señalaron los problemas.

La democracia liberal, que sugiere que toda acumulación de poder es perjudicial, empezó a ser vista como un estorbo en la lucha patriótica por combatir el virus.
Varios analistas, algunos de forma implícita, otros de manera directa, señalaron que la democracia había fracasado, que ciertas formas de autoritarismo benevolente habían sido más exitosas en controlar la propagación del virus. En sus análisis, la insistencia en las libertades individuales se presentaba como una idea ya desueta. Por ejemplo, la privacidad se asimilaba a un escrúpulo anacrónico. China, Corea y Vietnam, donde los controles de la intromisión estatal son menores, se convirtieron en ejemplos por seguir, casi en paradigmas.

En Colombia, muchos mandatarios locales abusaron del poder. Sin argumentos, sin razones de peso, aprovechándose del miedo y la confusión, instauraron medidas arbitrarias: toques de queda frecuentes, prohibiciones extendidas a la venta de licor, empadronamientos inquisitivos, militarización de barrios y localidades, etc. (…)

La fiebre autoritaria contagió a casi todo el mundo. Las urbanizaciones se convirtieron en pequeños Estados autoritarios, con rígidas normas, un opresivo control social y una vigilancia obsesiva. Los medios de comunicación alimentaban la histeria, poco cuestionaron los abusos de poder. (…)

La Corte Constitucional adoptó una postura pasiva, explicada probablemente por la docilidad general, por el miedo a ser señalada como un obstáculo en la lucha prioritaria contra el virus.

Solo un juzgado de Bogotá pareció interesado en defender las libertades individuales. Ordenó al Gobierno flexibilizar las restricciones de la movilidad de los mayores de 70 años (…). Al menos alguien señaló que la Constitución seguía vigente.

Durante una pandemia, algunas restricciones de las libertades individuales son razonables. Una sociedad liberal no puede suicidarse en nombre de la libertad. Pero el liberalismo acotado tiene que tener reglas. Por ejemplo, (i) la carga de la prueba debe estar en quien restringe las libertades, (ii) cualquier restricción debe ser razonada, proporcional y transitoria, y (iii) el control constitucional y el debate político deben ser intensos.

Un virus no es razón suficiente para derogar la Constitución y archivar la carta de derechos. En fin, una pandemia se combate con la gente, no contra la gente.

El virus como desafío

Se ha repetido tantas veces que ya parece un lugar común: debemos adaptarnos a vivir con este tipo de desafíos de salud pública.

Los avances de la medicina son incrementales. Jugarán un papel en la solución de la pandemia, pero la ciencia no resolverá el problema por nosotros. La idea de soluciones externas es atractiva, pero en últimas equivocada.

Los confinamientos estrictos jugaron un papel al comienzo de la crisis. Tuvieron una utilidad transitoria. Pero sus costos son muy altos. Inconmensurables, casi. Aumentan la pobreza y la desigualdad, los problemas de salud mental y la inseguridad alimentaria. (…)
Sin embargo, las cuarentenas dejan de lado las necesidades humanas, nuestra psicología esencial. Sirven por un tiempo, pero se agotan rápidamente.

(Le recomendamos: ‘Esta crisis nos ha permitido conocernos mejor’: director del Dane).

En el mediano plazo, una pandemia puede entenderse como un problema de acción colectiva. Plantea una tensión entre el bienestar colectivo y el comportamiento individual. Nos ponemos el tapabocas no para protegernos a nosotros mismos, sino para proteger a los demás.

Las regiones con una mayor cultura cívica, donde los ciudadanos han incorporado el sentido de comunidad y han internalizado ciertas normas sociales que limitan los comportamientos más individualistas y destructivos, tuvieron, de acuerdo con algunos estudios, un mayor éxito en el control de la pandemia. Esta conclusión nunca se enfatizó lo suficiente: mucho énfasis se puso en los gobiernos, poco en la sociedad.

Las normas sociales no se crean de manera inmediata, pero son fundamentales en la adaptación, en el éxito de mediano plazo. Resulta fácil pensar que una vacuna o un lote de ventiladores resuelven el problema. Pero, en últimas, las soluciones no son externas, surgen de las decisiones de millones de persones. Los microcomportamientos explican los macrorresultados, para hablar en términos del economista y premio nobel Thomas Schelling.

Por ahora, yo sigo apostándoles a la democracia liberal, los derechos humanos y las normas sociales

En el manejo de la pandemia hizo falta un poco de mockusianismo del siglo XXI: un nuevo innovador en la generación de normas sociales, alguien que promoviera el disfrute consciente y solidario de la libertad.

Ni encarcelando los jóvenes ni con formas absurdas de control social se promueven las normas sociales. Su promoción requiere una adecuada comunicación del riesgo, una forma de sinceridad compasiva y una capacidad para comprometer éticamente a los ciudadanos. (…)

Puede ser una visión romántica (carente de realismo o disciplina empírica), pero sigo creyendo en que comunidades organizadas y empoderadas pueden resolver sus problemas sin imposiciones autoritarias o tecnologías intrusivas.

(Siga leyendo: Cinco buenos libros de un 2020 pésimo).

Solo dentro de unos años, con los datos a la mano, podremos hacer juicios precisos. Por ahora, yo sigo apostándoles a la democracia liberal, los derechos humanos y las normas sociales que logren un equilibrio entre las libertades individuales y el bienestar colectivo.

ALEJANDRO GAVIRIA
Rector de la Universidad de los Andes

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